El tormentoso enfrentamiento de un hombre contra su inexorable muerte le hará descubrir por el camino la manera en que ha desperdiciado su tiempo
Antes de nada...
Este libro de apenas cien páginas ha suscitado en mí la necesidad de realizar un análisis muy largo (diecisiete páginas de Word) por todas las reflexiones, paralelamente afines a mí; por la tremenda visión de la muerte, la necesidad subyugante de echar cuentas, hacer balance, admitir los fracasos, lo nimio y voluble de la existencia. Así, estoy satisfecho por el nivel de detalle que he creído alcanzar –cosa suicida en libros igual de poderosos pero mucho más largos– y será difícil se repita. El inconveniente, claro, es que ello no invitará a muchos precisamente a la lectura de la entrada. Aclaro que la mitad son fragmentos relevantes de la obra recogidos a modo de ejemplo y que he ido comentando poco a poco: es este el procedimiento del análisis. Estos fragmentos, por sí quiera el lector saltárselos, están claramente delimitados con un símbolo "«" señalando el inicio y el correspondiente "»" en su final.
Habiendo dicho esto, creo que es pertinente avise que puede llegar a no ser recomendable pasar por el análisis sin haber leído la obra. Está claro que el título ya es el mayor spoiler posible, y que lo que aquí se discute son más que nada temas existenciales y sociales, pero aún así prefiero recomendar al lector que antes de nada emprenda la lectura por sí solo. Pueden leerse los dos primeros párrafos, en los que hago un compendio, así como la conclusión expuesta como siempre al final de la entrada –después de la imagen de Tolstói–, que se leen en un minuto.
Estas dos secciones señaladas como aptas para leer en cualquier caso suplirán la necesidad de remarcar las líneas importantes –como sí he hecho en otras entradas–.
La primera imagen corresponde a la versión de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.
Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.
Análisis:
En la historia de la literatura se
pueden sacar cientos de clásicos. Sin embargo, esas obras maestras,
insuperables en su estilo, son sin duda más escasas. Para mí, «La muerte de
Ivan Ilich» entra dentro de esos clásicos maestros, de esas lecturas que
cambian o matizan poderosamente la representación que el lector se hace del
mundo. En sus escasas cien páginas, Tolstói sintetiza el craso error del falso
bienestar en el ascenso entre convencionalismos sociales; luego la visión cada
vez más ineludible de la muerte; a continuación la noción de una vida mal
vivida, desperdiciada; finalmente la asimilación de la muerte, la redención, la
aceptación de las culpas, la luz al final del angustioso túnel en el que a él
–como a todos más tarde o más temprano– avanza embutido en un padecimiento
físico que es sólo una sombra de la agonía espiritual, de la terrible
tribulación que no acepta contestación: pues hay preguntas que no asumen respuesta
alguna.
Creo que es justo que vaya capítulo a
capítulo –pues Tolstói avanza muy convenientemente y marcando un ritmo en el
que cada sección corresponde a una determinada fase del trance–, destacando los
fragmentos del texto que puedan resumir bien su esencia. Ante un análisis tan
prolongado, y los numerosos textos transcritos, es conveniente alertar al
lector que, si bien no malogran una lectura tan poderosa, subrayo que yo no aconsejo que
lea a partir de aquí hasta que no termine el libro y así pueda contrastar sus
propias conclusiones con las mías expuestas.
Edición 2011 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).
Capítulo uno:
Sucede el funeral de Ivan Ilich. Se
muestra la indiferencia que hay en la conciencia de lo que supuestamente son
sus amigos, su mujer, incluso su hija. Nadie siente verdadera lástima por
Ilich, sólo se ven empujados tediosamente a un convencionalismo en el que
obligatoriamente hay que guardar las formas. Es una verdadera procesión de
inanes más insectos que humanos, una muestra inclemente de lo que muchos
occidentales, en mayor o menor medida, albergan en su interior. Podemos decir:
«¡Qué gente más insensible!», como si fuera un antojo del autor, como si fuera
algo ajeno a nosotros. No, esa insensibilidad es característicamente
occidental, no seamos hipócritas. ¿Se dará cuenta el lector que los mismos
personajes no piensan en ningún momento que puedan ser “insensibles”, egoístas?
¿Qué ni siquiera se lo plantean, que incluso creen que están cumpliendo
virtuosamente por el hecho de asistir, que al fingir sus gestos ellos mismos,
en su enfermedad incurable, los toman por casi verdaderos? ¿Qué de hecho se
sienten, como si fuera perfectamente lícito, un poco “protagonistas” del
funeral de otra persona? ¿Qué esa frivolidad es muy propia del hombre de
nuestros días también?
La mujer, Praskovya Fyodorovna, supone
por parte de Tolstói todo un alegato antifeminista. De hecho, el aburrimiento
que pasé durante la primera mitad del libro fue a razón de que, aparte de la
leve indignación rayana en indiferencia que me suscitan seres tan mezquinos y a
los que tengo tan calados, es un efectivo compendio –menos trágico y más
objetivo, dentro de la “mesa de trabajo”– de lo que el autor ya denunciara en
su «Sonata a Kreutzer». Es todo lo más repugnante que se puede albergar:
parasitismo, despotismo, hipocresía, victimismo oportunismo, manipulación,
interés pecuniario, insensibilidad total, injusticia, criterio obtuso
dependiente del ego más ruin y simplón…; la apariencia ante todo (y, de hecho,
nada más que eso). He aquí la muestra (larga, pero no tiene pérdida):
«Volvió a sacar el pañuelo como si
estuviera a punto de llorar, pero de pronto, como sobreponiéndose, se sacudió y
empezó a hablar con calma:
–Hay algo, sin embargo, de lo que quiero
hablarle.
Pyotr Ivanovich se inclinó, pero sin
permitir que se amotinasen los muelles de la otomana, que ya habían empezado a
vibrar bajo su cuerpo.
–En estos últimos días ha sufrido
terriblemente.
–¿De veras? –preguntó Pyotr Ivanovich.
–¡Oh, sí, terriblemente! Estuvo gritando
sin cesar, y no durante minutos, sino durante horas. Tres días seguidos estuvo
gritando sin parar. Era intolerable. No sé como he podido soportarlo. Se le podía oír con
tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido!
