miércoles, 12 de agosto de 2015

Bajada de ritmo del blog. Alguna confesión.

«Pero quiso el Señor aplastarle con padecimiento. Si haces de su vida un sacrificio expiatorio, verá descendencia, prolongará sus días y el designio del Señor por medio de él prosperará.» [Isaías 53:10-12]





Hace poco más de una semana este blog cumplió un año. Para mí ha sido un auténtico «de repente». El lector discernirá el acierto o desacierto que ha habido en él hasta el día de hoy.

En mi opinión, la mayoría de las entradas pueden leerse sin sentir arcadas, que no es baladí, pero tampoco, evidentemente, ningún triunfo. Dado que no tengo en mi cabeza teorías literarias, el 90% de lo que se dice aquí de los libros viene de mis propias conclusiones. A veces tengo la vaga impresión de atinar, otras la vaga impresión de patinar. En cualquier caso, es evidente un exceso de texto en muchas de las entradas. Ese ha sido mi truco y mi vanidad. Como no poseo la suficiente confianza como para exponer ideas generales, elaboro un meticuloso –¿porque es meticuloso, no?– muro de impresiones, opiniones, argumentos, a fin de pasar por todos los lados, y de repasarlos por si acaso no se me hubiera entendido bien a la primera. En cualquier caso, son libros que se leen cada mucho tiempo, y merece la pena dedicar el empeño que sea para elaborar una referencia útil con la que contrastar. Pues a mí, como imagino que a muchos también, se me olvidan los libros. Al cabo de un año apenas se puede decir un «me gustó» o un «no me gustó»; si se tuvo cierta afinidad con el libro, saldrán al rescate un par de escenas que brillan en la oscuridad; y si el otro te empuja a ponerte académico, aún se puede con un poco de esfuerzo exprimir un par de frases cultas sobre el estilo narrativo y demás (y sentir, dependiendo de la situación, una náusea en el acto).

He hablado de una mayoría de entradas. Eso está bien, pero también hay una minoría de ellas, una minoría que son francamente malas. Casi todas quedan retenidas, cual agua de cenagal, en el primer mes de actividad del blog, en el agosto del año pasado. El caso más doloroso es el «Hamlet» de Shakespeare. Tengo pensado releerlo y elaborar un análisis que al menos llegue a lo digno, pero del dicho al hecho hay un buen trecho, y puede ser que al año que viene me vea obligado a invocar a la misma determinación. En mi defensa diré que dichas entradas se realizaron como meros bocetos, sin estar en absoluto orientadas a la exposición del público; no solo eso, sino que desvelan a un "analista" –¡puede tomarse a broma!– novato y vacilante. Todavía soy, por supuesto, novato, pero seguramente no tan vacilante.

Se habla en el título de la presente entrada de una "bajada de ritmo". Con notable esfuerzo por mi parte, he querido mantener un número determinado y constante de entradas por mes. En 2014, subía entradas de siete en siete (salvo el mes de agosto, en el que quise incluir las siete de un julio al que no pude llegar), inspirado por las ganas iniciales por un lado y por la impaciencia de tener títulos plasmados por el otro. Ya en noviembre me di cuenta que ese ritmo era insostenible, y este año bajé las publicaciones a cinco por mes. Aún así, he tenido varios meses en los que he llegado por los pelos. ¿Por qué tanto sofoco? En primer lugar, soy una persona cuyo ritmo de lectura es relativamente lento. No paso de página si no he entendido y retenido el contenido completamente –aunque siempre existen en obras muy concretas algún que otro fragmento imposible–, esto ha llegado a provocar que me tire cuarenta minutos o más en leer diez páginas (véase «Fausto» o «Rojo y negro»). En segundo lugar, lo que ya he venido hablando, a saber, que pretendo una minuciosidad casi obsesiva. Así, me he llegado a tirar diez horas para hacer algunas de las entradas más largas. Incluso cuando he puesto el punto final, estoy unos días dándole vueltas al libro en cuestión, y me aparecen de súbito apreciaciones nuevas que enseguida incrusto como buenamente puedo en el análisis ya publicado. Y cuando veo un error garrafal (llega a ser desesperante el ver errores obvios después de tres o cuatro revisiones a fondo) o una redundancia, igual. Por último, están las obras pictóricas. Aquí también ha habido una obsesión. Mis conocimientos sobre historia del arte son nimios, así que no tengo una base firme sobre la que apoyar mis búsquedas. He querido complementar cada libro con pinturas que representasen con fidelidad –o al menos se acercasen de forma palmaria– la esencia que me sugirió el texto en sí. Estas búsquedas se han prolongado en algunos casos durante horas y horas para un solo libro, en poesía sobre todo. Encuentras obras curiosas que pueden servir para otro libro, las descargas también, esas descargas te llevan a conocer a un nuevo pintor, que no te pega con ningún libro pero que te atrae a nivel personal, y así sucesivamente, en círculo vicioso. Porque encontrar una imagen –cuando por fin se ha encontrado lo que se desea– a un tamaño grande, con alta resolución, y saber cuál es su título (a veces es literalmente imposible), y una vez hallado traducirlo todavía (a veces es literalmente imposible), es agotador.

