jueves, 11 de septiembre de 2014

«La muerte de Ivan Ilich» de Tolstói.

El tormentoso enfrentamiento de un hombre contra su inexorable muerte le hará descubrir por el camino la manera en que ha desperdiciado su tiempo

Antes de nada...

Este libro de apenas cien páginas ha suscitado en mí la necesidad de realizar un análisis muy largo (diecisiete páginas de Word) por todas las reflexiones, paralelamente afines a mí; por la tremenda visión de la muerte, la necesidad subyugante de echar cuentas, hacer balance, admitir los fracasos, lo nimio y voluble de la existencia. Así, estoy satisfecho por el nivel de detalle que he creído alcanzar –cosa suicida en libros igual de poderosos pero mucho más largos– y será difícil se repita. El inconveniente, claro, es que ello no invitará a muchos precisamente a la lectura de la entrada. Aclaro que la mitad son fragmentos relevantes de la obra recogidos a modo de ejemplo y que he ido comentando poco a poco: es este el procedimiento del análisis. Estos fragmentos, por sí quiera el lector saltárselos, están claramente delimitados con un símbolo "«" señalando el inicio y el correspondiente "»" en su final.

Habiendo dicho esto, creo que es pertinente avise que puede llegar a no ser recomendable pasar por el análisis sin haber leído la obra. Está claro que el título ya es el mayor spoiler posible, y que lo que aquí se discute son más que nada temas existenciales y sociales, pero aún así prefiero recomendar al lector que antes de nada emprenda la lectura por sí solo. Pueden leerse los dos primeros párrafos, en los que hago un compendio, así como la conclusión expuesta como siempre al final de la entrada –después de la imagen de Tolstói–, que se leen en un minuto.

Estas dos secciones señaladas como aptas para leer en cualquier caso suplirán la necesidad de remarcar las líneas importantes –como sí he hecho en otras entradas–.

La primera imagen corresponde a la versión de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

En la historia de la literatura se pueden sacar cientos de clásicos. Sin embargo, esas obras maestras, insuperables en su estilo, son sin duda más escasas. Para mí, «La muerte de Ivan Ilich» entra dentro de esos clásicos maestros, de esas lecturas que cambian o matizan poderosamente la representación que el lector se hace del mundo. En sus escasas cien páginas, Tolstói sintetiza el craso error del falso bienestar en el ascenso entre convencionalismos sociales; luego la visión cada vez más ineludible de la muerte; a continuación la noción de una vida mal vivida, desperdiciada; finalmente la asimilación de la muerte, la redención, la aceptación de las culpas, la luz al final del angustioso túnel en el que a él –como a todos más tarde o más temprano– avanza embutido en un padecimiento físico que es sólo una sombra de la agonía espiritual, de la terrible tribulación que no acepta contestación: pues hay preguntas que no asumen respuesta alguna.

Creo que es justo que vaya capítulo a capítulo –pues Tolstói avanza muy convenientemente y marcando un ritmo en el que cada sección corresponde a una determinada fase del trance–, destacando los fragmentos del texto que puedan resumir bien su esencia. Ante un análisis tan prolongado, y los numerosos textos transcritos, es conveniente alertar al lector que, si bien no malogran una lectura tan poderosa, subrayo que yo no aconsejo que lea a partir de aquí hasta que no termine el libro y así pueda contrastar sus propias conclusiones con las mías expuestas.



Edición 2011 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Capítulo uno:

Sucede el funeral de Ivan Ilich. Se muestra la indiferencia que hay en la conciencia de lo que supuestamente son sus amigos, su mujer, incluso su hija. Nadie siente verdadera lástima por Ilich, sólo se ven empujados tediosamente a un convencionalismo en el que obligatoriamente hay que guardar las formas. Es una verdadera procesión de inanes más insectos que humanos, una muestra inclemente de lo que muchos occidentales, en mayor o menor medida, albergan en su interior. Podemos decir: «¡Qué gente más insensible!», como si fuera un antojo del autor, como si fuera algo ajeno a nosotros. No, esa insensibilidad es característicamente occidental, no seamos hipócritas. ¿Se dará cuenta el lector que los mismos personajes no piensan en ningún momento que puedan ser “insensibles”, egoístas? ¿Qué ni siquiera se lo plantean, que incluso creen que están cumpliendo virtuosamente por el hecho de asistir, que al fingir sus gestos ellos mismos, en su enfermedad incurable, los toman por casi verdaderos? ¿Qué de hecho se sienten, como si fuera perfectamente lícito, un poco “protagonistas” del funeral de otra persona? ¿Qué esa frivolidad es muy propia del hombre de nuestros días también?

La mujer, Praskovya Fyodorovna, supone por parte de Tolstói todo un alegato antifeminista. De hecho, el aburrimiento que pasé durante la primera mitad del libro fue a razón de que, aparte de la leve indignación rayana en indiferencia que me suscitan seres tan mezquinos y a los que tengo tan calados, es un efectivo compendio –menos trágico y más objetivo, dentro de la “mesa de trabajo”– de lo que el autor ya denunciara en su «Sonata a Kreutzer». Es todo lo más repugnante que se puede albergar: parasitismo, despotismo, hipocresía, victimismo oportunismo, manipulación, interés pecuniario, insensibilidad total, injusticia, criterio obtuso dependiente del ego más ruin y simplón…; la apariencia ante todo (y, de hecho, nada más que eso). He aquí la muestra (larga, pero no tiene pérdida):


