martes, 12 de agosto de 2014

«Hojas de hierba» de Whitman.

El hombre común es el protagonista del mundo en un libro de poemas que introdujo temas muy innovadores

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, al final de la entrada se incluye una conclusión (en este caso en concreto se me ha ido un poco la mano en dicho resumen) que puede tomarse perfectamente como reseña literaria. 

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:

Whitman es un personaje que me despertó sentimientos opuestos. Literalmente, he pasado de detestarle y desdeñarle con férrea convicción a poder respetarle con un gesto de escepticismo. Expliquemos esto más detalladamente.



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Como sabrá el lector, «Hojas de hierba» se divide en diferentes secciones. La más importante y que le da la fama –ocupa la inmensa mayoría del libro– es la de «Canto a mí mismo», que es lo que le transciende a clásico de la literatura. Así pues, tras leer el primer poema breve («De riachuelos de otoño») que pasa sin pena ni gloria –no es un poema que destaque para nada–, nos hallamos en la disposición de acometer el quid de la cuestión.

Whitman revisó, amplió y corrigió el contenido de «Hojas de hierba» nada más y nada menos que a lo largo de nueve ediciones. La mía, de Alianza, corresponde a la primera –la más íntegra, al parecer Whitman la expurgó en cierto modo en las posteriores–, en edición bilingüe. No es que tenga un nivel de inglés estratosférico, pero soy capaz de apañármelas hasta cierto punto. Sin embargo, al comprobar repetidas veces que la traducción efectuada por Manuel Villar Raso era prácticamente idéntica –el inglés se traduce siempre muy efectivamente– al texto original, me decidí por leerlo casi siempre en español. En esto contribuyó mucho el enfado que pillé con la obra y que duró hasta casi la mitad.

Whitman no emplea ni métrica ni rima en su poema. Para decirlo de manera menos sutil, se pasa por el forro de las pantorrillas cualquier tipo de restricción típica de la poesía. Sus versos son larguísimos, no guardan relación de longitud aparente, la rima no existe ni por casualidad; pero tampoco demasiada armonía en la disposición que se diga. Se supone que se basa en la estructura de los versículos bíblicos, pero ya os digo que no excusa para nada las tropelías que comete. Yo no lo consideraría ni poesía, es más bien una prosa escrita a trompicones y con un uso de la metáfora, con ese estilo exaltado y profundo, tan típicamente lírico.

También se evidencia la total desgana e interés por la estética en el mismo proceder. Los temas son tratados de manera prácticamente aleatoria, se cambia radicalmente de asunto en cada verso o, incluso, en cada estrofa. Da la impresión de que el señor Whitman está escribiendo lo primero que le viene a la cabeza. Esto se intenta excusar en la intención renovadora que supone Whitman desde una perspectiva general: yo llego a sospechar que acaso no se le daba demasiado bien y decidió cortar por lo sano; pero no olvidemos que Whitman no inventó el verso libre ni muchísimo menos.

Bien, vayamos a «Canto a mí mismo» y la razón de mi biliosa primera reacción. Voy a ser directo y claro; Whitman es pretencioso, es un obseso de su imagen, es alguien que desea aparentar lo que él mismo no se cree, en el fondo, que es. En aquella época estaban de moda los “héroes”, y la correspondencia suya que se conserva dejaban bastante claro todo lo referido a su personalidad que yo mismo aprecié rápidamente en su obra. Quiere romper moldes, está claro que lo hace, pero lo malogra todo lo mucho que resalta su afán por querer llamar la atención, por convertirse en alguien influyente y admirado. También malogran la lectura las características formales descritas: no tiene ni idea de lo que es la poesía, para mí un Lorca o un Machado es poesía y, Whitman, diga lo que se diga, no. Renovar no es abolir, que es prácticamente lo que él hace. Lorca es infinitamente mejor poeta que él, también Cavafis o Blake. La ventaja de Whitman radica en lo pintoresco de su intento pero, sobre todo, en los temas que plantea. Whitman es sin ningún género de dudas el supremo cantor de la naturaleza, de la armonía vital con cada cosa. Es un gran defensor de la igualdad, la democracia y la individualidad. La libertad y un optimismo muy original respecto a todo –incluso respecto a la muerte– se absorberán de Whitman de manera completamente irrepetible. Aúna todos estos temas muy bien, y los trata con cierta profundidad.

Es cierto que nuestro “poeta” es más original que profundo si nos ceñimos al sentido estricto de la palabra. ¿Por qué? Al estar contento con todo, evade la necesidad de ser verdaderamente crítico con nada. Así, Whitman  navega en la ambigüedad de sus propias apreciaciones, a salvo de despertar el escepticismo de muchos, protegido de cometer error alguno en sus consideraciones precisamente por su manera de abordar las cosas: lo dice todo y no dice nada. En demasiadas ocasiones se asemejan –o son– a meras bombas de humo. Casi cualquiera tiene la capacidad de plasmar sensaciones al nivel retórico de Whitman, que es más simple que el mecanismo de un cubo, a pesar de que sus versos filosóficos puedan crearnos dudas: la ambigüedad comentada le sigue salvaguardando.

Hace surgir una perspectiva muy interesante sobre la vitalidad del hombre moderno. Lejos de evadirse a lo etéreo como los anteriores poetas, Whitman acoge en su seno a todo lo viejo y lo nuevo de igual modo: para él es tan bueno lo que fue como lo que está por venir. Alabanzas constantes tanto a la apacible naturaleza como a la ciudad bullente, tanto a los animales –de los cuales saca interpretaciones curiosas– como a los herreros, carpinteros o pescadores que ejecutan sus labores a lo largo de la urbe. Whitman se siente a gusto en todas partes. Lo que define este sentir es que, para el autor, todo es «como debe ser», sentirse descontento es una futilidad ante los portentos que nos rodean.

