El hombre común es el protagonista del mundo en un libro de poemas que introdujo temas muy innovadores
Antes de nada...
Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, al final de la entrada se incluye una conclusión (en este caso en concreto se me ha ido un poco la mano en dicho resumen) que puede tomarse perfectamente como reseña literaria.
También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.
La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.
Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.
Análisis:
Whitman es un personaje que me despertó
sentimientos opuestos. Literalmente, he pasado de detestarle y desdeñarle con
férrea convicción a poder respetarle con un gesto de escepticismo. Expliquemos
esto más detalladamente.
Como sabrá el lector, «Hojas de hierba»
se divide en diferentes secciones. La más importante y que le da la fama
–ocupa la inmensa mayoría del libro– es la de «Canto a mí mismo», que es lo que
le transciende a clásico de la literatura. Así pues, tras leer el primer poema
breve («De riachuelos de otoño») que pasa sin pena ni gloria –no es un poema
que destaque para nada–, nos hallamos en la disposición de acometer el quid de
la cuestión.
Whitman revisó, amplió y corrigió el
contenido de «Hojas de hierba» nada más y nada menos que a lo largo de nueve
ediciones. La mía, de Alianza, corresponde a la primera –la más íntegra, al
parecer Whitman la expurgó en cierto modo en las posteriores–, en edición
bilingüe. No es que tenga un nivel de inglés estratosférico, pero soy capaz de
apañármelas hasta cierto punto. Sin embargo, al comprobar repetidas veces que
la traducción efectuada por Manuel Villar Raso era prácticamente idéntica –el
inglés se traduce siempre muy efectivamente– al texto original, me decidí por
leerlo casi siempre en español. En esto contribuyó mucho el enfado que pillé
con la obra y que duró hasta casi la mitad.
Whitman no emplea ni métrica ni rima en
su poema. Para decirlo de manera menos sutil, se pasa por el forro de las
pantorrillas cualquier tipo de restricción típica de la poesía. Sus versos son
larguísimos, no guardan relación de longitud aparente, la rima no existe ni por
casualidad; pero tampoco demasiada armonía en la disposición que se diga. Se
supone que se basa en la estructura de los versículos bíblicos, pero ya os digo
que no excusa para nada las tropelías que comete. Yo no lo consideraría ni
poesía, es más bien una prosa escrita a trompicones y con un uso de la
metáfora, con ese estilo exaltado y profundo, tan típicamente lírico.
También se evidencia la total desgana e
interés por la estética en el mismo proceder. Los temas son tratados de manera
prácticamente aleatoria, se cambia radicalmente de asunto en cada verso o,
incluso, en cada estrofa. Da la impresión de que el señor Whitman está
escribiendo lo primero que le viene a la cabeza. Esto se intenta excusar en la
intención renovadora que supone Whitman desde una perspectiva general: yo llego
a sospechar que acaso no se le daba demasiado bien y decidió cortar por lo
sano; pero no olvidemos que Whitman no inventó el verso libre ni muchísimo
menos.
Bien, vayamos a «Canto a mí mismo» y la
razón de mi biliosa primera reacción. Voy a ser directo y claro; Whitman es
pretencioso, es un obseso de su imagen, es alguien que desea aparentar lo que
él mismo no se cree, en el fondo, que es. En aquella época estaban de moda los
“héroes”, y la correspondencia suya que se conserva dejaban bastante claro todo
lo referido a su personalidad que yo mismo aprecié rápidamente en su obra.
Quiere romper moldes, está claro que lo hace, pero lo malogra todo lo mucho que
resalta su afán por querer llamar la atención, por convertirse en alguien
influyente y admirado. También malogran la lectura las características formales
descritas: no tiene ni idea de lo que es la poesía, para mí un Lorca o un
Machado es poesía y, Whitman, diga lo que se diga, no. Renovar no es abolir,
que es prácticamente lo que él hace. Lorca es infinitamente mejor poeta que él,
también Cavafis o Blake. La ventaja de Whitman radica en lo pintoresco de su
intento pero, sobre todo, en los temas que plantea. Whitman es sin ningún
género de dudas el supremo cantor de la naturaleza, de la armonía vital con
cada cosa. Es un gran defensor de la igualdad, la democracia y la individualidad.
La libertad y un optimismo muy original respecto a todo –incluso respecto a la
muerte– se absorberán de Whitman de manera completamente irrepetible. Aúna
todos estos temas muy bien, y los trata con cierta profundidad.
Es cierto que nuestro “poeta” es más
original que profundo si nos ceñimos al sentido estricto de la palabra. ¿Por
qué? Al estar contento con todo, evade la necesidad de ser verdaderamente
crítico con nada. Así, Whitman navega en
la ambigüedad de sus propias apreciaciones, a salvo de despertar el
escepticismo de muchos, protegido de cometer error alguno en sus
consideraciones precisamente por su manera de abordar las cosas: lo dice todo y
no dice nada. En demasiadas ocasiones se asemejan –o son– a meras bombas de
humo. Casi cualquiera tiene la capacidad de plasmar sensaciones al nivel
retórico de Whitman, que es más simple que el mecanismo de un cubo, a pesar de
que sus versos filosóficos puedan crearnos dudas: la ambigüedad comentada le
sigue salvaguardando.