–¿Pero es posible que estuviera
consciente durante ese tiempo? –preguntó Pyotr Ivanovich.
–Sí –murmuró ella–. Hasta el último
momento. Se despidió de nosotros un cuarto de hora antes de morir y hasta dijo
que nos lleváramos a Volodya de allí.
El pensar en los padecimientos de un
hombre a quien había conocido tan íntimamente, primero como chicuelo alegre,
luego como condiscípulo y más tarde, ya crecido, como colega, horrorizó de
pronto a Pyotr Ivanovich, a pesar de tener que admitir con desgana que tanto él
como esa mujer estaban fingiendo. Volvió a ver esa frente y esa nariz que hacía
presión sobre el labio, y tuvo miedo.“¡Tres días de horribles sufrimientos y
luego la muerte! ¡Pero si eso puede ocurrirme también a mí de repente, ahora
mismo!”, pensó, y durante un momento quedó espantado. Pero en seguida, sin
saber por qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había
pasado a Ivan Ilich y no a él, que eso no debería ni podría pasarle a él, y que
pensar de otro modo sería dar pie a la depresión, cosa que había que evitar,
como demostraba claramente el rostro de Schwartz. Y habiendo reflexionado de
esa suerte, Pyotr Ivanovich se tranquilizó y empezó a pedir con interés
detalles de la muerte de Ivan Ilich, no más ni menos que si esa muerte hubiera
sido un accidente propio sólo de Ivan Ilich, pero en ningún caso de él.
Después de dar varios detalles acerca de
los dolores físicos realmente horribles que había sufrido Ivan Ilich (detalles
que Pyotr Ivanovich pudo calibrar sólo por su efecto en los nervios de
Praskovya Fyodorovna), la viuda al parecer juzgó necesario entrar en materia.
–¡Ay, Pyotr Ivanovich, qué angustioso!
¡Qué terriblemente angustioso, qué terriblemente angustioso!– Y de nuevo rompió
a llorar.
Pyotr Ivanovich suspiró y aguardó a que
ella se limpiase la nariz. Cuando lo hizo, dijo él:
–Créame… –y ella empezó a hablar otra vez
de lo que claramente era el asunto principal que con que quería ventilar, a
saber, cómo podría obtener dinero del fisco con motivo de la muerte de su
marido. Praskovya Fyodorovna hizo como si pidiera a Pyotr Ivanovich consejo
acerca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en sus más ínfimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella ya sabía todo lo que se le
podía sacar al disco a consecuencia de esa muerte; y que lo que quería saber
era si se le podía sacar más. Pyotr Ivanovich trató de pensar en algún medio
para lograrlo, pero tras dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al
gobierno por su tacañería, dijo que, a su parecer, no se podía obtener más.
Entonces ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse de
su visitante.»
Determinadas pinturas de Carolus Duran me transmiten la esencia de los personajes.
Es un mundo en el que sólo se busca el
placer. Toda referencia al sufrimiento y la injusticia que subyace en la vida,
en nuestra sociedad, que en caso de admitirlo nos adentraría en la pesarosa
tribulación, que nos obligaría a abandonar nuestro lamentable bienestar en pos
de dilucidar para aportar en un bien mayor, justo y necesario; todo ello, al
contrario, nos espanta, nos resulta fastidioso, queremos apartarlo cuanto
antes, sólo lo tratamos brevemente, cínicamente, y porque lo exige el propicio
decoro de determinados protocolos. Hablo del bienestar como única aspiración
que subyace en la perspectiva vital de nuestra sociedad; el esfuerzo por el
dinero es, en verdad, porque nos compensa tanto la comodidad que nos producirá
como lo bien que nos sentimos siguiendo la corriente, ascendiendo en ella,
siendo elogiado por los mismos necios que la componen –ello, en verdad, nos
quita de paso cualquier sentimiento de culpabilidad–.
Incluso en los temas, de hecho, de manera
especial en ellos, en los que hemos de mostrar nuestra humanidad de la manera
más honesta, nos creemos, sin embargo, un poco protagonistas de la escena,
hallamos una oportunidad para cumplir el protocolo («Que no se diga; qué
cumplidor soy») y adornarnos en el proceso («Unas cuantas palabras de
condolencia no sentidas, preguntar por el muerto como si de verdad me
importara, exponer cara seria o lamentada aunque en el fondo nuestro ánimo sea el
mismo de siempre»); pero en vez de, al menos, admitir interiormente nuestra
falsedad, tomamos nuestra cínica afectación como verdad y nos creemos que,
incluso, somos gente “compasiva”, “afable”, “dedicada”, “cumplidora”. Y en el
fondo no hacemos más que esperar que la otra persona nos cumpla también a
nosotros el favor de dar imagen cuando surja en el futuro. Incluso se le echa
un poquito la culpa al muerto porque nos “pida” el esfuerzo de dedicar un
penoso tiempo para él, en el fondo pensamos «Porque es lo que se supone que hay
que hacer por un compañero y, sobre todo, porque no quiero que se hable mal de
mí, que si no…»
Así son muchos –o algunos si somos afortunados o buenos seleccionando– de nuestros “amigos” –aunque en el fondo nosotros también lo sabemos– que vienen a ser un fiel
reflejo de nosotros mismos. Así son muchas de nuestras “esposas”, y de nuestros
“hijos”, y de nuestros “maridos”. Pero podemos seguir engañándonos, claro que
sí, igual que en el XIX estamos en el XXI en este aspecto, y así seguiremos
hasta que el asunto no se colapse por su propio peso insostenible. Lo que más
me desespera es que, siendo algunos tan necios, mezquinos, superficiales, se
convenzan a sí mismos al resto que son, en cambio, “ilustrados”, “compasivos”,
“sociables”, “templados”.
Capítulo dos:
Describe la vida de Ivan Ilich, de cómo
llego a lo que terminó siendo (que se puede deducir leyendo lo anterior).
