Magna representación de los celos y la sospecha en una tragedia amena y sin desvíos respecto a la trama principal en la que los personajes van perdiendo su identidad
Antes de nada...
En este caso, aprovechando que hace un mes fui a verla al teatro, añado una sección correspondiente donde doy una impresión de la puesta en escena de la obra.
A pesar de que no hubiera habido inconveniente en colocar algún spoiler por lo interesante de su análisis y que no hubiera malogrado la lectura a tenor de que muchos clásicos poseen una trama tan universal que se conocen extendidamente (y todo el mundo sabe cómo acaban las tragedias); aclaro que no existe spoiler alguno en el análisis que hay a continuación.
Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.
No voy a remarcar determinadas líneas como en otras entradas porque creo que he recopilado la esencia de la obra de manera concentrada.
La primera imagen corresponde a la versión del libro que yo mismo he leído.
Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.
Análisis:
«¡Oh, mi señor, cuidado con los celos! Es el monstruo de ojos verdes que se divierte con la vianda que le nutre. Vive feliz el cornudo que, cierto de su destino, detesta a su ofensor; pero, ¡oh, qué condenados minutos cuenta el que idolatra y, no obstante, duda; quien sospecha y, sin embargo, ama profundamente!»
El argumento de «Otelo» es un tortuoso pero unidireccional –no hay tramas secundarias– sendero en el que se siente a cada bifurcación de insidias un debilitamiento del raciocinio y la fuerza de los personajes positivos de la obra.
En el primer acto, situado en Venecia, el celoso Rodrigo y
el malvado Yago –antagonista de la obra– hacen porque el padre de Desdémona se
entere de que su hija ha estado manteniendo un secreto amorío con el general
mauritano Otelo, y que su casamiento ha sido consumado a espuertas. Aunque el padre intentará hacer lo posible
por impedirlo, Otelo y Desdémona defienden su causa e integridad delante de
toda la aristocracia veneciana, demostrando un aura de magnanimidad, decisión y
fuerza a primera vista inexpugnables. Los siguientes cuatro actos tendrán lugar
en Chipre, donde el corazón de Otelo será desgastado, será metamorfoseado en
un tenue habitáculo de sombras, retorcida tarea a cargo de Yago, su
lugarteniente.
Aunque en primera instancia pueda parecer indiscutible que
Otelo sea el protagonista de la obra, quisiera matizar que a mí más bien me
parece el ingenuo títere que termina sufriendo y haciendo casi todo el ruido,
mas es Yago el personaje más característico, inteligente, presente e, incluso,
relevante. Yago es el mal. Es un gran orador, un ser escurridizo, un
maestro de la manipulación infalible, que se burla de los sentimientos ajenos a
base de una concepción del mundo pragmática hacia lo inhumano (que por otra
parte no le quita razón en determinadas sentencias). Este ser diabólico es capaz de
realizar el mayor mal posible sin importarle en absoluto la proporción de
sufrimiento y atrocidad que pueda conllevar, y a esto le impulsa la más insulsa
nada. Para arruinar a Otelo se basa en una imaginación insostenible –que ha
compartido lecho con su esposa Emilia–, en que no le concedieron el rango
militar que esperaba y en una especie de repugnancia instintiva hacia su
superior, que quizá albergue cierto resentimiento viril.
Otelo, por otro lado, es un descendiente de moros –disparan
sus enemigos contra él insultos raciales que no son del todo exactos: no es
negro sino moreno–, cristiano y fiel servidor de la República de Venecia. Su
cargo levanta ciertas ampollas, también su propia apariencia
exótica. A pesar de ello, sus incuestionables méritos como genio militar le otorgan
el rango de general y sus naturales ventajas, además de una fama
altisonante. Como muchos también le admiran, como su segundo Cassio, el
predecesor en el gobierno de Chipre Montano y, sobre todo, su esposa Desdémona,
el resultado es ese típico personaje famoso y de puntos estéticos
controvertidos –lo sean en verdad o no– que suscitan opiniones en la sociedad
de lo más encontradas. Pero se le necesita para mantener la seguridad de la
República, así que cualquier refractario disimula y se contiene.