El «yo» poético se erige como la figura fundamental de su expresión literaria. Para Whitman, la libertad posee un vínculo con el individualismo, que no considera que haga al humano más egoísta, sino que despierta en él un sentimiento de fraternidad hacia la humanidad que se canaliza a través de la democracia. La hierba que tanto llama la atención en el título es un símbolo eminente en la obra, representa la voluptuosidad, la visión democrática del poeta, según la cual la multitud crea la suma de las individualidades. Podemos apreciarlo en el siguiente fragmento:


«Me preguntó un niño: ¿Qué es la hierba?, trayéndomela a puñados;
¿cómo podría yo responderle?... yo no sé lo que es mejor que él.

Sospecho que es la bandera de mi naturaleza,
tejida con esperanzada sustancia verde.
O sospecho que es el pañuelo del Señor,
un regalo perfumado y un recordatorio
dejado caer a propósito,
con el nombre del dueño de alguna forma en las puntas,
para que veamos, reparemos y nos preguntemos
¿de Quién?
O sospecho que la hierba es ella misma un niño…
el recién nacido, producto de la vegetación.
O sospecho que es un jeroglífico uniforme,
y que significa brotando por igual en regiones vastas
y en regiones estrechas,
creciendo por igual entre los negros y los blancos,
canadiense, virginiano, congresista y negro, que a todos
me entrego y los acepto por igual.»




«Césped soleado en un parque público» de Van Gogh.



Está claro que el mundo de Whitman tiene una brillante personalidad, es singular y muy atrayente. Todo destila una fraternidad que no nos cuesta aceptar; no hay niveles ni jerarquías, todo es igual de importante, el hombre ha de estar en paz con la naturaleza. La recreación de la idea del eterno retorno de lo idéntico está en este sentido muy bien plasmada (no olvidemos que en «Canto a mí mismo», el autor no pone adrede punto y final en la último verso).

Whitman quiere a todo, para él la muerte es una compañera que lleva la paz bendita, no es el fin sino un puente etéreo, todo es cíclico para él. No niega la religión, la acepta hasta un punto, eso sí, con cierto tono condescendiente. Para él toda creencia es bienvenida, está claramente influenciado por el deísmo. En lo referido a la sexualidad –importante en la obra pero ni mucho menos tan presente como algunos la anuncian–, establece unos juegos armoniosos, sinceros, despreocupados a todo punto; se vuelve algo críptico en este asunto, y parece que le gustan por igual tanto hombres como mujeres.

Se palpa excelentemente la esencia norteamericana. De alguna forma acabamos hasta las trancas de esa cultura, de sus desiertos y ranchos sureños y los frondosos bosques y lagos norteños. «Hojas de hierba» es también una renovación en el sentido que el protagonista deja de ser el héroe aristocrático de la lírica anterior, y pasa a ser el propio lector, cualquier persona: el ciudadano es el héroe del mundo según Whitman.

En ciertas partes le da por escribir una lista larga de observaciones consecutivas a escenarios dispares, eso sí, tratados sin maestría alguna. Estoy completamente de acuerdo con lo que dice Borges a este respecto: «Para un verdadero poeta, cada momento de la vida, cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia. Browning y Blake se acercaron más que otro alguno; Whitman se lo propuso, pero sus deliberadas enumeraciones no siempre pasan de catálogos insensibles.»

Así pues, el lector que pretenda abordar «Hojas de hierba» por primera vez ha de tener en cuenta que la intensidad de su paso por la obra y su valoración final variará enormemente de acuerdo a su nivel de escepticismo, de su nivel de realismo o de “ver lo que esconden las intenciones líricas”. Una mente despreocupada afrontará a Whitman con la frescura que es perfecta para este tipo de lecturas, una mente tensa podrá pasarlo enrabietado o, al menos, con una implicación e intensidad mucho menores.

Estoy convencido de que no he terminado los deberes con este señor. Tengo que volver a él y tomármelo más relajadamente. Pienso acometer nuevamente la lectura de manera eventual en los viajes de metro a lo largo de los próximos meses.

Lo que sí está claro es que, en cualquier caso, esta insignia de la poesía moderna nos abrirá un balcón en nuestra casa donde antes solo había muda pared, le restará sobriedad y preocupación innecesaria. Sentiremos entrar el viento otoñal, sus hojas crepitantes rozándonos el rostro… Pero hay que tener paciencia, esto no se descubre nada más se abre el libro.



Walt Whitman en 1867.



Las demás secciones de «Hojas de hierba» son unos cortos poemas entre los que cabe destacar «De recuerdos del presidente Lincoln». A mí, sin embargo, fue el último y más corto el que más significativo me pareció, «De Adiós, mi Fantasía.» El espíritu y los temas a los que se recurre vienen a ser, en cualquier caso, muy similares al poema principal, aunque se centra más en la intención y divaga menos.

En definitiva, una perspectiva muy valiosa, difícil de adquirir de otra manera –aunque ahí estén tanto London como Thoreau–, es una manera muy especial y valiosa de entender la literatura y, con sus fallos y aciertos, nos embarca en una perspectiva acogedora y moderna que se halla en estrecha relación con la sociedad actual. Cualquiera de nosotros puede adoptar la visión de Whitman incluso después de los ciento sesenta años que han pasado desde la publicación de la primera edición la obra.


Estéis o no en sintonía con él, no deja de ser una obra útil y que te abre singulares y muy valiosos horizontes, sobre todo en la manera en la que nos podemos tomar la vida y el mundo; en no creernos el centro de todo, sino aprender a ser como la hierba: un sinfín de piezas maravillosas interrelacionadas entre sí, partes de un enorme, poderoso y bello conjunto que es besado por todos los elementos.