Destaco el fragmento en el que se produce el matrimonio fatal (no sólo para los
propios esposos que quedan condenados sino que, especialmente, para los propios
hijos, igualmente maldecidos con semejantes inútiles de progenitores), que, se
quiera o no admitir, asola nuestras sociedades. El miedo a la soledad –de
sufrir, de reflexionar, de hacerse un «uno» a la altura de sí mismo– y la
necesidad instintiva de “cumplir” con lo que el resto espera de nosotros, con
la falsa tranquilidad de los convencionalismos, de lo que se “supone” que hay
que hacer y ser a determinada edad. Y como todo el mundo se tira por el
precipicio, y de hecho les molesta que el resto no lo haga también –no fracase
como ellos–, tal es su vanidad monstruosa, pues lo hacen con una sonrisa en el
rostro. ¿Se ha visto lo mucho que se critica, se ridiculiza a los solteros, a
los que no van a fiestas, a los que viven de una manera distinta, a los que se
divierten con menesteres de minorías? Porque les tenemos envidia, porque son más
originales, acaso también más personales, más carismáticos, más visionarios.
Porque tienen más voluntad y entereza que nosotros. Y, en cualquier caso, la
vanidad del resto sólo nos repugna cuando desagrada a nuestra propia vanidad.
Ahí va:
«Al cabo de dos años de vivir en la nueva
ciudad, Ivan Ilich conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya
Fyodorovna Mihel era la muchacha más atractiva y brillante del círculo que él
frecuentaba. Y entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo judicial
Ivan Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella.
(…) Así pues, de cuando en cuando, al
final de una velada, bailaba con Praskovya Fyodorovna, y fue sobre todo durante
esos bailes cuando la conquistó. Ella se enamoró de él. Ivan Ilich no tenía
intención clara y precisa de casarse, pero cuando la muchacha se enamoró de él
se dijo a sí mismo: “Al fin y al cabo, ¿por qué no casarme?”
Praskovya Fyodorovna, de buena familia
hidalga, era bastante guapa y tenía algunos bienes. Ivan Ilich hubiera podido
aspirar a un partido más brillante, pero incluso éste era bueno. Él contaba con
su sueldo y ella –así lo esperaba él– tendría ingresos semejantes. Buena
familia, ella simpática, bonita y perfectamente honesta. Decir que Ivan Ilich
se casó por estar enamorado de ella y encontrar que ella simpatizaba con su
noción de vida habría sido tan injusto como decir que se había casado porque el
círculo social que frecuentaba daba su visto bueno a esa unión. Ivan Ilich se
casó por ambas razones: sentía sumo agrado en adquirir semejante esposa, a la
vez que hacía lo que consideraba correcto sus más empingorotadas amistades.
Y así, pues, Ivan Ilich se casó.
Los preparativos para la boda y el
comienzo de la vida matrimonial, con caricias conyugales, el flamante
mobiliario, la vajilla nueva, la nueva lencería… todo ello transcurrió muy
gustosamente hasta el embarazo de su mujer; tanto así que Ivan Ilich empezó a
creer que el matrimonio no sólo no perturbaría el carácter cómodo, placentero,
alegre y siempre decoroso de su vida, aprobado por la sociedad y considerado
por él como natural, sino que, al contrario, lo acentuaría. Pero he aquí que,
desde los primeros meses del embarazo de su mujer, surgió algo nuevo,
inesperado, desagradable, penoso e indecoroso, imposible de comprender y
evitar.
Sin motivo alguno, en opinión de Ivan
Ilich, su mujer comenzó a perturbar el placer y decoro de su vida. Sin razón
alguna comenzó a tener celos de él, le exigía atención constante, le censuraba
por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas enojosas y groseras.
Al principio Ivan Ilich esperaba zafarse
de lo molesto de tal situación por medio de la misma fácil y decorosa relación
con la vida que tan bien le había servido anteriormente: trató de no hacer caso
de la disposición de ánimo de su mujer, continuó viviendo como antes, ligera y
agradablemente, invitaba a los amigos a jugar a las cartas en su casa y trató
asimismo de frecuentar el club o visitar a sus conocidos. Pero un día su mujer
comenzó a vituperarle con tal brío y palabras tan soeces, y siguió injuriándole
cada vez que no atendía a sus exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta
que él cediese, o sea, hasta que se quedase en casa víctima del mismo
aburrimiento que ella sufría, que Ivan Ilich se asustó. Ahora comprendió que el
matrimonio –al menos con una mujer como la suya– no siempre contribuía a
fomentar el decoro y la amenidad de la vida, sino que, al contrario, estorbaba
el logro de ambas cualidades, por lo que era preciso protegerse de semejante
estorbo.»
No voy a analizar más este punto de lo
dicho arriba. Es un tema que trataré de expandir en el análisis de «La sonata aKreutzer». Está claro, de todos modos, que, como nos enlazamos con nuestros
espejos, resulta que al final suele suceder en una cultura tan decadente que
nunca nadie quiere lo suficiente a nadie. Y, en este caso, ni aún delante de la
muerte, de lo irreversible. Lo peor es que este comportamiento es legado a los
hijos, que terminan por cometer muchas veces los mismos errores, siendo la
rueda inevitable e intratable:
«Con el nacimiento de un niño, los
intentos de alimentarlo debidamente y los diversos fracasos en conseguirlo, así
como con las dolencias reales e imaginarias del niño u la madre en las que se
exigía la compasión de Iban Ilich –aunque él no entendía ni pizca de ello–, la
necesidad que sentía éste de crearse una existencia fuera de la familia se hizo
aún más imperiosa.
A medida que su mujer se volvía más
irritable y exigente, Ivan Ilich fue desplazando su centro de gravedad de la
familia a su trabajo oficial. Se encariñaba cada vez más con ese trabajo y
acabó siendo aún más ambicioso que antes.»
A raíz de este fragmento quiero comentar
algo fundamental. Hubo un momento en el que la sociedad pareció distinguir un
error: «La mujer está condenada a quedarse en casa limpiando y cuidando a los
niños.» Así que todo el mundo se puso a trabajar. No se pensó más allá: «Alguno
de los dos debe cuidar y educar al hijo en su etapa más vital, no dejarle solo
en casa pegado a una pantalla de leds.»