«Volvió a sacar el pañuelo como si estuviera a punto de llorar, pero de pronto, como sobreponiéndose, se sacudió y empezó a hablar con calma:
–Hay algo, sin embargo, de lo que quiero hablarle.
Pyotr Ivanovich se inclinó, pero sin permitir que se amotinasen los muelles de la otomana, que ya habían empezado a vibrar bajo su cuerpo.
–En estos últimos días ha sufrido terriblemente.
–¿De veras? –preguntó Pyotr Ivanovich.
–¡Oh, sí, terriblemente! Estuvo gritando sin cesar, y no durante minutos, sino durante horas. Tres días seguidos estuvo gritando sin parar. Era intolerable. No sé como he podido soportarlo. Se le podía oír con tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido!
–¿Pero es posible que estuviera consciente durante ese tiempo? –preguntó Pyotr Ivanovich.
–Sí –murmuró ella–. Hasta el último momento. Se despidió de nosotros un cuarto de hora antes de morir y hasta dijo que nos lleváramos a Volodya de allí.
El pensar en los padecimientos de un hombre a quien había conocido tan íntimamente, primero como chicuelo alegre, luego como condiscípulo y más tarde, ya crecido, como colega, horrorizó de pronto a Pyotr Ivanovich, a pesar de tener que admitir con desgana que tanto él como esa mujer estaban fingiendo. Volvió a ver esa frente y esa nariz que hacía presión sobre el labio, y tuvo miedo.“¡Tres días de horribles sufrimientos y luego la muerte! ¡Pero si eso puede ocurrirme también a mí de repente, ahora mismo!”, pensó, y durante un momento quedó espantado. Pero en seguida, sin saber por qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había pasado a Ivan Ilich y no a él, que eso no debería ni podría pasarle a él, y que pensar de otro modo sería dar pie a la depresión, cosa que había que evitar, como demostraba claramente el rostro de Schwartz. Y habiendo reflexionado de esa suerte, Pyotr Ivanovich se tranquilizó y empezó a pedir con interés detalles de la muerte de Ivan Ilich, no más ni menos que si esa muerte hubiera sido un accidente propio sólo de Ivan Ilich, pero en ningún caso de él.
Después de dar varios detalles acerca de los dolores físicos realmente horribles que había sufrido Ivan Ilich (detalles que Pyotr Ivanovich pudo calibrar sólo por su efecto en los nervios de Praskovya Fyodorovna), la viuda al parecer juzgó necesario entrar en materia.
–¡Ay, Pyotr Ivanovich, qué angustioso! ¡Qué terriblemente angustioso, qué terriblemente angustioso!– Y de nuevo rompió a llorar.
Pyotr Ivanovich suspiró y aguardó a que ella se limpiase la nariz. Cuando lo hizo, dijo él:
–Créame… –y ella empezó a hablar otra vez de lo que claramente era el asunto principal que con que quería ventilar, a saber, cómo podría obtener dinero del fisco con motivo de la muerte de su marido. Praskovya Fyodorovna hizo como si pidiera a Pyotr Ivanovich consejo acerca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en sus más ínfimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella ya sabía todo lo que se le podía sacar al disco a consecuencia de esa muerte; y que lo que quería saber era si se le podía sacar más. Pyotr Ivanovich trató de pensar en algún medio para lograrlo, pero tras dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al gobierno por su tacañería, dijo que, a su parecer, no se podía obtener más. Entonces ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse de su visitante.»




Determinadas pinturas de Carolus Duran me transmiten la esencia de los personajes.



Es un mundo en el que sólo se busca el placer. Toda referencia al sufrimiento y la injusticia que subyace en la vida, en nuestra sociedad, que en caso de admitirlo nos adentraría en la pesarosa tribulación, que nos obligaría a abandonar nuestro lamentable bienestar en pos de dilucidar para aportar en un bien mayor, justo y necesario; todo ello, al contrario, nos espanta, nos resulta fastidioso, queremos apartarlo cuanto antes, sólo lo tratamos brevemente, cínicamente, y porque lo exige el propicio decoro de determinados protocolos. Hablo del bienestar como única aspiración que subyace en la perspectiva vital de nuestra sociedad; el esfuerzo por el dinero es, en verdad, porque nos compensa tanto la comodidad que nos producirá como lo bien que nos sentimos siguiendo la corriente, ascendiendo en ella, siendo elogiado por los mismos necios que la componen –ello, en verdad, nos quita de paso cualquier sentimiento de culpabilidad–.

Incluso en los temas, de hecho, de manera especial en ellos, en los que hemos de mostrar nuestra humanidad de la manera más honesta, nos creemos, sin embargo, un poco protagonistas de la escena, hallamos una oportunidad para cumplir el protocolo («Que no se diga; qué cumplidor soy») y adornarnos en el proceso («Unas cuantas palabras de condolencia no sentidas, preguntar por el muerto como si de verdad me importara, exponer cara seria o lamentada aunque en el fondo nuestro ánimo sea el mismo de siempre»); pero en vez de, al menos, admitir interiormente nuestra falsedad, tomamos nuestra cínica afectación como verdad y nos creemos que, incluso, somos gente “compasiva”, “afable”, “dedicada”, “cumplidora”. Y en el fondo no hacemos más que esperar que la otra persona nos cumpla también a nosotros el favor de dar imagen cuando surja en el futuro. Incluso se le echa un poquito la culpa al muerto porque nos “pida” el esfuerzo de dedicar un penoso tiempo para él, en el fondo pensamos «Porque es lo que se supone que hay que hacer por un compañero y, sobre todo, porque no quiero que se hable mal de mí, que si no…»

Así son muchos –o algunos si somos afortunados o buenos seleccionando– de nuestros “amigos” –aunque en el fondo nosotros también lo sabemos– que vienen a ser un fiel reflejo de nosotros mismos. Así son muchas de nuestras “esposas”, y de nuestros “hijos”, y de nuestros “maridos”. Pero podemos seguir engañándonos, claro que sí, igual que en el XIX estamos en el XXI en este aspecto, y así seguiremos hasta que el asunto no se colapse por su propio peso insostenible. Lo que más me desespera es que, siendo algunos tan necios, mezquinos, superficiales, se convenzan a sí mismos al resto que son, en cambio, “ilustrados”, “compasivos”, “sociables”, “templados”.