Conclusiones:

Lorca, Cavafis, Blake o Machado tienen una noción de la poética que Whitman ni concebía ni, posiblemente, era capaz de igualar. Por eso su obra es una pila de "estrofas" kilométricas en las que el sentido del ritmo brilla por su ausencia. No perdonemos a Whitman por su intención renovadora a este respecto: él no inventó el verso libre ni mucho menos.

Así, se trata de una especie de prosa redactada a trompicones, los temas tratados literalmente según le venían a la cabeza al autor. Intenta hallar en las descripciones profundas y en la exaltación estilística un remedo a lo anterior.

«Canto a mí mismo» es pretencioso, una obsesión por la imagen, por parecer lo que no es, sobre todo hasta la primera mitad. Se esconde, por ello, en términos bellos pero ambiguos. Está contento con todo, de tal manera que se libra de criticar juiciosamente nada. En la metáfora de Nietzsche hallamos profundidad coherente, en la de Whitman observamos demasiadas veces meras bombas de humo.

Las enumeraciones descriptivas, tal y como apuntara Borges, destilan una "frialdad" que pueden dejar al lector bastante indiferente.

Innova de forma esencial en los temas tratados y en la manera optimista de abordarlos, pero su uso del lenguaje dista bastante de ser original. Yo mismo no di crédito hasta bien avanzada la obra: «¿De verdad esto es la mejor poesía de la modernidad, una cumbre de la humanidad?»

Después de una primera mitad de «Canto a mí mismo» insulsa y plasta, nos introducimos en ideas más concretas y pulidas. La perspectiva vital de Whitman se revela, finalmente, como un descubrimiento que pasó demasiado tiempo desapercibido. Un balcón se abre a tu vida y sientes el aire fresco y las hojas otoñales en el rostro. Es en ese punto cuando surge un respeto escéptico por el autor, pero yo seguí pensando que su ambigüedad y sus brillos de hombre inseguro y pretencioso –por no citar la falta clara de maestría en el uso del lenguaje– me malograron una lectura que en otras manos podría haber sido todo un hito.

El canto supremo a la naturaleza, la individualidad, la libertad, el optimismo vital (incluso respecto a la muerte), la defensa de los valores democráticos y de la igualdad, la paz tanto en los bosques como en plena urbanidad, el retrato de la esencia norteamericana. Esos son los temas tratados en «Hojas de hierba», una excelente intuición malograda por su evasión de los conceptos concretos.

Con sus fallos y sus aciertos, «Hojas de hierba» no deja de ser una obra de una singularidad muy atractiva, un caso único en la literatura universal. Las perspectivas vitales que aporta son muy valiosas y abren los ojos al respecto de nuestra relación con la vida y con el mundo, que no es poco. Es difícil no salir de esta obra sin estar un poco más en paz con todo, te destensa y te enseña a sentir de una manera más fina y sensual; hasta lo más diminuto pasa a percibirse como algo importante.

domingo, 10 de agosto de 2014

«El guardián entre el centeno» de Salinger.

La confusa búsqueda de identidad en la adolescencia perfectamente plasmada en un volumen con el que nos sentiremos siempre de algún modo identificados

Antes de nada...

Es posible que en ciertos puntos el análisis destile cierta falta de cohesión, esto es porque he arrancado las partes en las que se incluían spoilers y mis respectivas impresiones al respecto.

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, informo que al final de la entrada se incluye una breve conclusión que puede tomarse perfectamente como reseña literaria.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:

Esta obra es maravillosa, sin embargo, no la he podido degustar en las mejores condiciones por dos causas. En primer lugar, me he obligado a leer en tres días el libro*. Esto ha llevado a periodos de cansancio y de falta de concentración durante la lectura, además de cierta ansiedad para cumplir con las páginas requeridas por cada día, que eran ingentes (60; 110; y 110). Este es el pecado capital del lector que quiere aprovechar sus vacaciones para leer una cantidad imposible de libros: y de los errores se aprende.



Edición 2010 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



El segundo motivo y más importante, radica en mi edad. No es que exista un límite de edad ni mucho menos, pero sí está claro que la franja en la que más propiciamente se absorberá la esencia del libro, recae preferiblemente en la adolescencia: concretamente entre los 15 y los 18 años; de hecho, la edad del propio protagonista (16 en el relato de la historia y 17 en el presente, mientras la relata). Ahora estoy muy satisfecho, pero siento perfectamente la lástima de no haberlo leído en aquel tiempo, ya que lo hubiera absorbido con verdadero éxtasis. Recuerdo que hablo a nivel personal, habrá personas que con la edad que sea puedan, naturalmente, disfrutarlo con exacta intensidad.

No deja de ser deplorable que no se lea esta obra en el colegio y que, sin embargo, te obliguen a otras que ni son propicias ni de utilidad alguna a esas edades. Hablo de, por ejemplo, «La Celestina», «El libro del buen amor», «El conde Lucanor», «Don Juan Tenorio», «Niebla», etc. Incluso el «Mío Cid», por Dios. No sólo no enseñan nada, sino que generan una terrible repulsión hacia la literatura a los jóvenes –ya de por sí indispuestos–, con el peligro latente de que la arrastren con posterioridad.

Venía de leerme «La Odisea», «Las penas del joven Werher», «El tío Goriot» y «Hamlet», con sus lenguajes poéticos –“filosófico” en el caso de Balzac– que en algunos casos llegaban a una complejidad elevada, lecturas lentas a fin de cuentas. Así pues, al leer las primeras páginas de «El guardián entre el centeno», con ese lenguaje tan simple, con las mismas muletillas esparcidas de manera constante, bueno, sentí que era demasiado sencillo y corrió el pensamiento por mi mente de escoger otro libro (es como pasar de golpe de levantar una pesa de quince kilos a una de tres). Pero seguí, pues me parecía absorbente, y también divertido en algunos puntos. Lo que quiero decir con esto es que no os desaniméis por el contraste que pueda causar en vosotros el estilo que Salinger insufla en el protagonista, pues la obra en seguida se aprecia excelente; y las páginas pasan a gran velocidad sin que apenas nos demos cuenta.