«(…) Requería de la vida familiar
únicamente aquellas comodidades que, como la comida casera, el ama de casa y la
cama, esa vida podía ofrecerle y, sobre todo, el decoro en las formas externas
que la opinión pública exigía. En todo lo demás buscaba deleite y contento, y
quedaba agradecido cuando los encontraba; pero si tropezaba con resistencia y
refunfuño retrocedía en el acto al mundo privativo y enclaustrado de su trabajo
oficial, en el que hallaba satisfacción.»
¿Y la soberbia infantil, ridícula, cínica
que nos asola?
«Lo más importante, sin embargo, era que
contaba con su trabajo oficial [juez], y con sus funciones judiciales se
centraba ahora todo el interés de su vida. La conciencia de su poder, la
posibilidad de arruinar a quien se le antojase, la importancia, más aún, la
gravedad externa con que entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de
sus subordinados, si éxito con sus superiores e inferiores y, sobre todo, la
destreza con que encauzaba los procesos, de la que bien se daba cuenta, todo
ello le procuraba sumo deleite y llenaba su vida, sin contar los coloquios con
sus colegas, las comidas y el whist.»
«(…) y a esas personas las trataba
cortésmente, caso como a camaradas, como haciéndoles creer que, siendo capaz de
aplastarlas, las trataba sencilla y amistosamente. Pero ahora, como juez de
instrucción, Ivan Ilich veía que todas ellas –todas ellas sin excepción–,
incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus manos, y que con sólo
eso escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto membrete tal o cual
individuo importante y engreído sería conducido ante él en calidad de acusado o
de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se sentase lo tendría de
pie contestando a sus preguntas. Ivan Ilich nunca abusó de tales atribuciones,
muy al contrario, trató de suavizarlas; pero la conciencia de poseerlas y la
posibilidad de suavizarlas constituían para él el interés cardinal y atractivo
de su nuevo cargo.»
Más claro agua.
Capítulo tres:
A pesar de su buena posición, y que
varios de sus hijos perecieron por enfermedad, deciden que es mejor vivir por
encima de sus posibilidades. Tras ser descartado en una ascenso, se enfurruña
con la gravedad aparente de un adulto insultado pero con la bagatela del más
vanidoso de los niños. Ya no quiere trabajar de tal o cual, quiere cualquier
trabajo que supere los cinco mil rublos de ingresos. El movimiento por la más
fútil ambición, por el mero interés: no por la pasión ni la necesidad de
mejorar en algo al mundo. Sin embargo, es a lo primero, a la mayor de las
estupideces, lo que la sociedad llama “progresar”. ¡Ea, incluso “triunfar”! Y
lo contrario, claro, “fracasar”. Impresionante.
Determinadas pinturas de Carolus Duran me transmiten la esencia de los personajes.
Pero en este punto, aún, tendrá suerte.
Sucede la escena típica en la que se compra y decora una casa mejor; no se
preocupan ni de su relación, ni de su vida, ni de sus propios hijos: pero jamás
han prestado tanta atención como a la hora de amueblar la casa, de repente
tienen un objetivo en común. Y la adornan para que parezca que son más ricos de
lo que son; a ellos, en cambio, les parece original, sin siquiera pensar que
todos los de su posición hacen siempre lo mismo. En el proceso se golpea en el
costado cayéndose de una escalera de mano; al parecer ahí se inicia la dolencia
que le arrastrará a la defunción.
«Quedó sumamente contento cuando fue a
recibir a su familia a la estación y la llevó al nuevo piso, ya todo lo
dispuesto e iluminado, (…), la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite.
Los condujo a todas partes, absorbiendo ávidamente sus alabanzas y rebosando de
gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya Fyodorovna le preguntó
entre otras cosas por su caída, él rompió a reír y les mostró en pantomima cómo
había salido volando y asustado al tapicero.
–No en vano tengo algo de atleta. Otro se
hubiera matado, pero yo sólo me di un golpe aquí… mirad. Me duele cuando lo
toco, pero ya va pasando… No es más que una contusión.»
El leal amor al materialismo frente al
descuido total de lo verdaderamente importante:
«Al principio estuvo de buen humor,
aunque a veces se irritaba un tanto a causa precisamente del nuevo alojamiento.
(Cualquier mancha en el mantel, o en la tapicería, cualquier cordón roto de
persiana, le sulfuraban; había trabajado tanto en la instalación que cualquier
desperfecto le acongojaba). Pero, en general, su vida transcurría como, según
su parecer, la vida debía ser: cómoda, agradable y decorosa.»
¿Se dan cuenta de que sólo se preocupa de
sí mismo? ¿Qué los demás sólo son dignos de atención en la medida en la que
sacien o potencialmente puedan saciar sus mezquinas apetencias? ¿Qué todo esto
sucede desde todos los ángulos a modo de misma retribución miserable? ¿Qué los
hijos crecen solos y, de adultos, ya se han convencido que sólo ellos habitan
el mundo, que sólo ellos importan?
«(…) leía a veces un libro del que a la
sazón se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer
documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de testigos y
aplicarles la ley correspondiente. Este trabajo no era ni aburrido ni
divertido. Le parecía aburrido cuando hubiera podido estar jugando a las
cartas, pero si no había partida, era mejor que estar mano sobre mano, o estar
solo, o estar con su mujer.»
Y no se exagera cuando se colocan a la
mayoría de los matrimonios a poco más que el siguiente marco lamentable, ruin,
apestoso. ¿Por qué? Por ser tan inepto como lo que estamos describiendo:
«Y la disputa surgió cuando quedaron sin
consumir algunas tartas y la cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco
rublos. La querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya
Fyodorovna le llamó “imbécil mentecato”; y él se agarró la cabeza con las manos
y en un arranque de cólera hizo alusión al divorcio.»
Y termina ocurriendo la simbiosis de la
vanidad:
«En lo tocante a la opinión que tenían de
esas amistades, marido, mujer e hija estaban de perfecto acuerdo y, sin
disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima a aquellos amigos y parientes
de medio pelo que, con un sinfín de carantoñas, se metían volando en la sala de
los platos japoneses en las paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron
de importunarles; sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los
Golovin.»
Es un error ver esto como algo lejano a
nosotros: está a la orden del día.