Capítulo dos:

Describe la vida de Ivan Ilich, de cómo llego a lo que terminó siendo (que se puede deducir leyendo lo anterior). Destaco el fragmento en el que se produce el matrimonio fatal (no sólo para los propios esposos que quedan condenados sino que, especialmente, para los propios hijos, igualmente maldecidos con semejantes inútiles de progenitores), que, se quiera o no admitir, asola nuestras sociedades. El miedo a la soledad –de sufrir, de reflexionar, de hacerse un «uno» a la altura de sí mismo– y la necesidad instintiva de “cumplir” con lo que el resto espera de nosotros, con la falsa tranquilidad de los convencionalismos, de lo que se “supone” que hay que hacer y ser a determinada edad. Y como todo el mundo se tira por el precipicio, y de hecho les molesta que el resto no lo haga también –no fracase como ellos–, tal es su vanidad monstruosa, pues lo hacen con una sonrisa en el rostro. ¿Se ha visto lo mucho que se critica, se ridiculiza a los solteros, a los que no van a fiestas, a los que viven de una manera distinta, a los que se divierten con menesteres de minorías? Porque les tenemos envidia, porque son más originales, acaso también más personales, más carismáticos, más visionarios. Porque tienen más voluntad y entereza que nosotros. Y, en cualquier caso, la vanidad del resto sólo nos repugna cuando desagrada a nuestra propia vanidad. Ahí va:


«Al cabo de dos años de vivir en la nueva ciudad, Ivan Ilich conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya Fyodorovna Mihel era la muchacha más atractiva y brillante del círculo que él frecuentaba. Y entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo judicial Ivan Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella.
(…) Así pues, de cuando en cuando, al final de una velada, bailaba con Praskovya Fyodorovna, y fue sobre todo durante esos bailes cuando la conquistó. Ella se enamoró de él. Ivan Ilich no tenía intención clara y precisa de casarse, pero cuando la muchacha se enamoró de él se dijo a sí mismo: “Al fin y al cabo, ¿por qué no casarme?”
Praskovya Fyodorovna, de buena familia hidalga, era bastante guapa y tenía algunos bienes. Ivan Ilich hubiera podido aspirar a un partido más brillante, pero incluso éste era bueno. Él contaba con su sueldo y ella –así lo esperaba él– tendría ingresos semejantes. Buena familia, ella simpática, bonita y perfectamente honesta. Decir que Ivan Ilich se casó por estar enamorado de ella y encontrar que ella simpatizaba con su noción de vida habría sido tan injusto como decir que se había casado porque el círculo social que frecuentaba daba su visto bueno a esa unión. Ivan Ilich se casó por ambas razones: sentía sumo agrado en adquirir semejante esposa, a la vez que hacía lo que consideraba correcto sus más empingorotadas amistades.
Y así, pues, Ivan Ilich se casó.
Los preparativos para la boda y el comienzo de la vida matrimonial, con caricias conyugales, el flamante mobiliario, la vajilla nueva, la nueva lencería… todo ello transcurrió muy gustosamente hasta el embarazo de su mujer; tanto así que Ivan Ilich empezó a creer que el matrimonio no sólo no perturbaría el carácter cómodo, placentero, alegre y siempre decoroso de su vida, aprobado por la sociedad y considerado por él como natural, sino que, al contrario, lo acentuaría. Pero he aquí que, desde los primeros meses del embarazo de su mujer, surgió algo nuevo, inesperado, desagradable, penoso e indecoroso, imposible de comprender y evitar.
Sin motivo alguno, en opinión de Ivan Ilich, su mujer comenzó a perturbar el placer y decoro de su vida. Sin razón alguna comenzó a tener celos de él, le exigía atención constante, le censuraba por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas enojosas y groseras.
Al principio Ivan Ilich esperaba zafarse de lo molesto de tal situación por medio de la misma fácil y decorosa relación con la vida que tan bien le había servido anteriormente: trató de no hacer caso de la disposición de ánimo de su mujer, continuó viviendo como antes, ligera y agradablemente, invitaba a los amigos a jugar a las cartas en su casa y trató asimismo de frecuentar el club o visitar a sus conocidos. Pero un día su mujer comenzó a vituperarle con tal brío y palabras tan soeces, y siguió injuriándole cada vez que no atendía a sus exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta que él cediese, o sea, hasta que se quedase en casa víctima del mismo aburrimiento que ella sufría, que Ivan Ilich se asustó. Ahora comprendió que el matrimonio –al menos con una mujer como la suya– no siempre contribuía a fomentar el decoro y la amenidad de la vida, sino que, al contrario, estorbaba el logro de ambas cualidades, por lo que era preciso protegerse de semejante estorbo.»


No voy a analizar más este punto de lo dicho arriba. Es un tema que trataré de expandir en el análisis de «La sonata aKreutzer». Está claro, de todos modos, que, como nos enlazamos con nuestros espejos, resulta que al final suele suceder en una cultura tan decadente que nunca nadie quiere lo suficiente a nadie. Y, en este caso, ni aún delante de la muerte, de lo irreversible. Lo peor es que este comportamiento es legado a los hijos, que terminan por cometer muchas veces los mismos errores, siendo la rueda inevitable e intratable:


«Con el nacimiento de un niño, los intentos de alimentarlo debidamente y los diversos fracasos en conseguirlo, así como con las dolencias reales e imaginarias del niño u la madre en las que se exigía la compasión de Iban Ilich –aunque él no entendía ni pizca de ello–, la necesidad que sentía éste de crearse una existencia fuera de la familia se hizo aún más imperiosa.
A medida que su mujer se volvía más irritable y exigente, Ivan Ilich fue desplazando su centro de gravedad de la familia a su trabajo oficial. Se encariñaba cada vez más con ese trabajo y acabó siendo aún más ambicioso que antes.»


A raíz de este fragmento quiero comentar algo fundamental. Hubo un momento en el que la sociedad pareció distinguir un error: «La mujer está condenada a quedarse en casa limpiando y cuidando a los niños.» Así que todo el mundo se puso a trabajar. No se pensó más allá: «Alguno de los dos debe cuidar y educar al hijo en su etapa más vital, no dejarle solo en casa pegado a una pantalla de leds.»


«(…) Requería de la vida familiar únicamente aquellas comodidades que, como la comida casera, el ama de casa y la cama, esa vida podía ofrecerle y, sobre todo, el decoro en las formas externas que la opinión pública exigía. En todo lo demás buscaba deleite y contento, y quedaba agradecido cuando los encontraba; pero si tropezaba con resistencia y refunfuño retrocedía en el acto al mundo privativo y enclaustrado de su trabajo oficial, en el que hallaba satisfacción.»


