viernes, 31 de octubre de 2014

«Poesía» de Mallarmé.

Poemas exquisitos sin asociación concreta entre significaciones en los que lo místico proyecta una búsqueda de la belleza repleta de pliegues misteriosos que a veces harán sudar al lector

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, al final de la entrada se incluye una conclusión que puede tomarse perfectamente como reseña literaria. 

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:

Aunque hace un año que me interesé por Mallarmé al observar en fragmentos y poemas sueltos un halo de evidente particularidad, no ha sido hasta esta última semana cuando he cogido la breve –pero intensa– antología poética de Alianza a cargo de Antonio Martínez Sarrión (que, no hace falta saber francés para deducirlo, ha debido dedicar un trabajo tremendo a su labor de traducción).



Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Mallarmé es de esos artistas que juegan en una liga superior, tanto que no sabemos hasta qué punto dudar de nosotros mismos o de él, tan intrincados son los diseños que plantea. Para mí, salvo en estrofas concretas, existe una necesidad artística honesta de elaboraciones tan complejas, si bien las constantes (y fastidiosas) hipérbaton llegan a despistar a raíz, creo yo, de un planteamiento más accesorio que verdaderamente imprescindible.

Su estilo supone la explotación máxima del simbolismo, y es ostensiblemente más difícil de acometer que «Las flores del mal» de Baudelaire; de hecho, no conozco a ningún poeta que sea más de difícil que Mallarmé, ni siquiera Rimbaud. Como evade nombrar los objetos, sólo alude a ellos, vaporosamente, como un sueño a la par oscuro que brillante, golpeando con poderosos pero ambiguos símbolos a la subjetividad del lector, las interpretaciones de éste pueden ser de lo más variadas –probablemente muy distintas a la inspiración original del autor–, incluso no tomar forma ninguna (por más que nos empeñemos), quedando en revelaciones oníricas, pululantes hechizos estremecedores.

Mediante su particular uso del lenguaje, como hemos dicho, su alejamiento de lo concreto, emplea temas esotéricos (órficos), místicos, arcaicos, bellos, oscuros, fríos, sobrehumanos. Es como una bella decadencia, como un ocaso irreal, un orbe de oro que se sumerge en el olvido de marismas silenciosas, negras y evanescentes. Es la muerte de un sueño. La tremenda exquisitez del autor empapa cada poema, que parecen hechos en un minucioso laboratorio, con herramientas de máxima precisión. Se requiere entrenamiento y mucha concentración para leer a Mallarmé con un mínimo de efectividad y, aún así, se nos escaparán muchas cosas, no es fácil estar a la altura de sus metálicos artefactos. Y digo «metálico» porque es el material que por sí solo mejor refleja su poesía. Frío, puro, reluciente. El trabajo de Mallarmé es el de un genial orfebre conceptual. Aunque aprecia la virginidad y la juventud de la carne, sus suspiros y su impoluta inocencia, recurre mucho más a las gemas preciosas, al oro y la plata, a la noche, a los cisnes, a estanques, árboles macilentos y a negras brisas. Hay muchas sombras, muchas insinuaciones, el lector sabe perfectamente que a cada giro hay un rumor de fascinantes secretos. Cada cual los descifrará –o no– a su manera. A mí a veces me ha sucedido que no sabía de qué demonios me estaba hablando: discernía algunas olas sin saber qué acuerdo mantenían con las demás, en qué dirección se supone que iban. Ejemplo podría ser este poema:


«El de sus puras uñas ónix, alto en ofrenda,
la Angustia, es medianoche, levanta, lampadóforo
mucho vesperal sueño, quemado por el Fénix
que ninguna recoge ánfora cineraria:

salón sin nadie ni en las creencias conca alguna,
espiral espirada de inanidad sonora.
(el Maestro se ha ido, llanto en la Estigia capta
con ese solo objeto nobleza de la Nada).

Mas cerca la ventana vacante al norte, un oro
agoniza según tal vez rijosa fábula
de ninfa alanceada por cuernos de unicornio,

y ella apenas disfruta desnuda en el espejo
que ya en las nulidades que clausura el marci
del centellear se fija súbito el septimino.»




«El árbol de la vida» de Gustav Klimt.