El «Guardián entre el centeno» es la historia en primera persona las aventuras y desventuras del adolescente Holden Cauldfield tras enterarse de que va a ser expulsado de su instituto (o escuela preparatoria). Pero no sería un clásico si no fuera más allá: Salinger convierte con una eficacia total, con una armonía inigualable, a Holden en el símbolo de la rebeldía y confusión adolescente de todos los tiempos. Por supuesto, él no es el único joven al que se describe en la obra, de tal manera que podremos observar algunos de los más característicos roles adolescentes en un retrato de la máxima categoría.

Sería muy difícil realizar un análisis digno de este libro, entre otras cosas, porque en su aparente sencillez hay un cúmulo enorme de matices y de interpretaciones. Holden Caulfield se dedica, constantemente, a realizar apreciaciones sobre todo. Es susceptible, sabe lo que le gusta y lo que no, pero a veces no sabe explicarlo, o lo hace de manera aproximada o confusa. Aunque parezca todo lo contrario, a mí me parece que si bien Holden no “sabe” con certeza lo que quiere para él, sí que es capaz de intuirlo. El problema, su gran tribulación y confusión surgen, en gran medida, en el choque que significan sus intuiciones respecto a los designios de la sociedad en general y de sus padres y los colegios en particular, por la exposición directa a la que le someten éstos en tal periodo de su vida. 

No sabe cómo escapar, le gustaría mucho, pero no puede, sabe que no puede, pero sueña, sueña mucho. Me encanta que Holden sueñe de esa manera, es realmente bello. A decir verdad, muchas de sus apreciaciones eran similares o idénticas a las mías cuando tenía su misma edad. Aunque, para ser más precisos, habría que aclarar que la mentalidad de Holden es muy análoga a la mía, pero respecto a cuando yo tuviera unos 10 años. Si bien a mis 16 aún había una influencia de tal remarcable, yo a esa edad era ya distinto: más inteligente, preciso, astuto, conformista, frío y orgulloso: sobre todo orgulloso. Por eso me causa gran ternura la personalidad de Holden, que viene a ser la mía a una edad aún anterior. Muchas de las críticas o sensaciones que recorren a Holden las he sentido yo en mis carnes cientos de veces, sobre todo en lo referido a sus análisis hacia las personas. Hay algo muy íntimo de mí en Holden.

Este libro no es algo que deba ser subestimado lo más mínimo. Es la representación perfecta de la adolescencia sin exageración ninguna, si bien es cierto que el ambiente que se respira es claramente irrecuperable en cuanto al contexto histórico y social en el que se desenvuelve el protagonista; me refiero a que hoy un adolescente occidental no podría deambular de la misma manera por su ciudad, no exactamente de la misma forma, tan “despreocupadamente desatada”. El atino en las relaciones entre los diferentes personajes adolescentes es magnífico, y no niego mi admiración en cuanto a que un adulto pueda llegar a alcanzar tal fidelidad insuperable cuando yo, que hace relativamente poco que dejo atrás tal etapa, ya casi la había olvidado: permanecen en la cabeza datos aislados y fríos, pero casi todas las impresiones y sensaciones desaparecen; los pocos recuerdos se aprecian como vería un paisaje un enfermo de cataratas.

Queda claro que Holden y yo hemos compartido afinidad en multitud de apreciaciones y sentimientos, pues. Por ir al más trascendente, el tema educativo. Los dos valoramos de igual manera la escuela, las asignaturas, los compañeros de clase, los profesores…; la metodología, sí, subráyese la metodología. Este libro sería de una utilidad inmensa para los docentes, y para los que formulan los sistemas educativos en general. La esencia de la incomprensión que se establece con frecuencia entre educador (o maestro) y alumno se percibe en la novela. También se aprecia con meridiana claridad las inaceptables consecuencias que esto ha arrastrado siempre.





«Facing the storm» de Dave White.


En el principio me ocurrió una cosa inesperada. Está hablando con su anciano y enfermo profesor de historia, y éste le pregunta que si sabe qué va a hacer con su vida. Holden responde en seguida que sí lo sabe, pero luego se lo piensa un poco y precisa algo como «Bueno, quizá no tanto. Quizá no, no lo sepa muy bien, señor». Tal era mi identificación, tal era la viveza de la intensa tortura que tuve que soportar del mismo modo que él, que comencé a reírme con ganas pero, a su vez, se despertó cierta emoción en mi pecho y estuve cerca de soltar lágrimas.

Muchas cosas están mal, él no se ve compatible con ese mundo, intuye con fuerza la miseria que le rodea. Es un chico de corazón puro y carácter noble –a pesar de las mentiras, por ejemplo– que reniega de algo que juzga, y con razón, de mísero, mezquino y falso, terriblemente falso. Su susceptibilidad no me parece mala o reprochable en absoluto, sus juicios son acertados y de lo más pertinentes. Holden es un chico sensible que podría llegar aspirar a algo importante. La verdad es que tiene razón en muchas cosas, y el que el resto de la gente que le rodea no sean tan susceptibles como él no es un acierto ni un elogiable estado de “madurez”, sino una verdadera tara y problema, más para los individuos como Holden.