Es un hombre que hace ha que dejó atrás su juventud
(«Desciendo la pendiente de los años»), con un historial impecable. Otelo es el
genio militar, el ardor imparable en el combate y la templanza razonable fuera
de él; el aventurero indómito, el superviviente que ha subido del primer al
penúltimo escalón por valía propia; el hombre consecuente, honorable, honesto,
crédulo y apasionado. Será precisamente su personalidad, ajena al concepto de
escepticismo, la que le transforme progresivamente, a medida que los venenos de
Yago surtan su efecto, en un ser animalizado que pierde su identidad, en favor de una
impredecible maraña de sentimientos negativos y punzantes que apuntan cada vez
más perfiladamente a la acción terrible, injusta, irreversible. Y,
en verdad, no es la mayor tragedia esta explosión de los celos al final del
último acto, sino los sufrimientos que padece en el proceso, su pavorosa
tribulación, que nos acosará a nosotros también.
Pero ese pesar tan zigzagueante, esa eléctrica y punzante
tortura que arremete constantemente, es sin duda castigo también para la
conciencia de Desdémona a partir sobre todo del acto IV. Desdémona, mujer
profundamente enamorada, fiel, generosa, íntegra: una santa, vamos; pasa a ser
una serpiente, traidora, egoísta y corrupta ramera sólo en la mente ya
trastornada de Otelo. La propia Desdémona, tan fuerte y valiente en el acto I,
sufre también un debilitamiento de su carácter, se torna melancólica, concesiva
y frágil, hasta el punto de contestar con torpeza incluso a las más fantasiosas
acusaciones de su marido. El no reconocer en él al hombre que la extasiaba en
sus relatos de aventuras, de esos «vastos antros y desiertos estériles, de
canteras salvajes, de peñascos y de montañas cuyas cimas tocaban el cielo», de
caníbales y de hombres, tradiciones y situaciones singulares, lejanas, la provoca un estupor tan grande que la deja verdaderamente conmocionada,
sedada. La visión del enloquecimiento de su marido –por el cual ha sacrificado
todo– de manera completamente incomprensible la hace sentir desgraciada a todo
punto, lo que nos dejará determinadas imágenes de maestra caracterización y de
belleza emotiva como cuando canta la canción del «Sauce», la música del
enamorado abandonado.
«Otelo relatando sus aventuras a Desdémona» de Carl Ludwig Friedrich Becker.
Y es que Desdémona, a pesar de obtener menor presencia que
la de su marido, le iguala en escala e interés. Me gusta particularmente su
última respuesta a Emilia en el acto IV –aparte por supuesto de su frase final
en la que, por amor supremo, decide ir “con una mentira al cielo”–:
«Buenas noches, buenas noches. El Cielo me inspire costumbres que me permitan no extraer mal del mal, sino mejorarme por el mal.»
Puede decirse que Otelo es un gran hombre, pero que en
cuanto a esposo no se halla a la altura de su joven y virtuosa mujer. Aunque la
impresión que queda es la de un hombre crédulo que fue conducido a la atrocidad
y que, por tanto, su cargo de culpa se hace incluso disculpable, yo no lo veía
así. Más bien, no sólo podemos cambiar “confiado” por “burro” –como Emilia
misma certifica– sino que poco debía de conocer en última instancia a su esposa, muy poco
debió interesarse por su carácter profundo que no pudo discernir su
incorruptibilidad; en verdad que sólo la amaba por sus rasgos más superficiales
y quizá estériles. La amaba por su belleza, por su encanto, por su habilidad
en la música y la palabra, por su entereza y virtuosismo; posiblemente, sobre todo, por
la admiración que profesa a su virilidad –comparte con él la fascinación hacia
lo heroico y militar– y por ser el único “reino” cristiano que le abrió las
puertas de par en par, sin tapujos ni reservas. Él mismo dice en el penúltimo
acto, con un arrebato de pasión atormentada por el orgullo sangrante a
borbotones: «(…) Pero ¡ser arrojado del santuario en que deposité mi corazón,
del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la vida; del manantial hacia
donde se desliza mi corriente para no secarse! (…)».
Por lo que comentamos, Otelo me resulta más culpable de lo
que puede parecer a simple vista. Otelo es terriblemente posesivo, celoso, si
bien es cierto que ¿qué submarinista no guardaría con instintivo celo su
bombona de oxígeno? Porque para Otelo, a pesar de las ciertas superficialidades
que rondan en su afecto, Desdémona es sinónimo de oxígeno.