Que Dios nos pille confesados, es críptico como un jeroglífico. Aunque para Mallarmé no hace falta entender un poema para disfrutarlo, debo decir no obstante que, por suerte, no nos "tortura" de igual manera en todas sus piezas, y el tedio no se impone. Un ejemplo es su famoso poema «Azur», que agita y estiliza fibras hondas:


«Del azur sempiterno la ironía serena,
cual la bella indolencia de las flores, abruma
al poeta impotente que maldice su genio
a través de un estéril desierto de Dolores.

En huida, y con ojos cerrados, lo percibo,
con un mirar tan intenso como el remordimiento,
en mi alma vacía. ¿Huir? ¿Y qué angustiada noche
–harapos– arrojar contra un desdén atroz?

¡Nieblas, surgid! Mezclad sin fin cenizas
con los densos jirones celestes de la bruma
que tragará el pantano lívido del otoño,
y construid la cúpula donde impere el silencio.

Y tú, sal del estanque del Leteo y reúne
al llegar ese limo y esos rosales pálidos,
amado Hastío, pues vamos a cegar para siempre
los azules boquetes que abren aves malvadas.

¡Más aún! Que, sin descanso, las tristes chimeneas
humeen y que una errante cárcel de sucio hollín
extinga en el horror de sus negras estelas
el sol que, amarillento, muere en el horizonte.

–Murió el cielo. –Oh materia, ahora corro hacia ti.
Que olvide qué es Pecado, lo que sea el Ideal,
este mártir que llega a compartir la paja
en que el feliz rebaño de los hombres se tiende.

Pues deseo, mi cerebro al fin está vacío
como un tarro de afeites yaciendo al pie del muro,
y no sabe ataviar a la idea sollozante,
lúgubre bostezar hacia la oscura muerte.

¡Es en vano! Azur triunfa y escucho cómo canta
en las campanas. Alma mía, se ha hecho voz
para asustarnos más con su artera victoria
y surge del metal, vivo en azules ángelus.

Y rueda entre la bruma, antiguo, y atraviesa
tu nativa agonía como certera espada.
¿Dónde huir de esta lid tan rebelde y perversa?
Me obsesiona. ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur!»




«Música» de Gustav Klimt.



En poemas como el que dejamos atrás, «El campanero» o «Don del poema», el autor trasluce su preocupación por su capacidad de expresar el poderío de los cosmos independientes que le sugiere su mente; hay incluso obsesión, cierta desesperación, el "Azur" ronda, aguijonea y embauca a nuestro poeta. Un poema por el que he sentido debilidad ha sido «Tristeza de estío» ("Probaré el maquillaje llorado por tus párpados"...):


«El sol sobre la arena, luchadora dormida,
en tus cabellos de oro calienta un baño lánguido
y, consumiendo incienso en tu adversa mejilla,
a las lágrimas mezcla un brebaje de amor.

De ese blanco llamear, la inmutable bonanza
te ha llevado a decirme, oh besos con recelo,
"Nunca los dos podremos ser una sola momia
bajo el viejo desierto y sus palmas felices".

Pero tu cabellera es la tibia corriente
para ahogar sin temores el alma que nos cerca
y encontrar esa Nada ignorada por ti.

Probaré el maquillaje llorado por tus párpados,
por ver si puede darle al corazón que heriste
la insensibilidad del azul y las rocas.»




«Lágrimas» de Gustav Klimt.



Entre lo apetecible y lo difícil se hallan sus dos poemas mayores: «Herodías» y «La siesta de un fauno», en las que el genio de Mallarmé adquiere proporciones majestuosas. Las sugerencias de Mallarmé, efluvios de carmesíes suaves, de poderoso Azur, de goteos de plata centelleante y de palabras de oro sagrado, se deslizan por los pliegues de la percepción del lector, que interpretará pero no entenderá, como en los sueños, que al tratar de agarrarlos se evaporan para siempre entre los dedos. El subconsciente hace un trabajo al que no está habituado, y observa pasmado como el miembro acostumbrado a la pereza de la desmotivación que de golpe halla algo de su entera competencia, y sus mecanismos atrofiados rechinan y se esfuerzan por beber el agua de cristal, veteada por brumas, que recorre largas pasarelas hechas de rubíes. Herodías –a la nodriza enfrentada–, que recuerda a la Salomé de Wilde, es un personaje vigoroso, de ricos matices, que sirve para aunar en una sola esfera la esencia de la poesía de Mallarmé:


«Retrocede.

La rubia catarata de mis inmaculados
cabellos, cuando baña mi cuerpo en soledad,
lo congela del horror; pero presos aquéllos en la luz
son inmortales. Oh mujer, un beso me matara
si la belleza no fuera la muerte...