Sus referencias y citas con las chicas me han parecido, en la misma línea, excelentes, denotando una comprensión de la psicología humana muy poderosa; en este caso, y por lo que es y será recordado, por la habilidad maestra para retratar –como ya hemos dicho– el carácter juvenil, aunque también lo haga genialmente con los adultos descritos. El lector deambula gratamente en una dulcísima y emotiva veracidad.

Ese torbellino en el juicio, esa espontaneidad bendita, esa confianza en los sentidos, en la intuición. Esa fe en la improvisación, la felicidad en la aventura, el desahogo en la evasión. La indignación más airada y la dicha más ingenua y sincera separadas por un breve cordón que se basa en lo anterior. La asimilación del mundo, la enajenación hacia las normas sociales establecidas, la sensación de ser algo ajeno al sistema con el que, sin embargo, se las tiene que apañar para pervivir, para que sea plausible  lo que se supone dicen es "avanzar". La exploración de la sexualidad, de los gustos y lo desagradable en las demás personas y sucesos que va observando ante sí, con los que interactúa de cien maneras distintas: desde la desagradable indispensabilidad forzada a una especie de relación basada en la sintonía casi mística y fraternal –como con la chica que le gusta o las monjas del café–. Eso es el protagonista, y difícil será que no resucitemos en sus páginas al Holden que todos llevamos dentro. Nos podrán entrar ganas, incluso, de volvernos un poco como él; al menos un tiempo, al menos un tiempo. Lástima que, como dice constantemente, no acostumbremos a «estar en vena».

Estoy seguro que lo volveré a leer en un lapso no muy prolongado. El sentimiento de emotividad, una especie, también, de estado de “bienestar” cálido, entrañable, acogedor, en el que me ha envuelto esta obra excelente, es bien digno de ser repetido. Y he de reconocer que algunas de las apreciaciones y tropelías de nuestro inolvidable protagonista me hicieron reír como no recordaba ya en la lectura de un libro.

Un adolescente habría hecho exactamente lo mismo que Holden, habría escrito todo de esa manera. Holden es Holden, y se lo agradezco enormemente a el autor.

He de quedarme con la escena final, verdaderamente preciosa, como quizá nunca antes había leído y sentido en un libro; no de esa manera. Cuando Holden espera a su hermana para despedirse antes de su “gran aventura” –que finalmente aparca cabalmente–, y ella se enfada porque no le deja ir con él. Luego se va con ella al zoo –todo descrito con primor– y, finalmente, acuden a un tiovivo, donde esta sensación a la que aludo alcanza su climax. Hasta tal punto disfruté y me impliqué, que lamenté de veras no tener una hermana pequeña con la que hacer cosas así. La verdad es que ni siquiera se me había ocurrido nunca, y es cierto que podría haber llegado a ser extraordinario. Phoebe, esa niña magnífica, es un personaje al que pongo con todo mi alma a la misma altura que el propio Holden.


Cuando él, sentado en un banco, la está viendo a ella dar vueltas en su caballo, incluso cuando se pone a llover intensamente y los padres se cubren, en ese momento yo fui por unos momentos Holden, y me sentí muy bien. Fue estupendo. La verdad es que desearía haber disfrutado tanto como él, haber tenido esas “aventuras”, sus incontables anécdotas y conocidos, su libertad… Yo a su edad, era el doble de viejo, y siento que he desaprovechado en cierto modo esos años absolutamente irrepetibles –“particularmente irrecuperables”–, aunque profeso cierta emoción de haberlas vivido, aunque haya sido sólo un poquito, junto a Holden. ¿No son estas, precisamente, las divinas dichas de la literatura?



J. D. Salinger en 1963.


Termino con el siguiente extracto del libro. En él Holden da su famosa respuesta a lo que querría –a lo único que se le ocurre de corazón– ser de mayor. La belleza y connotaciones que hallo en el texto son dignas de mi más tierna consideración:

«Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo cuando van entre el centeno, muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños, y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde del precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Yo sería el guardián entre el centeno.»

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*Se habla, naturalmente, en presente mientras se realizaba el análisis, que es meses antes de la publicación de la presente entrada.


Conclusiones:

Una novela entrañable, divertida y muy sencilla de leer. Será imposible que no nos identifiquemos con algunas de las sensaciones y apreciaciones de Holden, un personaje que, a pesar de sus modos, no deja de ser inteligente, crítico y con un elevado y preciso concepto de lo verdadero y lo falso en las personas. 

La rebeldía adolescente de todos los tiempos, la confusión, susceptibilidad, quedan impresas de manera irreprochable. Nosotros mismos nos involucraremos en sus dudas, sus cambios de humor, su evasión en la aventura, su exploración crítica e ingenua del mundo que interacciona con él. Muchas de sus apreciaciones podrían ser las nuestras propias en aquella edad. Porque sus miedos fueron también los nuestros.

Holden nos hará recordar lo que olvidamos e, incluso, lo que nos arrebataron o nosotros mismos decidimos desdeñar. Con Holden contactamos de manera íntima con nuestro yo más genuino, primigenio e ingenuo. 

No puedo dejar de destacar la imagen final con su hermana Phoebe, sencillamente preciosa. El atino en el análisis psicológico del joven, sus reacciones, gestos y respuestas, es primoroso.

miércoles, 6 de agosto de 2014

«El tío Goriot» de Balzac.

En la profundamente desigual Francia del XIX un joven estudiante en la miseria buscará integrarse en la alta sociedad, descubriendo por el camino lo más alto y lo más bajo de las personas

Antes que nada...