¿Y la soberbia infantil, ridícula, cínica que nos asola?


«Lo más importante, sin embargo, era que contaba con su trabajo oficial [juez], y con sus funciones judiciales se centraba ahora todo el interés de su vida. La conciencia de su poder, la posibilidad de arruinar a quien se le antojase, la importancia, más aún, la gravedad externa con que entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de sus subordinados, si éxito con sus superiores e inferiores y, sobre todo, la destreza con que encauzaba los procesos, de la que bien se daba cuenta, todo ello le procuraba sumo deleite y llenaba su vida, sin contar los coloquios con sus colegas, las comidas y el whist.»


«(…) y a esas personas las trataba cortésmente, caso como a camaradas, como haciéndoles creer que, siendo capaz de aplastarlas, las trataba sencilla y amistosamente. Pero ahora, como juez de instrucción, Ivan Ilich veía que todas ellas ­–todas ellas sin excepción–, incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus manos, y que con sólo eso escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto membrete tal o cual individuo importante y engreído sería conducido ante él en calidad de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se sentase lo tendría de pie contestando a sus preguntas. Ivan Ilich nunca abusó de tales atribuciones, muy al contrario, trató de suavizarlas; pero la conciencia de poseerlas y la posibilidad de suavizarlas constituían para él el interés cardinal y atractivo de su nuevo cargo.»


Más claro agua.


Capítulo tres:

A pesar de su buena posición, y que varios de sus hijos perecieron por enfermedad, deciden que es mejor vivir por encima de sus posibilidades. Tras ser descartado en una ascenso, se enfurruña con la gravedad aparente de un adulto insultado pero con la bagatela del más vanidoso de los niños. Ya no quiere trabajar de tal o cual, quiere cualquier trabajo que supere los cinco mil rublos de ingresos. El movimiento por la más fútil ambición, por el mero interés: no por la pasión ni la necesidad de mejorar en algo al mundo. Sin embargo, es a lo primero, a la mayor de las estupideces, lo que la sociedad llama “progresar”. ¡Ea, incluso “triunfar”! Y lo contrario, claro, “fracasar”. Impresionante.



Determinadas pinturas de Carolus Duran me transmiten la esencia de los personajes.


Pero en este punto, aún, tendrá suerte. Sucede la escena típica en la que se compra y decora una casa mejor; no se preocupan ni de su relación, ni de su vida, ni de sus propios hijos: pero jamás han prestado tanta atención como a la hora de amueblar la casa, de repente tienen un objetivo en común. Y la adornan para que parezca que son más ricos de lo que son; a ellos, en cambio, les parece original, sin siquiera pensar que todos los de su posición hacen siempre lo mismo. En el proceso se golpea en el costado cayéndose de una escalera de mano; al parecer ahí se inicia la dolencia que le arrastrará a la defunción.


«Quedó sumamente contento cuando fue a recibir a su familia a la estación y la llevó al nuevo piso, ya todo lo dispuesto e iluminado, (…), la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite. Los condujo a todas partes, absorbiendo ávidamente sus alabanzas y rebosando de gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya Fyodorovna le preguntó entre otras cosas por su caída, él rompió a reír y les mostró en pantomima cómo había salido volando y asustado al tapicero.
–No en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo sólo me di un golpe aquí… mirad. Me duele cuando lo toco, pero ya va pasando… No es más que una contusión.»


El leal amor al materialismo frente al descuido total de lo verdaderamente importante:


«Al principio estuvo de buen humor, aunque a veces se irritaba un tanto a causa precisamente del nuevo alojamiento. (Cualquier mancha en el mantel, o en la tapicería, cualquier cordón roto de persiana, le sulfuraban; había trabajado tanto en la instalación que cualquier desperfecto le acongojaba). Pero, en general, su vida transcurría como, según su parecer, la vida debía ser: cómoda, agradable y decorosa.»


¿Se dan cuenta de que sólo se preocupa de sí mismo? ¿Qué los demás sólo son dignos de atención en la medida en la que sacien o potencialmente puedan saciar sus mezquinas apetencias? ¿Qué todo esto sucede desde todos los ángulos a modo de misma retribución miserable? ¿Qué los hijos crecen solos y, de adultos, ya se han convencido que sólo ellos habitan el mundo, que sólo ellos importan?


«(…) leía a veces un libro del que a la sazón se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de testigos y aplicarles la ley correspondiente. Este trabajo no era ni aburrido ni divertido. Le parecía aburrido cuando hubiera podido estar jugando a las cartas, pero si no había partida, era mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su mujer.»


Y no se exagera cuando se colocan a la mayoría de los matrimonios a poco más que el siguiente marco lamentable, ruin, apestoso. ¿Por qué? Por ser tan inepto como lo que estamos describiendo:


«Y la disputa surgió cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco rublos. La querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamó “imbécil mentecato”; y él se agarró la cabeza con las manos y en un arranque de cólera hizo alusión al divorcio.»


Y termina ocurriendo la simbiosis de la vanidad:


«En lo tocante a la opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un sinfín de carantoñas, se metían volando en la sala de los platos japoneses en las paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin.»


Es un error ver esto como algo lejano a nosotros: está a la orden del día.


Capítulo cuatro:

La molestia del costado va en aumento, y se mezcla con un mal sabor en la boca. Esto provoca en él un mal humor que le suscita sus declaraciones más injustas, biliosas, infantiles. Hasta el punto que, como en casi cualquier matrimonio –o estupidez convenida entre dos estúpidos, para ser más precisos– al fin y al cabo:


«Las disputas entre marido y mujer iban siendo cada vez más frecuentes, y pronto dieron al traste con el deshago y deleite de esa vida. Aun el decoro mismo sólo a duras penas pudo mantenerse. Menudearon de nuevo los dimes y diretes. Sólo quedaban, aunque cada vez más raros, algunos islotes en que marido y mujer podían juntarse sin dar ocasión a un estallido.»