Hace surgir una perspectiva muy
interesante sobre la vitalidad del hombre moderno. Lejos de evadirse a lo
etéreo como los anteriores poetas, Whitman acoge en su seno a todo lo viejo y
lo nuevo de igual modo: para él es tan bueno lo que fue como lo que está por
venir. Alabanzas constantes tanto a la apacible naturaleza como a la ciudad
bullente, tanto a los animales –de los cuales saca interpretaciones curiosas–
como a los herreros, carpinteros o pescadores que ejecutan sus labores a lo
largo de la urbe. Whitman se siente a gusto en todas partes. Lo que define este
sentir es que, para el autor, todo es «como debe ser», sentirse descontento es
una futilidad ante los portentos que nos rodean.
El «yo» poético se erige como la figura
fundamental de su expresión literaria. Para Whitman, la libertad posee un
vínculo con el individualismo, que no considera que haga al humano más egoísta,
sino que despierta en él un sentimiento de fraternidad hacia la humanidad que
se canaliza a través de la democracia. La hierba que tanto llama la atención en
el título es un símbolo eminente en la obra, representa la voluptuosidad, la
visión democrática del poeta, según la cual la multitud crea la suma de las
individualidades. Podemos apreciarlo en el siguiente fragmento:
«Me preguntó un niño: ¿Qué es la hierba?, trayéndomela a puñados;
¿cómo podría yo responderle?... yo no sé lo que es mejor que él.
Sospecho que es la bandera de mi naturaleza,
tejida con esperanzada sustancia verde.
O sospecho que es el pañuelo del Señor,
un regalo perfumado y un recordatorio
dejado caer a propósito,
con el nombre del dueño de alguna forma en las puntas,
para que veamos, reparemos y nos preguntemos
¿de Quién?
O sospecho que la hierba es ella misma un niño…
el recién nacido, producto de la vegetación.
O sospecho que es un jeroglífico uniforme,
y que significa brotando por igual en regiones vastas
y en regiones estrechas,
creciendo por igual entre los negros y los blancos,
canadiense, virginiano, congresista y negro, que a todos
me entrego y los acepto por igual.»
«Me preguntó un niño: ¿Qué es la hierba?, trayéndomela a puñados;
¿cómo podría yo responderle?... yo no sé lo que es mejor que él.
Sospecho que es la bandera de mi naturaleza,
tejida con esperanzada sustancia verde.
O sospecho que es el pañuelo del Señor,
un regalo perfumado y un recordatorio
dejado caer a propósito,
con el nombre del dueño de alguna forma en las puntas,
para que veamos, reparemos y nos preguntemos
¿de Quién?
O sospecho que la hierba es ella misma un niño…
el recién nacido, producto de la vegetación.
O sospecho que es un jeroglífico uniforme,
y que significa brotando por igual en regiones vastas
y en regiones estrechas,
creciendo por igual entre los negros y los blancos,
canadiense, virginiano, congresista y negro, que a todos
me entrego y los acepto por igual.»
Está claro que el mundo de Whitman tiene
una brillante personalidad, es singular y muy atrayente. Todo destila una
fraternidad que no nos cuesta aceptar; no hay niveles ni jerarquías, todo es
igual de importante, el hombre ha de estar en paz con la naturaleza. La recreación
de la idea del eterno retorno de lo idéntico está en este sentido muy bien
plasmada (no olvidemos que en «Canto a mí mismo», el autor no pone adrede punto
y final en la último verso).
Whitman quiere a todo, para él la muerte
es una compañera que lleva la paz bendita, no es el fin sino un puente etéreo,
todo es cíclico para él. No niega la religión, la acepta hasta un punto,
eso sí, con cierto tono condescendiente. Para él toda creencia es bienvenida,
está claramente influenciado por el deísmo. En lo referido a la sexualidad
–importante en la obra pero ni mucho menos tan presente como algunos la anuncian–,
establece unos juegos armoniosos, sinceros, despreocupados a todo punto; se
vuelve algo críptico en este asunto, y parece que le gustan por igual tanto
hombres como mujeres.
En ciertas partes le da por escribir una
lista larga de observaciones consecutivas a escenarios dispares, eso sí,
tratados sin maestría alguna. Estoy completamente de acuerdo con lo que dice
Borges a este respecto: «Para un verdadero poeta, cada momento de la vida,
cada hecho, debería ser poético, ya que profundamente lo es. Que yo sepa, nadie
ha alcanzado hasta hoy esa alta vigilia. Browning y Blake se acercaron más que
otro alguno; Whitman se lo propuso, pero sus deliberadas enumeraciones no
siempre pasan de catálogos insensibles.»
Así pues, el lector que pretenda abordar
«Hojas de hierba» por primera vez ha de tener en cuenta que la intensidad de su
paso por la obra y su valoración final variará enormemente de acuerdo a su
nivel de escepticismo, de su nivel de realismo o de “ver lo que esconden las
intenciones líricas”. Una mente despreocupada afrontará a Whitman con la
frescura que es perfecta para este tipo de lecturas, una mente tensa podrá
pasarlo enrabietado o, al menos, con una implicación e intensidad mucho
menores.