Pero la más clara prueba radica en su explicación final, en
la que se olvida de Desdémona, se olvida de su crimen, y pretende con sus
gemebundas palabras ponerse por encima de la magna tragedia que acaba de
desencadenar. De forma casi idéntica que ya formulara un Hamlet agonizante,
Otelo se preocupa de darse esa clase de pábulo final y desesperado, insta
suplicante a los testigos que le recuerden tal y como era, y que no le quiten
ni añadan nada por malicia, que dibujen su retrato a las gentes para la
posterioridad. Otelo es, en efecto, egoísta; bonachón y noble pero, a fin de
cuentas y paradójicamente, poseedor de un asomo de bajeza y vulgaridad en el espíritu,
que le predispusieron a su error. En cierto modo puede explicarlo su vida dura
y solitaria.
Pero, ¡en fin! ¿Quién no ha sido Otelo alguna vez? Y el que
no haya sentido ese tallo de zarzamora reptar sin descanso por los intestinos:
¿cuánto puede tardar sin sentir a Otelo en el ánimo? Es, de una forma u otra,
inevitable. Es por este motivo tan poderoso que «Otelo» pertenece, junto a
«Hamlet» y «El rey Lear», a la plana suprema en el elenco artístico del autor.
Y es precisamente por el hecho que me sintiera en ocasiones
identificado con la flamígera tribulación del personaje que me encontrara yo más
a gusto que en los otros libros de Shakespeare que he leído; porque con la
identificación viene bien atada la inmersión y el entretenimiento.
Pero no sólo deberíamos explicar los celos y la desconfianza
como contenedor de todo lo que se puede extraer de la obra. Si observamos los
comportamientos desde el impulso psicológico del que surgen, podemos ver esos
engaños que nos atosigan por todas partes. Podemos reconocer en Otelo la propia
predisposición humana a engañarse, a dejarse engañar, incluso a desear el dulce
veneno de las pequeñas mentiras. El cerebro que se agita por algo que no es
capaz o no se atreve a comprender de manera esencial, inventa evidencias donde
sólo hay nimias conjeturas, hace de la visión de una negra nube la percepción
de una terrible tormenta. También, por supuesto, al contrario: hacer del más voraz de los incendios forestales un mero resplandor crepuscular. Y aquí
Yago sabe muy bien manejar, en la línea de que hacer lo que la gente quieres
que haga es meramente cuestión de decirles lo que anhelan oír.
Cambiando de tema, algo que suscita controversia es el
supuesto machismo y racismo de Shakespeare, que algunos parecen ver asomar en
«Otelo» de manera más notoria. En mi opinión, es pura mamarrachez, y no existe.
Los comentarios ostensiblemente más racistas y despectivos hacia la mujer son
pronunciados por los personajes más detestables de la obra (van especialmente a
cargo de Yago). La propia diversidad en el juicio, el ecuánime pensamiento
humano de Shakespeare, se puede desvelar rápidamente en los comentarios de la
esposa de Yago, Emilia que, como dice Vicente Molina Foix en el prólogo a mi
edición, se trata de una mujer «atada al marido pero no sumisa, descorazonada,
escéptica y hasta mordaz en su juicio sobre los protocolos del matrimonio»; se
la muestra, como su marido, hábil con la palabra, inteligente, un personaje
complejo y que, pese a su protagonismo menor, es brillante. Aún con ello, es mi
opinión personal, debo añadir que no estoy del todo de acuerdo con ella en sus
“antítesis” frente al ideario de su marido y de las censuras masculinas en
general. Estoy más con Desdémona, no por ser sumisa ni frágil –que no lo es en
verdad– sino al contrario: por ser leal y fuerte, inmune a toda corrupción en
sus elecciones, con frases como la expuesta más arriba –que, por cierto, cierra
al argumento de Emilia del que estamos hablando–.