«Y Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora, y no sin fundamento, de que su marido tenía muy mal genio. Con su típica propensión a exagerar las cosas decía que él había tenido siempre ese genio horrible y que sólo la buena índole de ella había podido aguantarlo veinte años. (…) considerando que su moderación tenía muchísimo mérito. Habiendo llegado a la conclusión de que Ivan Ilich tenía un genio atroz y era la causa de su infortunio, empezó a compadecerse de sí misma; y cuanto más se compadecía, más odiaba a su marido. Empezó a desear que se muriera, a la vez que no quería su muerte porque en tal caso cesaría su sueldo; y ello aumentaba su irritación contra él. Se consideraba terriblemente desgraciada porque ni siquiera la muerte de él podía salvarla, y aunque disimulaba su irritación, ese disimulo acentuaba aún más la irritación de él.»


Tolstói incide nuevamente en los improductivos convencionalismos productos de la bobería más infantil y de la soberbia más mezquina cuando, finalmente, acude al médico:


«Todo sucedió como lo había esperado; todo sucedió como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se daba el médico –que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él se daba en el juzgado–, la palpitación, la auscultación, las preguntas que exigían respuestas conocidas de antemano y evidentemente innecesarias, el semblante expresivo que parecía decir que “si usted, veamos, se somete a nuestro tratamiento, lo arreglaremos todo; sabemos perfecta e indudablemente cómo arreglarlo todo, siempre y del mismo modo para cualquier persona”. Lo mismísimo que en el juzgado. El médico famoso se daba ante él los mismos aires que él, en el tribunal, se daba ante un acusado.
(…) Para Ivan Ilich sólo había una pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista era una pregunta ociosa que no admitía discusión; lo importante era decidir qué era lo más probable: si riñón flotante, o catarro crónico o apendicitis. No era cuestión de la vida o muerte de Ivan Ilich, sino de si aquello era un riñón flotante o una apendicitis.»


Tras un diagnóstico ambiguo en el que el médico muestra una gravedad, frialdad y desdén que tanto le recordaban a Ivan Ilich a sí mismo en el juzgado, procesando y admitiendo o no preguntas, resuelve que se puede dilucidar según sus palabras que el médico sospecha de algo grave. Al volver a casa, por supuesto:


«Llegó a casa y empezó a contar a su mujer lo ocurrido. Ella le escuchaba, pero en medio del relato entró la hija con el sombrero puesto, lista para salir con su madre. La chica se sentó a regañadientes para oír la fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre tampoco le escuchó hasta el final.
–Pues bien, me alegro mucho –dijo la mujer–. Ahora pon mucho cuidado en tomar la medicina con regularidad. Dame la receta y mandaré a Gerasim a la botica –y fue a vestirse para salir.
“Bueno –se dijo él–. Quizá no sea nada al fin y al cabo.”»


Las continuas excusas ante la propia incapacidad, que empujan a echar las culpas a los demás o al supuesto “infortunio”; no aceptando la realidad, evadiendo el problema principal, que radica en su actitud, en sus formas de vida, en su juicio, evadiendo así respuestas que podrían decir la verdad, la incómoda verdad:


«(…) Ahora, sin embargo, cada tropiezo le trastornaba y le sumía en la desesperación. Se decía: “Hay que ver: ya iba sintiéndome mejor, la medicina empezaba a surtir efecto, y ahora surge este maldito infortunio, o este incidente desagradable…” Y se enfurecía contra ese infortunio o contra las personas que habían causado el incidente desagradable y que le estaban matando, porque pensaba que esa furia le mataba, pero no podía frenarla. Hubiérase podido creer que se daría cuenta de que esa irritación contra las circunstancias y las personas agravaría su enfermedad y que por lo tanto no debería hacer caso de los incidentes desagradables; pero sacaba una conclusión enteramente contraria: decía que necesitaba sosiego, vigilaba todo cuanto pudiera estorbarlo y se irritaba ante la menor violación de ello.»


Se agrava la enfermedad, mas la indiferencia del entorno es inmutable:


«(…) El dolor del costado le atormentaba, parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de boca se hizo cada vez más extraño. Le parecía que su aliento tenía un olor repulsivo, a la vez que notaba pérdida apetito y debilidad física. Era imposible engañarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y creían que todo en este mundo iba como de costumbre. Eso era lo que más atormentaba a Ivan Ilich. Veía que las gentes de casa, especialmente su mujer y su hija –quienes se movían en un verdadero torbellino de visitas–, no entendían nada de lo que pasaba y se enfadaban porque se mostraba tan deprimido y exigente, como si él tuviera la culpa de ello. Aunque trataban de disimularlo, él se daba cuenta de que era un estorbo para ellas y que su mujer había adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a despecho de lo que él dijera o hiciese. Esa actitud era la siguiente:
–¿Saben ustedes? –decía a sus amistades–. Ivan Ilich no hace lo que hacen otras personas, o sea, atenerse rigurosamente al tratamiento que le han impuesto. Un día toma sus gotas, come lo que le conviene y se acuesta a la hora debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a la mira, se olvida de tomar la medicina, come esturión –que le está prohibido– y se sienta a jugar a las cartas hasta las tantas.
–¡Vamos, anda! ¿Y eso cuando fue? –decía Ivan Ilich enfadado–. Sólo una vez, en casa de Pyotr Ivanovich.
(…)
La actitud evidente de Praskovya Fyodorovna, (…) era la de que éste tenía la culpa de su propia enfermedad, con la cual imponía una molestia más a su esposa.»


«En los tribunales Ivan Ilich notó, o creyó notar, la misma extraña actitud hacia él: a veces le parecía que la gente le observaba como a quien pronto dejaría vacante su cargo. A veces también sus amigos se burlaban amistosamente de su aprensión, como si la cosa atroz, horrible, inaudita, que llevaba dentro, la cosa que le roía sin cesar y le arrastraba irremisiblemente hacia Dios sabe dónde, fuera tema propicio a la broma.»


«(…) Ivan Ilich se quedó solo, con la conciencia de que su vida estaba emponzoñada y emponzoñaba la vida de otros, y de que esa ponzoña no disminuía, sino que penetraba cada vez más en sus entrañas.»


«(…) Y vivir así, solo, al borde del abismo, sin que nadie le comprendiese ni se apiadase de él.»