El análisis no pretende portar spoilers, y se emplea el lenguaje con cuidado. Ahora bien, se incluyen algunas observaciones a hechos que, ineludiblemente, dejan entrever ciertos sucesos relevantes. Yo advierto que no enturbian de ninguna manera el interés por la lectura y que, por otra parte, existen análisis mucho menos sutiles al respecto en los propios prólogos o enciclopedias estudiantiles. A pesar de esto, estoy convencido de haber empleado precaución en la forma de exponer dichas cuestiones. Entiéndase también que en los clásicos, al ser tan universales y analizados, hay determinados hechos que se conocen por pura inercia cultural (qué lector asiduo no sabe de antemano que Odiseo regresa sano a Ítaca, que Romeo y Julieta mueren, etc.). En definitiva, no lo recomiendo para los que no puedan ni oler los spoilers, pero en principio no vería demasiado problema.

Recuerdo que si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, hallará una conclusión al final que puede tomarse como breve reseña literaria.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.


A pesar de todo, existen en el análisis determinados párrafos que solo se entenderán bien una vez terminada la obra.



La primera imagen corresponde a la edición del libro que yo mismo he empleado para la lectura.



Agradezco cualquier precisión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«Muy feliz por su falso éxito, Eugenio acompañó a la vizcondesa hasta el peristilo, donde cada uno espera su coche.
–Su primo no parece la misma persona –dijo el portugués riendo a la vizcondesa, cuando Eugenio los dejó solos.
–Va a hacer saltar la banca. Es ágil como una anguila, y creo que llegará lejos. Solo usted le ha podido poner a tiro una mujer en el momento en que precisa que la consuelen.
–Pero –dijo la señora Beauseant –habría que saber si ella no ama todavía al que la abandona.»


Se podrían sacar cientos de matices y conclusiones de esta novela. El estilo de Balzac no se puede encasillar precisamente de dinámico, muy en la línea del realismo de primera mitad de siglo. El libro comienza con una larguísima descripción que, sin embargo, no termina de aburrir por su maestría. El uso de la yuxtaposición es sin duda frecuente. A mí mismo, en un principio, no me pareció que mereciera –a pesar de su evidente excelencia literaria– la enorme fama que posee, pero en seguida hay que pensar que se trata de una pieza más de la enorme obra de Balzac, de su «Comedia humana», que es leída en su totalidad como debiera valorarse: encajándolo todo.



Edición 2009 de Alianza (diseñador de cubierta no especificado en pág. preliminares).



No me ha entusiasmado demasiado, la he leído con un ánimo que, si no llegaba a la frialdad, bien podría encasillarse de templado. Ni mucho menos quiero con esto decir que me haya aburrido, en absoluto. Se aprenden muchas cosas que, sin embargo, yo ya conocía; esto es que la novela te da una perspectiva exacta donde antes sólo había sensaciones y planteamientos vagos. Porque, ¿a quién le gusta llenar su cabeza con las ruindades de la sociedad humana? También es cierto que la circunstancia de aquella época posee suficientes rasgos diferenciadores respecto a la actual, como para que no me involucrara lo que merecía. Respecto a la descripción de dicho contexto histórico, cabe decir que es un cuadro cercano a lo perfecto: aquella sociedad en el que la miseria era honda, extrema y terrible, y la riqueza era la más dorada, voluptuosa, bella y sofisticada. A pesar de las señaladas diferencias, el carácter de la sociedad es muy similar en sus parámetros esenciales respecto a lo que podemos observar hoy. En la actualidad hay más oportunidades y mucho menos hambre: tener el estómago lleno ayuda, desde luego, a maquillar mejor la mezquindad y la cicatería; pero ahí siguen, en el fondo de innumerables seres humanos, fríos, bobos, vulgares, egoístas, pretenciosos y maliciosos. 

Anastasia y Delfina no sólo marcan la miseria de los hijos malcriados, desperdiciados, irreparablemente esperpénticos y carentes de espíritu y de empatía algunas. También remarca de manera muy ilustrativa la miseria de la mujer fatídica: la superficialidad, el interés constante, el adorno, la hipocresía, la gratitud ante el cumplidor de sus deseos que se convierte en frío desdén cuando éste deja de alimentar ese suministro (aunque la razón sea que no le quede un céntimo). Lo que ya no les es práctico, lo que ya no les es de utilidad queda apartado, e incluso se convierte en algo molesto y vergonzoso. Su propio padre les resulta molesto y vergonzoso. Su padre Goriot, que se dejaría arrancar sus huesos y sus pulmones sólo por hacerlas felices un día entero.

También toda la miseria de lo peor del carácter masculino, encarnado en los yernos, el Señor de Restaud y el Señor de Nucingen; sin duda son un compendio de lo más detestable y bajo que puede albergar un varón. Ellos mismos son los encargados de destruir la poca empatía que podía restar en el corazón de unas jóvenes Anastasia y Delfina. Se aprecia en este sentido un interés de Balzac por extender no sólo la vileza humana en general, sino en determinar esas sutilezas de carácter que en el común de los casos suelen establecer divergencias entre los caracteres de los dos géneros; también dichos parámetros diferenciadores entre las clases sociales, entre las circunstancias de cada cual; pero en el fondo, dejando a un lado el más espeso o más diluido, más negro o más marrón, hallamos en casi todos la citada vileza en sí, la dañina bajeza perdonable solo a causa de la terrible simpleza de la que proviene en última instancia.