¿Por qué tirón

llevada y qué remota aurora de profetas
vierte sus tristes fiestas en lejanías que mueren?
¿Lo sé yo? Tú me viste, oh nodriza invernal,
ingresar en presidio de peñascos y hierros
donde arrastraban siglos mis feroces leones.
(...)»

«¡Si florezco desierta, y es para mí, por mí!

¡Bien lo sabéis, jardines de amatista, abismados
sin fin en insondables agujeros radiantes,
oros raros que guardan toda antigua luz
bajo el sombrío sueño de una tierra primera,
piedras donde mis ojos, cual purísimas joyas,
toman su musical resplandor, y vosotros,
metales, que en mi joven cabellera otorgáis
su fatal esplendor y su masa compacta!
(...)

Amo el horror de ser virgen, y quiero

vivir en el espanto que tienen mis cabellos
para, de noche, sierpe refugiada en un lecho
inviolado, sentir sobre la carne inútil
el frío destellar de tu claridad pálida,
tú que mueres, que ardes de castidad,
¡noche blanca de témpanos y de nieve cruel!

(...)»






«Judith con la cabeza de Holofernes» de Gustav Klimt.



Para «La siesta de un fauno», el influjo onírico se acentúa, y se nos tiñe el cielo de pétreo lapislázuli, la luna engastada en su propia superficie como una fina lámina de oro puro. Es un poema tremendamente poderoso, y una muestra más de que Mallarmé lleva al lenguaje a su límite (o quizá, precisamente, más allá de su límite). El fauno, que parece un catalizador de la magia ancestral del paisaje (que nos recuerda, por cierto, al arte del Egipto de los faraones o de la antigua china), nos coloca prismas de cristal en los ojos para que podamos observar certeramente un sueño calidoscópico. Como en el anterior poema, destaco sólo pequeños fragmentos de la gema total:



«¡A estas ninfas quisiera perpetuar!

Tan claro es
su escarlata ligero, que en los aires flota
rebajado por denso sopor.

¿O quizá amaba un sueño?


Fardo de antigua noche, se diluyó mi duda

en mucha tenue rama que, habitando la misma
foresta, prueba, ¡ay!, que sólo me ofrecía
como premio la ausencia de la rosa ideal.

Reflexionemos...


¿No serán las mujeres que glosas
más que un anhelo de tus sentidos de fábula?
Fauno, la ilusión parte de sus fríos ojos glaucos,
cual manantial lloroso que vierte la más pura;
mas la otra, en suspiros, ¿dirías tú que contrasta
como cálida brisa diurna en tu toisón?
(...)

Sólo esta dulce nada que su labio prolonga,

el beso que, muy quedo, perfidias asegura,
mi pecho virginal certifica el mordisco
misterioso, recuerdo de algún augusto diente;
(...)

(...)
Enfado de las vírgenes, me extasía, ¡oh rabiosa
delicia de ese cuerpo desnudo que se hurta
y esquiva un labio ardiente en destello resuelto!,
ese espantoso secreto que de la carne brota:
De los pies de la cruel al pecho de la tímida,
que destila a la vez una inocencia húmeda
de loco llanto o menos afligidos vapores.
"Mi crimen, tras vencer esos miedos traidores,
fue separar la mata de enredados cabellos
con besos que los dioses preferían confundidos;
pues acudía apenas a velar una risa
tras los pliegues felices de cualquiera (cuidando
un roce, para que sus candores de pluma
se tiñeran del tiemblo cálido de la hermana,
la pequeña, la ingenua, que no se ruboriza)
cuando, con estremecimientos, de mis brazos
la presa ingrata ya se ha liberado,
descuidando el sollozo donde yo andaba ebrio."
Qué importa, si la dicha de otras me arrastrará,
hasta alcanzar mis cuernos, por su anudada trenza:
tú sabes, pasión mía, que purpúrea, en sazón,
cada granada estalla con zumbidos de abejas
y nuestra sangre, presa de quien viene a cogerla,
fluye por el eterno enjambre del deseo.
A esa hora en que el bosque muere de oro y cenizas
una fiesta se inicia en el caído follaje:
¡Etna! A tu alrededor, por Venus visitado,
apoyado en tu lava sus ingenuos talones,
donde retumba un sueño y tembletea la la llama,
¡ahí poseo a la reina!

¡Oh, seguro castigo!

(...)»



«Serpientes acuáticas» de Gustav Klimt.