Pero la reducción en el número de entradas subidas no se debe de forma esencial a todo lo dicho hasta ahora, por importante que sea. Hace un mes me dio un ataque de ansiedad muy agudo que se prolongó durante una semana, en la que apenas comí nada. Es en esos días cuando escribí una entrada describiendo con precisión mis sensaciones, mientras inevitablemente iba desvelando mis rasgos más íntimos en el proceso. El que una persona tan celosa de su intimidad como yo se propusiera semejante acto de irreflexión se debía, aparte de la enajenación que sufría en el momento, a un deseo de que alguien con el mismo problema leyera la entrada algún día y pudiera decir –en el caso de que no lo hubiera comprobado ya–: «¡Hay más!». Finalmente opté por no publicar la entrada, pues describía el problema profusamente, pero estaba lejos de dar soluciones (es curioso, porque suele dárseme bien dar soluciones a los demás, pero me cuesta horrores encontrar las mías). Dicho ataque de ansiedad, que estuvo precedido por otro tampoco nada desdeñable un mes atrás, se vio formulado por una crisis existencial. Para hacerme entender rápidamente, diré que me sentía como si estuviera completamente arrinconado, como si caminara por el patíbulo, y ello a pesar de que, paradójicamente –¡como me atormentaba y me confundía también ese hecho!–, tengo una vida tranquila y sin ninguna precariedad material, en comparación con los numerosos casos trágicos que pueden verse por doquier. No sabía qué hacer, porque nada que estuviera en el mundo de los hombre me llenaba. ¿Trabajar? Los sueldos son una miseria (250€ por ocho horas de trabajo, eso si se encuentra siquiera, etcétera), en empresas claustrofóbicas en las que casi todos están apagados, como bombillas mortecinas. No aborrezco lo que he estudiado pero, desde luego, está lejos de apasionarme. ¿Estudiar pues (otra cosa)? ¡Claro, una carrera! Pero sólo se me da bien leer y escribir (a fin de cuentas todo el mundo sabe leer y escribir, otra cosa es que la falta de práctica atrofie las capacidades de muchos), opinar. Eso saca del bolsillo perlas como literatura comparada, filología, filosofía o historia del arte. Pero en este punto surgieron dos terribles verdades. La primera, nada desdeñable desde luego, es la nula oferta de trabajo que penden de dichos títulos. Invertir cuatro años de esfuerzo en algo que no va a traducirse en nada práctico –dado que, por desgracia, para vivir hace falta que el conocimiento se amolde a lo práctico–, no es de entrada motivador. Pan para hoy y hambre para mañana (y las palabras de Fausto se repetían una y otra vez en mi cabeza, el conocimiento como inútil trasto que no llega a la verdad de la vida). Con dieciocho años podría haberme permitido una ingenuidad así, pero hoy por hoy, a mis veintidós, no, en absoluto. Así pues, me dije: «¿Y si trabajas y estudias a distancia?». Y pensé que gran parte de la gracia de estudiar una carrera es poder juntarte con otros alumnos que compartan pasión por la misma materia, y poder debatir y contrastar, extender círculos. Además, estudiar y trabajar a la vez es algo muy complicado. Pero, llegados a este punto, me di cuenta de que quizá ni siquiera me apeteciera debatir con nadie más de tres días seguidos. Y lo que es el quid de la cuestión y la segunda verdad: me di por enterado de que lo que sucedía es que no me gustaba lo suficiente ni la filología ni la filosofía ni las teorías literarias. Claro, la gente estudia eso porque le apasiona, y ello hace que le merezca la pena asumir el riesgo de no trabajar en lo que desea, pero, ¿y si ni siquiera te apasiona? «¿Qué es lo que mejor se te da?» «Escribir». Muy bien, pero puede ser, y de hecho parece ser, que lo que se te da "bien" no te gusta. Solo de pensar, si me tocase semejante lotería, en un escenario en el que pudiera vivir de mis opiniones, me entraba tedio y cierta repulsa: solo un ingenuo piensa que su propia opinión tiene elegancia e importancia, y cosas por el estilo.