Aunque me satisfaría seleccionar una serie de pláticas que
me gustaron mucho –especialmente las palabras de Otelo antes de ejecutar su
fatídico error, determinados pesares de Desdémona y algunas conclusiones de
Yago– para transcribirlas aquí, creo mejor que el lector se sorprenda y las valore
por sí mismo. Pero destacaré este remedio y su consecutivo contra-remedio a cargo de esos
personajes que muchas veces pasamos por alto y que, sin embargo, todo buen
dramaturgo carga de sutilezas igualmente relevantes; en este caso el Dux de
Venecia y Brabancio, padre de Desdémona, sufrido y enfadado por la inevitable
pérdida de su hija a favor –a “favor”– de los brazos de Otelo, en el acto I:
«DUX: Dejadme hablar como hablaríais vos mismo, y pronunciar una máxima que podrá servir de escalón o de peldaño a estos enamorados para recobrar vuestro favor. Cuando los remedios son inútiles, los pesares que se llegaban a nuestras esperanzas dan fin, por la inutilidad misma de los remedios. Llorar una desgracia consumada e ida es el medio más seguro de atraerse otra desgracia nueva. Cuando no puede salvarse lo que se lleva el hado, lo mejor es transformar por paciencia esta injuria en mofa. El hombre robado que sonríe roba alguna cosa al ladrón; pero a sí mismo se roba el que se consume en un dolor sin provecho.
BRABANCIO: En ese caso, que el turco nos arrebate Chipre; no perdemos nada, mientras podamos reírnos. Lleva fácilmente esta máxima el que no lleva sino el torpe consuelo que encierra; pero lleva a la vez su dolor y la máxima el que para pagar la pena se ve obligado a pedir prestado a la pobre paciencia. Estas máximas, azúcar y miel a un tiempo e igualmente fuertes de ambos lados, son equívocas. Las palabras no son más que palabras, y todavía no he escuchado que se pueda penetrar en un corazón roto a través del oído. Os lo ruego humildemente, ocupémonos de los asuntos del Estado.»
¿Se ha visto en el discurso de Brabancio su paralelismo con
el «palabras, palabras, palabras» de Hamlet?
Así pues y para concluir, «Otelo» es una obra que se conduce
muy bien y sin distracciones respecto a la trama principal, entretenida,
sublime en la descripción del descenso psicológico de los personajes,
inmejorablemente bella como tragedia de celos, arrebatos, actos de locura.
Salgo muy satisfecho de la lectura, y he de añadir que Shakespeare –que recogí
algo desencantado tras leer «Hamlet»– se va ganando progresivamente un hueco en
mi corazón.
«Otelo» en el teatro:
Por lo que se prolonga mi opinión –que ha pasado casi sin enterarme de "impresión" a "análisis"– sobre la obra teatral, he decidido dedicar a ésta una entrada diferente, a fin de que se centre en este apartado todo interés en el análisis sobre el libro en sí. Hacer clic aquí para acudir a dicha entrada.
Conclusiones:
Otelo es una magna representación de la desconfianza, un sublime marco en el que se conjugan los celos con el deterioro psicológico de los personajes que, por culpa del demoniaco Yago, toman verdades por mentiras y mentiras por verdades.
La credulidad de Otelo se verá que no es del todo disculpable. Mención general a la leal Desdémona y, a pesar de todo, a la genialidad para el mal del antagonista citado, el cruel y embaucador Yago.
La trama es envolvente y está muy bien llevada y administrada, no se hace de rogar con tramas secundarias, sino que la progresión hacia la consumación de la tragedia es directa, imparable, lógica para el lector y del todo ilógico para los propios personajes, que hacen honor a aquello de que al final los seres humanos atienden y se dejan manejar por aquello que desean oír, alejados siempre pues en mayor o menor medida de la verdad.
Por ahora, la que más me ha gustado de Shakespeare, recomendable para cualquier tipo de lector.
Otra de las obras de Shakespeare (y son varias) que usa estereotipos para reforzar su trama, dándonos pistas de cómo eran las cosas en tiempos del autor. Y además de todo eso, muy agradable de leer.
ResponderEliminarEs verdad, el caso es que recuerdo se me pasó fugazmente por la cabeza en esta obra en particular, pero no me atreví a escribirlo en el análisis. Al hilo de ésa cuestión dice Molina Foix en esos prólogos que hacen superfluas mis entradas de Shakespeare:
Eliminar«No han faltado nunca –y últimamente arrecian– las cábalas sobre el racismo y el machismo inherentes a la personalidad de William Shakespeare; dado que muchos de esos argumentos descansan por lo demás en conjeturas, yo prefiero, SIN DESCARTAR EL TRIBUTO PAGADO POR EL DRAMATURGO A UN CADUCO "ESPÍRITU DEL TIEMPO" ISABELINO, sacar mis conclusiones de la propia justicia dramática de sus obras».
Gracias, como siempre, por su aportación. Un saludo.