Capítulo cinco:

Aquí la enfermedad de Ivan Ilich se muestra ya bastante avanzada, su aspecto ha cambiado ostensiblemente: ha adelgazado, su rostro está demacrado, sus pupilas vacías. Trata de pensar en los ambiguos pronósticos de los médicos, y los rumia constantemente para mantener la mente ocupada; elude inconscientemente cualquier pensamiento tenebroso.

Cierta condescendencia ignorante de su propio cinismo comienza a hacerse patente en el trato para con él de esposa. Como el sabe la mezquindad y falsedad que Praskovya Fyodorovna acarrea en el ánimo, siente una repulsa casi instintiva:


«–¿Adónde vas, Jean? –Preguntó su mujer con expresión especialmente triste y acento insólitamente bondadoso.
Ese acento insólitamente bondadoso le irritó. Él la miró sombríamente.»


«–¿Sabes, Jean? Me parece que debes pedir a Leschetitski que venga a verte aquí.
Ello significaba solicitar la visita del médico famoso sin cuidarse de los gastos. Él sonrió maliciosamente y dijo: “No”. Ella permaneció sentada un ratito más y luego se acercó a él y le dio un beso en la frente.
Mientras ella le besaba, él la aborrecía de todo corazón; y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarla de un empujón.»


Ante la evidencia de su deterioro implacable, no puede sino dar inicio a dejar las fantasías a un lado, y la muerte empieza a aparecer a paso firme en su conciencia. No termina de admitirlo, pero algo salido de una fría lógica –que es casi ajena a él mismo todavía– le advierte por lo bajo: «Te mueres».


Capítulo seis:

La ajenidad que siente hacia algo tan grave y palmario como su propia muerte lo sintetiza Tolstói en la conciencia de Ivan Ilich de manera completamente efectiva y real. Veamos como identificamos como “concreto” aquello que le atiene y que por tanto es de utilidad, y “abstracto” aquellos elementos que su vanidad no reconoce, haciéndolos ajenos:


«Ivan Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía comprenderla.
El silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter:
“Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal”, le había parecido legítimo únicamente en relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo –ser humano en abstracto– fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmados de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como la que él presidía?
Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero “en mi caso –se decía–, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich, con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. Y no es posible que tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible”.
Así se lo figuraba.
“Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! –se dijo–. ¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?”.
Y no podía entenderlo Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y correctos. Pero aquel pensamiento –y más que un pensamiento la realidad misma– volvía una vez tras otra y se encaraba con él.»


Lo malo sólo le ocurre a los demás. De hecho, es casi “propicio” que así sea; lo otro se hace incomprensible, es casi un fallo ilógico: así lo interpretamos de paso como injusticia y nos creemos dignos de enfadarnos con todo lo que no seamos nosotros mismos. ¿Cómo tanta soberbia, tantas fantasmagóricas presunciones, si sólo somos nimias y efímeras motas de polvo, completamente sujetas al amplísimo azar? Pues ahí está, y bien presente, y alimentada por nuestra cultura: pero sólo un idiota podría juzgarse a sí mismo importante, “imprescindible”; qué acertadamente lo capta Tolstói.

Trata Ivan Ilich de evadirse: remonta sus pensamientos al punto anterior a la enfermedad, sigue la misma rutina de trabajo –en la que apenas es capaz ya de proceder con la suficiente eficacia–:


«Y para librarse de esa situación, Ivan Ilich buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas que durante un breve periodo de tiempo parecían salvarle, pero muy pronto se vinieron abajo o, mejor dicho, se tornaron transparentes, como si aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.»


Finalmente, nuestro protagonista es incapaz de encontrar comportamientos que le distraigan, da inicio el lapso de asumirlo:


«”Y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto de una fortaleza. ¿De veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo, pero lo es!”
Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había nada que hacer, salvo mirarlo y temblar.»



Capítulo siete:

El padecimiento es ya torturante, depende de morfina, opio y otros medicamentos para paliarlo. Apenas come y duerme, no posee fuerza suficiente para evacuar por sí solo, y han de ayudarlo sus dos criados, lo que le hace sentir «el tormento de la inmundicia, la indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que participar en ello».



«El convaleciente» de Carolus Duran.



Pero es aquí donde halla lo que va a ser hasta su final su único consuelo: su criado Gerasim:


«(…) y sin mirar a Ivan Ilich –por lo visto para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostro– se acercó al orinal.
–Gerasim –dijo Ivan Ilich con voz débil.
Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca, bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo de barba.
–¿Qué desea el señor?
–Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.
–Por Dios, señor –y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba sus brillantes dientes blancos–. No es apenas molestia. Es porque está usted enfermo.
Y con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió de la habitación con paso liviano.
(…)
A partir de entonces Ivan Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Ivan Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.
El mayor tormento de Ivan Ilich era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran –más aún, le obligaran– a participar en esa mentira. La mentira –esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte– encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Ivan Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de gritarles: “¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Con que al menos dejad de mentir!”. Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala esparciendo un mal olor), resultando de ese mismo “decoro” que él mismo había practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Ivan Ilich se sentía a gusto sólo con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: “No se preocupe, Ivan Ilich, que dormiré más tarde”. O cuando, tuteándole, agregaba: “Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de ajetreo?”. Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que comprendía como iban las cosas y que no era necesario ocultarlas, sino sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Ivan Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decirle:
–Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted? –expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su hora.»


Es el fragmento que me resultó más intenso de la obra, e indudablemente uno de los más significativos.


Capítulo ocho:


«”Salió Pyotr. Al quedarse solo, Ivan Ilich empezó a gemir, no tanto por el dolor físico, a pesar de lo atroz que era, como por la congoja mental que sentía. “Siempre lo mismo, siempre estos días y estas noches interminables. ¡Si viniera más deprisa! ¿Si viniera qué más deprisa? ¿La muerte, la tiniebla? ¡No, no! ¡Cualquier cosa es mejor que la muerte!”»