Capítulo cuatro:
La molestia del costado va en aumento, y
se mezcla con un mal sabor en la boca. Esto provoca en él un mal humor que le
suscita sus declaraciones más injustas, biliosas, infantiles. Hasta el punto
que, como en casi cualquier matrimonio –o estupidez convenida entre dos
estúpidos, para ser más precisos– al fin y al cabo:
«Las disputas entre marido y mujer iban
siendo cada vez más frecuentes, y pronto dieron al traste con el deshago y
deleite de esa vida. Aun el decoro mismo sólo a duras penas pudo mantenerse.
Menudearon de nuevo los dimes y diretes. Sólo quedaban, aunque cada vez más
raros, algunos islotes en que marido y mujer podían juntarse sin dar ocasión a
un estallido.»
«Y Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora,
y no sin fundamento, de que su marido tenía muy mal genio. Con su típica
propensión a exagerar las cosas decía que él había tenido siempre ese genio
horrible y que sólo la buena índole de ella había podido aguantarlo veinte
años. (…) considerando que su moderación tenía muchísimo mérito. Habiendo
llegado a la conclusión de que Ivan Ilich tenía un genio atroz y era la causa
de su infortunio, empezó a compadecerse de sí misma; y cuanto más se
compadecía, más odiaba a su marido. Empezó a desear que se muriera, a la vez
que no quería su muerte porque en tal caso cesaría su sueldo; y ello aumentaba
su irritación contra él. Se consideraba terriblemente desgraciada porque ni
siquiera la muerte de él podía salvarla, y aunque disimulaba su irritación, ese
disimulo acentuaba aún más la irritación de él.»
Tolstói incide nuevamente en los
improductivos convencionalismos productos de la bobería más infantil y de la
soberbia más mezquina cuando, finalmente, acude al médico:
«Todo sucedió como lo había esperado;
todo sucedió como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se
daba el médico –que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él se daba
en el juzgado–, la palpitación, la auscultación, las preguntas que exigían
respuestas conocidas de antemano y evidentemente innecesarias, el semblante
expresivo que parecía decir que “si usted, veamos, se somete a nuestro tratamiento,
lo arreglaremos todo; sabemos perfecta e indudablemente cómo arreglarlo todo,
siempre y del mismo modo para cualquier persona”. Lo mismísimo que en el
juzgado. El médico famoso se daba ante él los mismos aires que él, en el
tribunal, se daba ante un acusado.
(…) Para Ivan Ilich sólo había una
pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico
esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista era una pregunta
ociosa que no admitía discusión; lo importante era decidir qué era lo más
probable: si riñón flotante, o catarro crónico o apendicitis. No era cuestión
de la vida o muerte de Ivan Ilich, sino de si aquello era un riñón flotante o
una apendicitis.»
Tras un diagnóstico ambiguo en el que el
médico muestra una gravedad, frialdad y desdén que tanto le recordaban a Ivan
Ilich a sí mismo en el juzgado, procesando y admitiendo o no preguntas,
resuelve que se puede dilucidar según sus palabras que el médico sospecha de
algo grave. Al volver a casa, por supuesto:
«Llegó a casa y empezó a contar a su
mujer lo ocurrido. Ella le escuchaba, pero en medio del relato entró la hija
con el sombrero puesto, lista para salir con su madre. La chica se sentó a
regañadientes para oír la fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre
tampoco le escuchó hasta el final.
–Pues bien, me alegro mucho –dijo la
mujer–. Ahora pon mucho cuidado en tomar la medicina con regularidad. Dame la
receta y mandaré a Gerasim a la botica –y fue a vestirse para salir.
“Bueno –se dijo él–. Quizá no sea nada al
fin y al cabo.”»
Las continuas excusas ante la propia
incapacidad, que empujan a echar las culpas a los demás o al supuesto
“infortunio”; no aceptando la realidad, evadiendo el problema principal, que
radica en su actitud, en sus formas de vida, en su juicio, evadiendo así
respuestas que podrían decir la verdad, la incómoda verdad:
«(…) Ahora, sin embargo, cada tropiezo le
trastornaba y le sumía en la desesperación. Se decía: “Hay que ver: ya iba
sintiéndome mejor, la medicina empezaba a surtir efecto, y ahora surge este
maldito infortunio, o este incidente desagradable…” Y se enfurecía contra ese
infortunio o contra las personas que habían causado el incidente desagradable y
que le estaban matando, porque pensaba que esa furia le mataba, pero no podía
frenarla. Hubiérase podido creer que se daría cuenta de que esa irritación
contra las circunstancias y las personas agravaría su enfermedad y que por lo
tanto no debería hacer caso de los incidentes desagradables; pero sacaba una
conclusión enteramente contraria: decía que necesitaba sosiego, vigilaba todo
cuanto pudiera estorbarlo y se irritaba ante la menor violación de ello.»
Se agrava la enfermedad, mas la
indiferencia del entorno es inmutable:
«(…) El dolor del costado le atormentaba,
parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de boca se hizo cada vez
más extraño. Le parecía que su aliento tenía un olor repulsivo, a la vez que
notaba pérdida apetito y debilidad física. Era imposible engañarse: algo
terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más
importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que
lo sabía; los que le rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y
creían que todo en este mundo iba como de costumbre. Eso era lo que más
atormentaba a Ivan Ilich. Veía que las gentes de casa, especialmente su mujer y
su hija –quienes se movían en un verdadero torbellino de visitas–, no entendían
nada de lo que pasaba y se enfadaban porque se mostraba tan deprimido y
exigente, como si él tuviera la culpa de ello. Aunque trataban de disimularlo,
él se daba cuenta de que era un estorbo para ellas y que su mujer había adoptado
una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a despecho de lo que él
dijera o hiciese. Esa actitud era la siguiente:
–¿Saben ustedes? –decía a sus amistades–.
Ivan Ilich no hace lo que hacen otras personas, o sea, atenerse rigurosamente
al tratamiento que le han impuesto. Un día toma sus gotas, come lo que le
conviene y se acuesta a la hora debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a
la mira, se olvida de tomar la medicina, come esturión –que le está prohibido–
y se sienta a jugar a las cartas hasta las tantas.
–¡Vamos, anda! ¿Y eso cuando fue? –decía
Ivan Ilich enfadado–. Sólo una vez, en casa de Pyotr Ivanovich.