Estoy convencido de que no he terminado
los deberes con este señor. Tengo que volver a él y tomármelo más
relajadamente. Pienso acometer nuevamente la lectura de manera eventual en los
viajes de metro a lo largo de los próximos meses.
Lo que sí está claro es que, en cualquier
caso, esta insignia de la poesía moderna nos abrirá un balcón en nuestra casa donde antes solo había muda pared,
le restará sobriedad y preocupación innecesaria. Sentiremos entrar el viento
otoñal, sus hojas crepitantes rozándonos el rostro… Pero hay que tener
paciencia, esto no se descubre nada más se abre el libro.
Las demás secciones de «Hojas de hierba»
son unos cortos poemas entre los que cabe destacar «De recuerdos del presidente
Lincoln». A mí, sin embargo, fue el último y más corto el que más significativo
me pareció, «De Adiós, mi Fantasía.» El espíritu y los temas a los que se
recurre vienen a ser, en cualquier caso, muy similares al poema principal,
aunque se centra más en la intención y divaga menos.
En definitiva, una perspectiva muy
valiosa, difícil de adquirir de otra manera –aunque ahí estén tanto London como
Thoreau–, es una manera muy especial y valiosa de entender la literatura y, con
sus fallos y aciertos, nos embarca en una perspectiva acogedora y moderna que
se halla en estrecha relación con la sociedad actual. Cualquiera de nosotros
puede adoptar la visión de Whitman incluso después de los ciento sesenta años
que han pasado desde la publicación de la primera edición la obra.
Estéis o no en sintonía con él, no deja
de ser una obra útil y que te abre singulares y muy valiosos horizontes, sobre
todo en la manera en la que nos podemos tomar la vida y el mundo; en no
creernos el centro de todo, sino aprender a ser como la hierba: un sinfín de
piezas maravillosas interrelacionadas entre sí, partes de un enorme, poderoso y
bello conjunto que es besado por todos los elementos.
Conclusiones:
Lorca, Cavafis, Blake o Machado tienen una noción de la poética que Whitman ni concebía ni, posiblemente, era capaz de igualar. Por eso su obra es una pila de "estrofas" kilométricas en las que el sentido del ritmo brilla por su ausencia. No perdonemos a Whitman por su intención renovadora a este respecto: él no inventó el verso libre ni mucho menos.
Así, se trata de una especie de prosa redactada a trompicones, los temas tratados literalmente según le venían a la cabeza al autor. Intenta hallar en las descripciones profundas y en la exaltación estilística un remedo a lo anterior.
«Canto a mí mismo» es pretencioso, una obsesión por la imagen, por parecer lo que no es, sobre todo hasta la primera mitad. Se esconde, por ello, en términos bellos pero ambiguos. Está contento con todo, de tal manera que se libra de criticar juiciosamente nada. En la metáfora de Nietzsche hallamos profundidad coherente, en la de Whitman observamos demasiadas veces meras bombas de humo.
Las enumeraciones descriptivas, tal y como apuntara Borges, destilan una "frialdad" que pueden dejar al lector bastante indiferente.
Innova de forma esencial en los temas tratados y en la manera optimista de abordarlos, pero su uso del lenguaje dista bastante de ser original. Yo mismo no di crédito hasta bien avanzada la obra: «¿De verdad esto es la mejor poesía de la modernidad, una cumbre de la humanidad?»
Después de una primera mitad de «Canto a mí mismo» insulsa y plasta, nos introducimos en ideas más concretas y pulidas. La perspectiva vital de Whitman se revela, finalmente, como un descubrimiento que pasó demasiado tiempo desapercibido. Un balcón se abre a tu vida y sientes el aire fresco y las hojas otoñales en el rostro. Es en ese punto cuando surge un respeto escéptico por el autor, pero yo seguí pensando que su ambigüedad y sus brillos de hombre inseguro y pretencioso –por no citar la falta clara de maestría en el uso del lenguaje– me malograron una lectura que en otras manos podría haber sido todo un hito.
El canto supremo a la naturaleza, la individualidad, la libertad, el optimismo vital (incluso respecto a la muerte), la defensa de los valores democráticos y de la igualdad, la paz tanto en los bosques como en plena urbanidad, el retrato de la esencia norteamericana. Esos son los temas tratados en «Hojas de hierba», una excelente intuición malograda por su evasión de los conceptos concretos.
Con sus fallos y sus aciertos, «Hojas de hierba» no deja de ser una obra de una singularidad muy atractiva, un caso único en la literatura universal. Las perspectivas vitales que aporta son muy valiosas y abren los ojos al respecto de nuestra relación con la vida y con el mundo, que no es poco. Es difícil no salir de esta obra sin estar un poco más en paz con todo, te destensa y te enseña a sentir de una manera más fina y sensual; hasta lo más diminuto pasa a percibirse como algo importante.