El estado de Ivan Ilich está en el albor de lo crítico. Tras unas escenas de enorme sutileza social por parte de Tolstói, de carácter sin embargo que no considero destacar para no reiterarme en los mismos temas ya comentados, surge el siguiente fragmento, como para rematar la indiferencia total en la propia familia:


«Después de comer, a las siete, entró en la habitación Praskovya Fyodorovna en vestido de noche, con el seno realzado por el corsé y huellas de polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su marido que iban al teatro. (…) y la indumentaria de ella le ofendió, pero disimuló su irritación cuando cayó en la cuenta de que él mismo había insistido en que tomasen el palco (…).
Entró Praskovya Fyodorovna, satisfecha de sí misma pero con una punta de culpabilidad. Se sentó y le preguntó como estaba, pero él vio que preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que no había nada nuevo de que enterarse, y entonces empezó a hablar de lo que realmente quería: que por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado un palco e iban su hija y Hélène, así como también Pitrischev (juez de instrucción, novio de su hija), y que de ningún modo podían éstos ir solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un rato. Y que él debía seguir las instrucciones del médico mientras ella estaba fuera.
–¡Ah, sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera entrar. ¿Puede hacerlo? ¿Y Liza?
–Que entren.
Entró la hija, también con un vestido de noche, con el cuerpo juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto sufrimiento le causaba. Y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana, evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el sufrimiento y la muerte porque estorbaban su felicidad.
Entró también Fyodor Petrovich vestido de frac, con el pelo rizado à la Capoul, un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso (…).
Tras él, y casi sin ser notado, entró el colegial en uniforme nuevo y con guantes, pobre chico. Tenía enormes ojeras, cuyo significado Ivan Ilich conocía bien.
(…) Aparte de Gerasim, Ivan Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.
Todos se sentaron y volvieron a preguntarle cómo se sentía. Hubo un silencio. Liza preguntó a su madre dónde estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija sobre dónde los habían puesto. Aquello fue desagradable.
(…)
Praskovya Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien en ese papel [una actriz]. La hija dijo que no. Iniciose una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de la actriz –conversación que es siempre la misma.
En medio de la conversación Fyodor Petrovich moró a Ivan Ilich y quedó callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio. Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente indignado con los visitantes. Era preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase claro lo que ocurría de verdad. Liza fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.
–Pues bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos –dijo mirando su reloj, regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
Todos se levantaron, se despidieron y se fueron.
Cuando hubieron salido le pareció a Ivan Ilich que se sentía mejor: ya no había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más ni menos penoso que antes. Todo era peor.
Una vez más los minutos se sucedían uno tras otro, las horas una tras otra. Todo seguía lo mismo, todo sin cesar. Y lo más terrible de todo era el fin inevitable.
–Sí, dile a Gerasim que venga –respondió a la pregunta de Pyotr.»




Determinadas pinturas de Carolus Duran me transmiten la esencia de los personajes.



No sólo son sentimientos que, aunque fuere en menor medida, han surcado a todos nosotros en alguna ocasión –la de aparentar con tedio apenas disimulado algo que no se siente solo por mero protocolo–, sino que se advierte el relevo: la hija va de camino a ser exactamente lo mismo que su madre, igual que su novio será igual que el padre. Es a lo que me he referido anteriormente: el mal se autoabastece.


Capítulo nueve:

Son páginas muy conmovedoras. Ivan Ilich se halla completamente solo en la lúgubre, espinosa, fría senda unidireccional hacia la muerte. Por primera vez se encuentra consigo mismo, debate, incluso halla algunas respuestas. Se enfada con Dios. Quiere vivir, pero enseguida se pregunta: ¿vivir para qué? Y comprende que lo único que ha hecho ha sido desperdiciarla, que ha vivido lo que querían los demás por y para él, que ha sido un ocioso bobo, un neto mecanismo de vanidad más. Lo único que tiene brillo en su pasado radica en su infancia, que es el único punto luminoso al fondo de un túnel oscuro e inhóspito, que acaba con el gélido vacío de la muerte inminente. Toma conciencia de la vida no vivida.

Su vida fue una continua línea descendente. Ya no quiere esa vida, pero quiere vivir; mas no sabe cómo vivir de otra manera. Aún con todo, es tan avanzada su decadencia espiritual que sigue tratando de agarrarse a las excusas, no termina de admitir que sus decisiones han sido todas erróneas y nocivas:


«Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea.»



Capítulo diez:


«Pasaron otros quince días. Ivan Ilich ya no se levantaba del sofá. No quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble: “¿Qué es esto? ¿De veras que es la muerte?”. Y la voz interior le respondía: “Sí, es verdad”. “¿Por qué estos padecimientos?” Y la voz respondía: “Pues porque sí”. Y más allá de esto, y salvo esto, no había otra cosa.»


«(…) Y el ejemplo de una piedra que caía con velocidad creciente apareció en su conciencia. La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más horrible.»


«”La resistencia es imposible –se dijo–. ¡Pero su pudiera comprender por qué! Pero eso, también, es imposible. Se podría explicar si pudiera decir que no he vivido como debía. Pero es imposible decirlo”.»


Pasa revista a su pasado de manera continua, pero siguen interrumpiéndole constantemente debates existencialistas y, por supuesto, el dolor agudo y el almizcle de la muerte.


Capítulo once:


«Praskovya Fyodorovna empezó a hablarle de las medicinas, pero él volvió los ojos hacia ella y esa mirada –dirigida exclusivamente a ella– expresaba un rencor tan profundo que Praskovya Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había venido.
–¡Por los clavos de Cristo, déjame morir en paz! –dijo él.
Ella se dispuso a salir, pero en ese momento entró la hija y se acercó a dar los buenos días. Él miró a la hija igual que había mirado a la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud contestó secamente que pronto quedarían libres de él. Y las dos mujeres callaron, estuvieron sentadas un ratito y se fueron.
–¿Tenemos nosotras la culpa? –preguntó Liza a su madre–. ¡Es como si nos la echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué nos atormenta así?»


«Era cierto lo que decía el médico, que los dolores de Ivan Ilich debían de ser atroces; pero más atroces que los físicos eran los dolores morales, que eran su mayor tormento.
Esos dolores morales resultaban de que esa noche, contemplando el rostro somnoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos salientes, se le ocurrió de pronto: “¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de hecho lo que no debía ser?”
Se le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debería haber vivido, podía en fin de cuentas ser verdad. Se le ocurrió que sus tentativas casi imperceptibles de bregar contra lo que la gente de alta posición social consideraba bueno –tentativas casi imperceptibles que había rechazado inmediatamente– hubieran podido ser genuinas y las otras falsas. Y que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus intereses sociales y oficiales… todo eso podía haber sido fraudulento. Trataba de defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta de la debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.»