(…)
La actitud evidente de Praskovya
Fyodorovna, (…) era la de que éste tenía la culpa de su propia enfermedad, con
la cual imponía una molestia más a su esposa.»
«En los tribunales Ivan Ilich notó, o
creyó notar, la misma extraña actitud hacia él: a veces le parecía que la gente
le observaba como a quien pronto dejaría vacante su cargo. A veces también sus
amigos se burlaban amistosamente de su aprensión, como si la cosa atroz,
horrible, inaudita, que llevaba dentro, la cosa que le roía sin cesar y le
arrastraba irremisiblemente hacia Dios sabe dónde, fuera tema propicio a la
broma.»
«(…) Ivan Ilich se quedó solo, con la
conciencia de que su vida estaba emponzoñada y emponzoñaba la vida de otros, y
de que esa ponzoña no disminuía, sino que penetraba cada vez más en sus
entrañas.»
«(…) Y vivir así, solo, al borde del
abismo, sin que nadie le comprendiese ni se apiadase de él.»
Capítulo cinco:
Aquí la enfermedad de Ivan Ilich se
muestra ya bastante avanzada, su aspecto ha cambiado ostensiblemente: ha
adelgazado, su rostro está demacrado, sus pupilas vacías. Trata de pensar en
los ambiguos pronósticos de los médicos, y los rumia constantemente para
mantener la mente ocupada; elude inconscientemente cualquier pensamiento
tenebroso.
Cierta condescendencia ignorante de su
propio cinismo comienza a hacerse patente en el trato para con él de esposa.
Como el sabe la mezquindad y falsedad que Praskovya Fyodorovna acarrea en el
ánimo, siente una repulsa casi instintiva:
«–¿Adónde vas, Jean? –Preguntó su mujer con expresión especialmente triste y
acento insólitamente bondadoso.
Ese acento insólitamente bondadoso le
irritó. Él la miró sombríamente.»
«–¿Sabes, Jean? Me parece que debes pedir a Leschetitski que venga a verte
aquí.
Ello significaba solicitar la visita del
médico famoso sin cuidarse de los gastos. Él sonrió maliciosamente y dijo:
“No”. Ella permaneció sentada un ratito más y luego se acercó a él y le dio un
beso en la frente.
Mientras ella le besaba, él la aborrecía
de todo corazón; y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarla de un empujón.»
Ante la evidencia de su deterioro
implacable, no puede sino dar inicio a dejar las fantasías a un lado, y la muerte
empieza a aparecer a paso firme en su conciencia. No termina de admitirlo, pero
algo salido de una fría lógica –que es casi ajena a él mismo todavía– le
advierte por lo bajo: «Te mueres».
Capítulo seis:
La ajenidad que siente hacia algo tan
grave y palmario como su propia muerte lo sintetiza Tolstói en la conciencia de
Ivan Ilich de manera completamente efectiva y real. Veamos como identificamos
como “concreto” aquello que le atiene y que por tanto es de utilidad, y
“abstracto” aquellos elementos que su vanidad no reconoce, haciéndolos ajenos:
«Ivan Ilich vio que se moría y su
desesperación era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo,
pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la
comprendía ni podía comprenderla.
El silogismo aprendido en la Lógica de
Kiezewetter:
“Cayo es un ser humano, los seres humanos
son mortales, por consiguiente Cayo es mortal”, le había parecido legítimo
únicamente en relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo.
Que Cayo –ser humano en abstracto– fuese mortal le parecía enteramente justo;
pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una
criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su
papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la
niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos
los entusiasmados de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo
sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya?
¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del
vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado
éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había
enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como la que él presidía?
Cayo era efectivamente mortal y era justo
que muriese, pero “en mi caso –se decía–, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich,
con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. Y no es posible que
tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible”.
Así se lo figuraba.
“Si tuviera que morir como Cayo, habría
sabido que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me
ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no tenía
nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! –se dijo–. ¡No puede
ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?”.
Y no podía entenderlo Trató de ahuyentar
aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros
pensamientos saludables y correctos. Pero aquel pensamiento –y más que un
pensamiento la realidad misma– volvía una vez tras otra y se encaraba con él.»
Lo malo sólo le ocurre a los demás. De
hecho, es casi “propicio” que así sea; lo otro se hace incomprensible, es casi
un fallo ilógico: así lo interpretamos de paso como injusticia y nos creemos
dignos de enfadarnos con todo lo que no seamos nosotros mismos. ¿Cómo tanta
soberbia, tantas fantasmagóricas presunciones, si sólo somos nimias y efímeras
motas de polvo, completamente sujetas al amplísimo azar? Pues ahí está, y bien
presente, y alimentada por nuestra cultura: pero sólo un idiota podría juzgarse
a sí mismo importante, “imprescindible”; qué acertadamente lo capta Tolstói.
Trata Ivan Ilich de evadirse: remonta sus
pensamientos al punto anterior a la enfermedad, sigue la misma rutina de
trabajo –en la que apenas es capaz ya de proceder con la suficiente eficacia–:
«Y para librarse de esa situación, Ivan
Ilich buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló
nuevas pantallas que durante un breve periodo de tiempo parecían salvarle, pero
muy pronto se vinieron abajo o, mejor dicho, se tornaron transparentes, como si
aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.»
Finalmente, nuestro protagonista es
incapaz de encontrar comportamientos que le distraigan, da inicio el lapso de
asumirlo:
«”Y es cierto que fue aquí, por causa de
esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto de una fortaleza. ¿De
veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo,
pero lo es!”
Fue a su despacho, se acostó y una vez
más se quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había nada que
hacer, salvo mirarlo y temblar.»
Capítulo siete:
El padecimiento es ya torturante, depende
de morfina, opio y otros medicamentos para paliarlo. Apenas come y duerme, no
posee fuerza suficiente para evacuar por sí solo, y han de ayudarlo sus dos
criados, lo que le hace sentir «el tormento de la inmundicia, la indignidad y
el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello».
«El convaleciente» de Carolus Duran.
Pero es aquí donde halla lo que va a ser
hasta su final su único consuelo: su criado Gerasim:
«(…) y sin mirar a Ivan Ilich –por lo
visto para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostro– se
acercó al orinal.
–Gerasim –dijo Ivan Ilich con voz débil.