Como se ve, no hay filtro que detenga la proyección de Mallarmé, es poesía en mayúsculas, en estado puro. No puede encajonarse de manera definida ni alcanzarse por recta dirección. La espontaneidad de las imágenes posee vida propia, y se revela de manera autosuficiente, como un hechizo que variara su ilusoria presencia dependiendo de la percepción de cada lector. Es un manantial en constante movimiento, inagotable se forma y se deforma; y las ideas, que no son capaces de palpar límites de mutualidad, con él. 


Mallarmé es muy inspirador (como podrá apreciarse en las imágenes que yo mismo me represento con anhelo tomando sus hilos en esta entrada), y si puedo ponerle una pega, creo que le sobra un punto de frialdad. Es arte lingüístico en virtuosa precisión, si bien los similares elementos a los que recurre limitan siempre los escenarios a unos microcosmos a grandes rasgos localizables, asociables, distinguibles (hay, de hecho, una frontera de intransigencia).





Stéphane Mallarmé en 1896.




Si el lector quisiera transcurrir entre su propio subconsciente –que es en verdad lo que pretende Mallarmé–, verlos revestidos de noches de ébano tachonado de esmeraldas insinuantes, de antiguas efigies que escrutan frías e impasibles en su divina belleza, palacios de oro y mármol vestidos de blasones carmesíes y bóvedas purpúreas, pálidas damas de refulgentes cabellos similares al metal observándose en espejos de sabia agua de estanque, susurrante sobre el marfil, si quiere mediante exquisitos enigmas hallar respuestas vedadas por otros caminos, no puede olvidarse de Stéphane Mallarmé. Eso sí, hay que tener el ánimo calibrado, la atención concentrada y la paciencia comprometida para tomar la senda de manera satisfactoria (y no perder de vista los fastuosos jardines que pueden hallarse de improviso rebuscando un poco entre determinados pliegues).


Conclusiones:

Mallarmé es un autor muy inspirador, un artista exquisito, virtuoso, exigente, obsesionado por la perfección de sus imágenes, de la elaboración de sus intrincados símbolos. Es la culminación del simbolismo, y poesía en mayúsculas. A cada giro se encuentran misteriosos pliegues, sedosas cortinas negras que exigen invocar el viento oportuno para poder abrirlas y así observar lo que tan insinuantemente ocultan. 

Porque es difícil leer a Mallarmé –lleva al lenguaje al límite–, requiere mucha concentración, cierto entrenamiento, la predisposición adecuada de ánimo (incluso afinidad espiritual hacia los excelsos cosmos que plantea el autor). Sus poesías son muy complejas y no poseen un sentido aparente, sino que proyectan signos volubles que vienen y van en la mente del lector, dejando un sutil rastro de evanescencia, como en los sueños; los juegos que se establecen con el subconsciente son certeros y muy interesantes. Mallarmé apuesta por la belleza, por la sugestión, por la dirección sensorial de cada cual, por la noción de la forma más pura e inicial, antes que por un significado concreto, que para él malogra la pieza, hace que pierda interés y hechizo. No se puede llegar a Mallarmé por un camino directo, la espontaneidad de sus imágenes tiene vida propia, y se revela de manera autosuficiente. 
Es un manantial en constante movimiento, inagotable se forma y se deforma; y las ideas, que no son capaces de palpar límites de mutualidad, con él. Es ver a través de un prisma un paraíso divino, de jardines salvajes, palacios de oro antiguo, estrellas de plata centelleante, poderosos amaneceres purpúreos, frías y virginales muchachas de ingenuos suspiros, que cambian constantemente los matices de su apariencia bajo un místico baile calidoscópico.

Mediante su particular uso del lenguaje, como hemos dicho, su alejamiento de lo concreto, emplea temas esotéricos (órficos), místicos, arcaicos, bellos, oscuros, fríos, sobrehumanos. Es como una bella decadencia, como un ocaso irreal, un orbe de oro que se sumerge en el olvido de marismas silenciosas, negras y evanescentes. Es la muerte de un sueño. La tremenda exquisitez del autor empapa cada poema, que parecen hechos en un minucioso laboratorio, con herramientas de máxima precisión.

Entre los poemas que se reúnen en la presente antología, cabe destacar «Azur» ("Me obsesiona. ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur!"), «Herodías» y «La siesta de un fauno» que, tal y como se explica en el análisis, adquieren una majestuosidad artística de la máxima categoría.

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