Vautrin es, en mi opinión, el personaje mejor conseguido y el más interesante. Me provocó algunos dilemas que me entretuvieron. ¿Yo me habría unido a él? Llegué a considerarlo como un maestro, un ser afín, un guerrero digno al que arrimar el escudo. Que no se me malinterprete: tampoco en sentido estricto y extremo; pero sí me planteaba esa posibilidad. Ciertamente, no era un hombre malo sino un rebelde, y sin duda su propuesta era infinitamente más pura que su contrincante: un estado que apestaba maldad y manipulación: injusticia absoluta. Además, se parte con el aliciente de que Victorina era una mujer estupenda, una mujer incorruptiblemente buena, que me recordó irremediablemente a Sonya de «Crimen y castigo», pues sus similitudes son evidentes. ¿El asesinato? Un ser indigno, el hermano de Victorina, un ser abominable como un parásito o una rata; lo mismo su propio padre (del que parece existir un volumen de Balzac dedicado para él, según vi en una de las anotaciones del traductor y que, por lo demás, dejaba bastante claro que, efectivamente, se trataba de un ser malvado, terriblemente despiadado) que, sin embargo, viviría. Pero los principios de Rastignac cobran fuerza, se resisten a esa lógica en apariencia bastante clara (por cierto que Raskolnikov de «Crimen y castigo» tendría aquí mucho que decir). Imagino que yo habría terminado decidiendo lo mismo.

¿Por qué insiste, sin embargo, en la Señora de Nucingen, en Delfina? No es una mujer particularmente detestable, pero sigue poseyendo rasgos demasiado pestilentes. En sí misma no sería una elección atroz, ella propiamente termina enamorándose de Eugenio (si es que podemos considerar “amor”, tal y como señala Balzac, a un agradecimiento por el placer recibido). Sin embargo, si la comparamos con Victorina, enteramente pura, Nucingen se queda en una chica de un tipo que no deja de ser relativamente frecuente.




Tal y como representa a la muchacha Albert Lynch me figuraba yo a Delfina de Nucingen.



¿Y qué decir de la alianza que supondría esto con Vautrin, con ese hombre superior; con todos sus contactos? Ese hombre, que parece peligrosamente sospechoso y tramposo en un principio, resulta ser un espíritu en cierto modo nitzscheano, toda una lógica sin escrúpulos, y que tiene un altísimo concepto de la amistad, que es completamente ajeno al concepto de “traición”. He ahí el dilema: lógica o principios. Hace bien poco me habría decantado por la lógica, hoy en cambio voy oscilando hacia los principios. Me resulta muy similar este personaje a Stavrogin de «Los demonios». Por lo demás, he de subrayar la excelente labor de Balzac con Vautrin.

Hay un marco limitado de personajes. La Señora Bauseaunt me ha dejado una sensación agridulce. Parece una buena mujer, pero no deja de ser una mujer cualquiera, solo que con mucho dinero. La personalidad también se ha visto beneficiada –e incluso un poco perjudicada– por este hecho. La Señora Vaquer es una estampa de todo lo más vulgar que puede reunirse en una señora tacaña e ignominiosa. Es, además, un tipo de psicología femenina que, en mayor o menor medida, yo mismo he podido advertir en bastantes ocasiones. Como con las demás siluetas ruines, no me causó indignación ni cólera: tan calados los tengo. Simplemente asentía mientras seguía leyendo: «En efecto, Balzac, así es este desganado y decadente animal». Poiret, que no deja de ser una hipérbole del hombre masa, el hombre engranaje, que todo lo valorable que puede llegar a pronunciar es producto de la imitación, y no del razonamiento propio es, como señala el propio Balzac, un funcionario imbécil. Poco más. Es caricaturesco que la Señora Michoneau le dome como un perrito: es exactamente la relación que se establece entre este tipo de hombres y mujeres respectivamente. La vulgar ruin y el perrito imbécil. Son una legión: lo fueron y lo serán siempre. De lo más lamentable entre las corrientes humanas. La Señora Couture se trata de esa típica «madre buena» que, a pesar de ser terriblemente ingenua, posee bondad y capacidad de sacrificio, de empatía. Quizá sea precisamente por ello, por su ingenuidad santa. Bianchon me recordó vivamente a Razumihín, también de «Crimen y castigo». Se me ha olvidado decir que Vautrin no deja de tener ciertas semejanzas –aunque en este caso salvando muchas distancias– con otro personaje de citada novela, Svidrigailov.

Rastignac, a pesar de ser el protagonista, no es un personaje que me haya transmitido la suficiente complejidad psicológica; al menos para que alcanzara el interés como para convertirse en el centro de tan importante obra literaria. Se trata, a grandes rasgos, de un joven avispado, que aprende muy rápido las cosas, con un corazón noble y unos principios relativamente sólidos –a pesar de la suciedad y ruindad que le rodean, anegándolo todo–. Es alguien que posee el valor y la entereza suficientes como para arriesgarse, combatir, tratar de coger lo que quiere en la vida. También es verdad que posee una suerte increíble: teniendo la madre que tiene, teniendo una prima –la Señora de Beauseaunt– rica y que se muestra receptiva, siendo lo suficientemente joven y atractivo como para atraer a la Señora de Nucingen y a la propia Victorina, conociendo a alguien como Vautrin, como Goriot, como Bianchon… Existen unas pequeñas trabas al principio, pero luego, en verdad, todo le sale bastante bien, mas si tenemos en cuenta TODO lo que le podría haber salido mal, pues muchos eran los inconvenientes en su trayecto y sólo unos pocos se le manifiestan, salvándolos sin mucha agonía gracias a sus propios contactos. Eugenio de Rastignac me cae simpático, y me parece un ejemplo de la mejor clase de juventud. Tiene mi misma edad, y su enfrentamiento a la vida y a la sociedad comparte numerosos puntos respecto al mío, y en cuanto al joven de todos los tiempos. La diferencia, claro está, es que mi situación es infinitamente más acomodada que la suya; también, me atrevería a decir, que más encorsetada y exasperante. No lo aseveraré con rotundidad, pero casi me parecería mejor enfrentarme a su situación que a la mía propia, y no es una cuestión de evasión, sino que su circunstancia me parece del todo accesible y superable. ¡Ay! Si yo tuviera una prima Beaseaunt, si yo compartiera hospedaje con un Vautrin, si yo tuviera a una santa Victorina de significativas miradas enfrente mío en las comidas –que, por cierto, muy buena la tierna escena en la que ella cuida de un Eugenio dormido a causa la treta de Vautrin–.