Gerasim se estremeció, temeroso al
parecer de haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el
enfermo su cara fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a
despuntar un atisbo de barba.
–¿Qué desea el señor?
–Esto debe de serte muy desagradable.
Perdóname. No puedo valerme.
–Por Dios, señor –y los ojos de Gerasim
brillaron al par que mostraba sus brillantes dientes blancos–. No es apenas
molestia. Es porque está usted enfermo.
Y con manos fuertes y hábiles hizo su
acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano.
(…)
A partir de entonces Ivan Ilich llamaba
de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de
hablar con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena
gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y
la vitalidad de otras personas ofendían a Ivan Ilich; únicamente la energía y
la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.
El mayor tormento de Ivan Ilich era la
mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no
estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se
mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien
del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría
de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa
mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era
mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible
estado y se aprestaran –más aún, le obligaran– a participar en esa mentira. La
mentira –esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte– encaminada a
rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las
cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Ivan Ilich.
Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas
estuvo a un pelo de gritarles: “¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo
sé, que me estoy muriendo! ¡Con que al menos dejad de mentir!”. Pero nunca
había tenido arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible,
de su gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente
casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala
esparciendo un mal olor), resultando de ese mismo “decoro” que él mismo había
practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie
quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía
cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Ivan Ilich se sentía a gusto sólo
con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera
sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: “No se
preocupe, Ivan Ilich, que dormiré más tarde”. O cuando, tuteándole, agregaba:
“Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de
ajetreo?”. Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba
que comprendía como iban las cosas y que no era necesario ocultarlas, sino
sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Ivan
Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decirle:
–Todos tenemos que morir. ¿Por qué no
habría de hacer algo por usted? –expresando así que no consideraba oneroso su
esfuerzo porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo
propio por él cuando llegase su hora.»
Es el fragmento que me resultó más
intenso de la obra, e indudablemente uno de los más significativos.
Capítulo ocho:
«”Salió Pyotr. Al quedarse solo, Ivan
Ilich empezó a gemir, no tanto por el dolor físico, a pesar de lo atroz que
era, como por la congoja mental que sentía. “Siempre lo mismo, siempre estos
días y estas noches interminables. ¡Si viniera más deprisa! ¿Si viniera qué más
deprisa? ¿La muerte, la tiniebla? ¡No, no! ¡Cualquier cosa es mejor que la
muerte!”»
El estado de Ivan Ilich está en el albor
de lo crítico. Tras unas escenas de enorme sutileza social por parte de
Tolstói, de carácter sin embargo que no considero destacar para no reiterarme
en los mismos temas ya comentados, surge el siguiente fragmento, como para
rematar la indiferencia total en la propia familia:
«Después de comer, a las siete, entró en
la habitación Praskovya Fyodorovna en vestido de noche, con el seno realzado
por el corsé y huellas de polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su
marido que iban al teatro. (…) y la indumentaria de ella le ofendió, pero
disimuló su irritación cuando cayó en la cuenta de que él mismo había insistido
en que tomasen el palco (…).
Entró Praskovya Fyodorovna, satisfecha de
sí misma pero con una punta de culpabilidad. Se sentó y le preguntó como
estaba, pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse,
sabiendo que no había nada nuevo de que enterarse, y entonces empezó a hablar
de lo que realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que
habían tomado un palco e iban su hija y Hélène, así como también Pitrischev
(juez de instrucción, novio de su hija), y que de ningún modo podían éstos ir
solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él
debía seguir las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.
–¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio)
quisiera entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?
–Que entren.
Entró la hija, también con un vestido de
noche, con el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso
de él tanto sufrimiento le causaba. Y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana,
evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la
muerte porque estorbaban su felicidad.
Entró también Fyodor Petrovich vestido de
frac, con el pelo rizado à la Capoul, un cuello duro que oprimía el largo
pescuezo fibroso (…).
Tras él, y casi sin ser notado, entró el
colegial en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras,
cuyo significado Ivan Ilich conocía bien.
(…) Aparte de Gerasim, Ivan Ilich creía
que sólo Vasya le comprendía y compadecía.
Todos se sentaron y volvieron a
preguntarle cómo se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde
estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde
los habían puesto. Aquello fue desagradable.
(…)
Praskovya Fyodorovna agregó que había
estado especialmente bien en ese papel [una actriz]. La hija dijo que no.
Iniciose una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de
la actriz –conversación que es siempre la misma.
En medio de la conversación Fyodor
Petrovich moró a Ivan Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y
también guardaron silencio. Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos
brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar
aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo,
pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la
mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la
primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que
todos sentían se fue de la lengua.
–Pues bien, si vamos a ir ya es hora de
que lo hagamos –dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una tenue y
significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos
sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
Todos se levantaron, se despidieron y se
fueron.
Cuando hubieron salido le pareció a Ivan
Ilich que se sentía mejor: ya no había mentira porque se había ido con ellos,
pero se quedaba el dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más
ni menos penoso que antes. Todo era peor.
Una vez más los minutos se sucedían uno
tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar. Y lo
más terrible de todo era el fin inevitable.
–Sí, dile a Gerasim que venga –respondió
a la pregunta de Pyotr.»
Determinadas pinturas de Carolus Duran me transmiten la esencia de los personajes.
No sólo son sentimientos que, aunque
fuere en menor medida, han surcado a todos nosotros en alguna ocasión –la de
aparentar con tedio apenas disimulado algo que no se siente solo por mero
protocolo–, sino que se advierte el relevo: la hija va de camino a ser
exactamente lo mismo que su madre, igual que su novio será igual que el padre.
Es a lo que me he referido anteriormente: el mal se autoabastece.
Capítulo nueve:
Son páginas muy conmovedoras. Ivan Ilich
se halla completamente solo en la lúgubre, espinosa, fría senda unidireccional
hacia la muerte. Por primera vez se encuentra consigo mismo, debate, incluso
halla algunas respuestas. Se enfada con Dios. Quiere vivir, pero enseguida se
pregunta: ¿vivir para qué? Y comprende que lo único que ha hecho ha sido
desperdiciarla, que ha vivido lo que querían los demás por y para él, que ha
sido un ocioso bobo, un neto mecanismo de vanidad más. Lo único que tiene
brillo en su pasado radica en su infancia, que es el único punto luminoso al
fondo de un túnel oscuro e inhóspito, que acaba con el gélido vacío de la
muerte inminente. Toma conciencia de la vida no vivida.