Se ve reflejado en la estúpida hipocresía de su propia familia. Finalmente ha reconocido que todo ha sido en vano, que se ha equivocado a todo punto. Surge un momento de esperanza cuando comulga, con lágrimas en los ojos, ante un sacerdote; pero mira a su mujer y la oscuridad vuelve a cernirse sobre él.


Capítulo doce:


«A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas. En el momento en el que contestó a su mujer, Ivan Ilich comprendió que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.»


Tendría que transcribir el resto de este capítulo final porque es la conclusión perfecta. Aunque, curiosamente, no siento que deba hacerlo. Ivan Ilich sufre embutido hacia la muerte, pero el sufrimiento es más intenso en la medida en que no termina de admitir su error, hecho que le impide albergar la paz en su conciencia.

Finalmente conoce la compasión, la empatía. Reconoce su error, incluso perdona a su familia; siente que debe marchar. Ve una luz al final, y se alegra, se relaja. Acaba de perder todo rastro de vanidad ante semejantes fuerzas. Lo reconoce, lo ve claro:


«–¡Éste es el fin! –dijo alguien a su lado.
Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. “Éste es el fin de la muerte –se dijo–. La muerte ya no existe”.»





 Lev Tolstói en 1882.





Conclusiones:

Creo que Tolstói no eligió el mejor título. La muerte es sólo el contexto preciso, el único capaz de forzar al protagonista a llegar a las conclusiones correctas. La interiorización de la muerte inminente es un tema importante, pero lo es mucho más la toma de conciencia de la vida mal vivida.

También, por supuesto, una crítica feroz contra la convenciones sociales, un quitarle la careta a la miseria de la sociedad occidental: de un burro soberbio varón y su parasitaria hipócrita "mujer"; de su insensible ameba "hija", de los egoístas hienas "amigos", desvergonzados hasta la más pesarosa crueldad.

Que no nos confunda, pues, el título: «La muerte de Ivan Ilich» va mucho más allá. De hecho, hasta casi la mitad viene a ser un resumen efectivo de lo que ya denunciara Tolstói en su «Sonata a Kreutzer».

La sociedad es un mal que se autoabastece: los que siguen esa línea decadente y corrosiva son premiados: ascienden en el escalafón; los que reniegan son despreciados, humillados, desdeñados.

He de destacar la imagen en la que, en su terrible soledad, en su implacable tribulación agónica, es su criado el único que muestra honestidad y humanidad con él.

El resto sólo seres soberbios que no ven más allá de sus narices, imbéciles a todo punto, ignorantes superlativos, frívolos y superficiales hasta la arcada, fanáticos del materialismo, la autocomplacencia, la falsa "virtud".

Toda una muestra de la espiritualidad que no poseemos. Es, insistiendo, un relato maestro sobre la muerte, pero antes que eso, sobre la vida mal vivida.

4 comentarios:

  1. Este es uno de esos clásicos que no solo voy a leer sí o sí, sino que espero hacerlo pronto. Antes de que acabe el año. Voy a reconocer que pese a mi cada vez más afianzada afición por leer clásicos (una afición que he empezado algo recientemente, al menos en comparación a mis lecturas de antaño), los autores rusos me dan mucho respeto. Eso no significa que no tenga intención de leerlos, al contrario: presiento que me van a llegar tan dentro, que van a descolocar tantas piezas de mi interior, que para mi son una montaña que me da algo de miedo escalar.
    Por eso en parte había elegido este libro para empezar con ellos. Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich y un inicio con un país que ha "parido" (por decirlo de manera burda) a muy buenos escritores. Por eso en parte no he querido leer tu análisis con más atención. Espero leer pronto este libro y entonces seguramente vuelva para leer con más atención toda tu entrada, sabiendo bien de lo que hablas y pudiendo comparar con mis propias sensaciones.
    Aún así, las conclusiones me han dejado con el regusto de las ganas de leer un libro. Muchas gracias.

    ¡Un beso!

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    1. Hola, Isa-Janis:
      Haces bien en no leer este análisis, pues peca de exhaustivo y su intención está más encarada a servir de repaso para el que ya haya leído la obra.
      También hace relativamente poco que empecé a leer clásicos (dos años), pero te animo a que sigas ese instinto porque hay lecturas entre ellos que te cambian la vida (y la presente precisamente bien puede ser una de ellas).
      No tengas miedo de los rusos; su estilo es más sencillo que el francés (hablo del XIX, claro), menos complejo que el Alemán. De hecho, para mí los rusos son motivo de "recreo", es decir, aquellas lecturas por las que se siente predilección y que se leen en cuanto se han finalizado otras que han sido más "autoimpuestas", como puede ser en mi caso el teatro en general y el isabelino en particular.
      Por lo demás, «La muerte de Ivan Ilich», con sus apenas cien páginas, es todo un torrente de espiritualidad, de apuesta por la pureza que a veces parece está extirpada de nuestra cultura occidental. Fácilmente arrancará las lágrimas más sinceras de nuestro corazón.
      Gracias por tu aportación. Un saludo.

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  2. La escala de valores (que muchas veces, por culpa de su respectivo dueño, está confundida) va cambiando entre lo urgente y lo importante a lo largo de la vida. Ivan Ilich lo descubre por las malas.Y la actitud del médico, entre impagable y actual (a veces, que no se me solivianten los facultativos...).

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    Respuestas
    1. Creo que, por desgracia, hay muchos "Ivan Ilich" igual hoy que hace cien años. Yo mismo me estremezco cuando me descubro siendo él en algún gesto ante determinadas eventualidades.
      Hay médicos que ofenden. Mi madre, mucho menos contenida que yo, les llama «eminencias» con falso gesto de respeto: y he visto a algunos acicalarse.
      ¿Y cómo, además, hila la actitud del médico a la del juez? Es todo verdad, enorme obra sin duda.
      Un saludo.

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