«La escalinata de la ópera» de Louis Beround.




El tío Goriot es un personaje unidireccional. Es la máxima representación de la abnegación, de la paternidad, de la bondad, de la honestidad, de la entrega. Y no se sale demasiado de esa línea, sin embargo, lo que le hace predecible y algo aburrido de manera inevitable. ¿Se ve cómo yo mismo soy un poco «Nucingen-Restaud», como yo mismo soy un «hijo joven» que reniega del buen tío Goriot? No deja de ser preocupante. El mundo nos enfría a una velocidad terrible, lo que antes eran sentimientos y honestidad, se convierte rápido en frialdad, frivolidad, indiferencia, egoísmo. Y aunque uno trata de recuperar un atisbo de la sensibilidad perdida, me doy cuenta de que se hace dificultoso al no ser que la sociedad cambiara drásticamente, o que se hallara alguna intrincada manera de que pudiera vivir prescindiendo de ella, evitando así su contaminación viciosa y mortal. Eso sí, yo hubiera sido incapaz de reaccionar como lo hicieron sus hijas, máxime cuando el pobre hombre se precipitaba a los albores de su existencia en una pena y en una agonía infinitas. En este sentido, mi conciencia acompañaba la misma dirección que la de Eugenio.

Durante el desenlace de Goriot, yo leía sin que mi ánimo se viera enturbiado o afectado lo más mínimo. Sin embargo, curiosamente, sentí afinarse en cierto modo mi sensibilidad, en el preciso instante en que quedaba media página para acabar el libro, cuando Rastignac acaba de ver a Goriot descender y queda solo ante el sol ocultándose tras la silueta de París. No fue nada espectacular, pero la noción de que una persona tan notable como Goriot quedara olvidado en "fango", sin nadie que le quisiera, sin sus luceros: sus hijas, sin una ceremonia digna, sin nada más que su amado medallón en el pecho –que incluso la miserable Vaquer estuvo a punto de agenciarse–. Esa entrega, sufrimiento, sacrificio totales, superlativos; esa rara mancha de bondad pura e irreprochable desperdiciada de una manera tan triste, mudamente trágica, fría, en una especie de sinsentido inevitable. ¿Cuántos como él, siguieron su mismo destino fatal y penoso? Siempre subestimados, desdeñados, despreciados, burlados, desperdiciados, sumidos en el olvido, como introducidos de una patada a un agujero sin fondo, sólo raramente presentes, en este caso para la inspiración pasajera en un corazón joven, en Rastignac. Hace ver lo miserable de la vida, una miseria tan sorda, muda, tan fría, tan aburridamente fría, tan exasperantemente estéril. Hace parecer que nada sirve, en última instancia, para nada. Las fuerzas de devoran entre si, las voluntades se absorben o se disuelven sin que nada parezca surgir ni llevar nada a buen cabo. Esa sensación me pareció valiosa: la percibí en el ocaso de Goriot.



Honoré de Balzac en 1842.



Lo dice claramente la mejor amiga de Beaseaunt: «Un corazón que lo entrega todo, ya no le queda nada valioso que ofrecer». Eso sucede con el bien incondicional, con Goriot. Esa es la eterna pena del mundo, y lo que destapa la gran mezquindad que asola los corazones humanos: me suena a maldición, a enfermedad. Los comediantes más detestables pasan por famosos, y los verdaderos seres valiosos, los Goriot, quedan en arena y huesos, menosprecio y luego, casi instantáneamente, olvido total. A muy pocos les parece una gesta lo de Goriot. A la gente “gesta” les parece las conquistas de Napoleón o el atleta más rápido de una competición, pero lo de Goriot siempre quedará desadvertido, cuando es él el verdadero héroe, el íntegro benefactor de la humanidad, el verdadero pilar de los hombres y mujeres del mundo.

Pero la cuestión al terminar esta novela, y cuya respuesta honesta es la ratificación total en la propia tesis de Balzac, es la siguiente: «¿Matarías a un chino desconocido, al otro lado del mundo, a cambio de ver cumplido tu deseo absoluto de felicidad?» Ahí está la pregunta. Balzac responderá, y Goriot: ojalá también el lector.


Conclusiones:

La obra es un retrato sobresaliente de la sociedad Parisina del siglo XIX, pero también de las miserias de la sociedad occidental de todos los tiempos, de todo el fondo de vanidad repugnante del que parece imposible salvar al hombre, sea cual sea su época y condición. 

Aunque podemos hallar apreciaciones parecidas en otras novelas realistas francesas de la época, el estilo de Balzac es digno de concentrar en él toda nuestra atención. 

Acompañaremos a Eugenio en su ambición, nos reiremos entrañablemente de sus torpezas y elogiaremos sus aciertos y sus osadías. 

Merece mi comentario aparte el personaje de Vautrin, que tanto me recordó a Stavrogin de «Los demonios»; el acierto y la precisión psicológica en este inolvidable personaje resulta genial. 

Por último, no podremos acallar a nuestro corazón con el destino del buen Goriot, que creemos secundario al principio, y entenderemos el por qué se halla en el título, finalmente. Goriot es el bien más puro, incondicional e ingenuo, una de esas diminutas islas condenadas a sucumbir casi siempre, tarde o temprano, ante la maldad indiferente, la ambición corrosiva y la vanidad insaciable del resto de la sociedad.


¿Usted dejaría morir a un chino cualquiera al otro lado del mundo a cambio de ver cumplidos sus más profundos deseos? Lógica o principios. Balzac le llevará a su respuesta.
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