Su vida fue una continua línea
descendente. Ya no quiere esa vida, pero quiere vivir; mas no sabe cómo vivir
de otra manera. Aún con todo, es tan avanzada su decadencia espiritual que
sigue tratando de agarrarse a las excusas, no termina de admitir que sus
decisiones han sido todas erróneas y nocivas:
«Pero por mucho que preguntaba no daba
con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la
noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la
rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea.»
Capítulo diez:
«Pasaron otros quince días. Ivan Ilich ya
no se levantaba del sofá. No quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con
la cara vuelta casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores
incesantes y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble:
“¿Qué es esto? ¿De veras que es la muerte?”. Y la voz interior le respondía:
“Sí, es verdad”. “¿Por qué estos padecimientos?” Y la voz respondía: “Pues
porque sí”. Y más allá de esto, y salvo esto, no había otra cosa.»
«(…) Y el ejemplo de una piedra que caía
con velocidad creciente apareció en su conciencia. La vida, serie de crecientes
sufrimientos, vuela cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento
más horrible.»
«”La resistencia es imposible –se dijo–.
¡Pero su pudiera comprender por qué! Pero eso, también, es imposible. Se podría
explicar si pudiera decir que no he vivido como debía. Pero es imposible
decirlo”.»
Pasa revista a su pasado de manera
continua, pero siguen interrumpiéndole constantemente debates existencialistas
y, por supuesto, el dolor agudo y el almizcle de la muerte.
Capítulo once:
«Praskovya Fyodorovna empezó a hablarle
de las medicinas, pero él volvió los ojos hacia ella y esa mirada –dirigida
exclusivamente a ella– expresaba un rencor tan profundo que Praskovya
Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido.
–¡Por los clavos de Cristo, déjame morir
en paz! –dijo él.
Ella se dispuso a salir, pero en ese
momento entró la hija y se acercó a dar los buenos días. Él miró a la hija
igual que había mirado a la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud
contestó secamente que pronto quedarían libres de él. Y las dos mujeres
callaron, estuvieron sentadas un ratito y se fueron.
–¿Tenemos nosotras la culpa? –preguntó
Liza a su madre–. ¡Es como si nos la echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué
nos atormenta así?»
«Era cierto lo que decía el médico, que
los dolores de Ivan Ilich debían de ser atroces; pero más atroces que los
físicos eran los dolores morales, que eran su mayor tormento.
Esos dolores morales resultaban de que
esa noche, contemplando el rostro somnoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos
salientes, se le ocurrió de pronto: “¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha
sido de hecho lo que no debía ser?”
Se le ocurrió ahora que lo que antes le
parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la
debería haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus
tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta
posición social consideraba bueno –tentativas casi imperceptibles que había
rechazado inmediatamente– hubieran podido ser genuinas y las otras falsas. Y
que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses
sociales y oficiales… todo eso podía haber sido fraudulento. Trataba de
defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta de la
debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.»
Se ve reflejado en la estúpida hipocresía
de su propia familia. Finalmente ha reconocido que todo ha sido en vano, que se
ha equivocado a todo punto. Surge un momento de esperanza cuando comulga, con
lágrimas en los ojos, ante un sacerdote; pero mira a su mujer y la oscuridad
vuelve a cernirse sobre él.
Capítulo doce:
«A partir de ese momento empezó un
aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no
era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en el que
contestó a su mujer, Ivan Ilich comprendió que estaba perdido, que no había
retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas
estaban sin resolver, seguían siendo dudas.»
Tendría que transcribir el resto de este
capítulo final porque es la conclusión perfecta. Aunque, curiosamente, no siento
que deba hacerlo. Ivan Ilich sufre embutido hacia la muerte, pero el
sufrimiento es más intenso en la medida en que no termina de admitir su error,
hecho que le impide albergar la paz en su conciencia.
Finalmente conoce la compasión, la
empatía. Reconoce su error, incluso perdona a su familia; siente que debe
marchar. Ve una luz al final, y se alegra, se relaja. Acaba de perder todo
rastro de vanidad ante semejantes fuerzas. Lo reconoce, lo ve claro:
«–¡Éste es el fin! –dijo alguien a su
lado.
Él oyó estas palabras y las repitió en su
alma. “Éste es el fin de la muerte –se dijo–. La muerte ya no existe”.»
Lev Tolstói en 1882.
Conclusiones:
Creo que Tolstói no eligió el mejor título. La muerte es sólo el contexto preciso, el único capaz de forzar al protagonista a llegar a las conclusiones correctas. La interiorización de la muerte inminente es un tema importante, pero lo es mucho más la toma de conciencia de la vida mal vivida.
También, por supuesto, una crítica feroz contra la convenciones sociales, un quitarle la careta a la miseria de la sociedad occidental: de un burro soberbio varón y su parasitaria hipócrita "mujer"; de su insensible ameba "hija", de los egoístas hienas "amigos", desvergonzados hasta la más pesarosa crueldad.
Que no nos confunda, pues, el título: «La muerte de Ivan Ilich» va mucho más allá. De hecho, hasta casi la mitad viene a ser un resumen efectivo de lo que ya denunciara Tolstói en su «Sonata a Kreutzer».
La sociedad es un mal que se autoabastece: los que siguen esa línea decadente y corrosiva son premiados: ascienden en el escalafón; los que reniegan son despreciados, humillados, desdeñados.
He de destacar la imagen en la que, en su terrible soledad, en su implacable tribulación agónica, es su criado el único que muestra honestidad y humanidad con él.
El resto sólo seres soberbios que no ven más allá de sus narices, imbéciles a todo punto, ignorantes superlativos, frívolos y superficiales hasta la arcada, fanáticos del materialismo, la autocomplacencia, la falsa "virtud".
Toda una muestra de la espiritualidad que no poseemos. Es, insistiendo, un relato maestro sobre la muerte, pero antes que eso, sobre la vida mal vivida.