En esa crisis tan aguda, que de hombre sereno, seguro y socarrón me transformó en una pálida llama zarandeada por vientos de puñales, tuve que acudir a ayuda espiritual, a la religión. Como la consecuencia de un proceso mantenido constante en un segundo plano durante meses –alentado sobre todo por la influencia de Dostoievski–, huí de los amables consejos de mis familiares, que eran como pan para el que moría de sed, pese a lo mucho que me sostuvieron, y corrí hacia los testimonios religiosos, lo único que me calmaba, hasta el punto de hacerme llorar de –¿cómo lo diré?– desahogo, pasión, como el que moría de frío en la montaña y en el último aliento encuentra un refugio inequívoco. Recuerdo un día en el que, zarandeado por una angustia insaciable, y tras no surtir en mí efecto debates con mis allegados, me tumbé en la cama y pensé repetidamente en aquella frase: «Amaros los unos a los otros como yo os he amado», y, de forma aparentemente inverosímil, inexplicable, quedaba sanado. No se me olvidará cuando cogí la Biblia y leí el Génesis. ¡Estaba todo tan claro en esas mágicas líneas! ¡No se necesita más! Ahí está todo explicado de forma magistral. Después de haber leído durante mi corta vida y desde bien temprano decenas de miles de páginas, esas fueron las primeras cuatro que me hicieron llorar, que hicieron un nudo en mi garganta, llegando el extremo de que las líneas impresas temblaron en mis ojos hasta el punto de que creí abandonar la realidad; tuve que dejar de leer y respirar hondo para volver en mí. A raíz de estas experiencias se sucedieron en mi mente pensamientos extraños, verbigracia: «Dios, hace mucho que no te niego porque es una estupidez negar lo indemostrable, pero tampoco te he afirmado. No sé si existes o no, pero sé que si no existes yo me tiraré tarde o temprano por un barranco, y que si existes podré sentirme amado, pues en comparación con tu amor, el de los hombres es una silueta ridícula y caprichosa. ¿Afirmaré, pues, lo indemostrable?» Y en base a la convicción de que la vida es el mayor de los milagros, y que la idea de que todo es fruto del caos me resultaba mucho más inverosímil respecto a un diseño inteligente, además de todo lo dicho, decidí aprender. Aprender a hacer algo que olvidé cuando se acabó mi niñez. Aprender a confiar. Miré a los Schopenhauer, a los Sartre y a los Beckett como se mira a un desierto baldío y me puse como objetivo a los Kierkegaard, a los Tolstói y a los San Agustín, repletos de esperanza y pasión. «Yo hago nuevas todas las cosas», dijo Jesucristo. En el punto en el que estaba yo, sólo él podía hacerme nuevo.

¿Cómo ha acabado todo esto? En un punto enteramente inesperado. Después de un mes de julio en el que la angustia y desesperanza se sucedían de forma continua, me surgió una oferta de trabajo en una importante empresa de comunicación. Hice la prueba sin demasiado afán (la desmotivación que he arrastrado siempre era una losa cada vez más pesada), y salí de ahí como quien sale de prisión. Al día siguiente me llamaron. Estaba contratado. «¿Y el sueldo...?» Mil doscientos euros al mes, así, sin apenas experiencia, nada más empezar. El contrato me dura prácticamente un año. Todo español sabe la lotería que me ha caído. Los viernes jornada intensiva para salir antes, los compañeros agradables y chistosos, los equipos de última generación.

Con esa expresión mitad pasmada mitad indiferente del que consigue algo importante sin haber luchado nada para merecerlo, me encaré a mi nueva meta. ¡Una meta! Estaba satisfecho. Cuando un camino se extiende, el mar de la angustia existencial se desvanece («La angustia es el vértigo a la libertad», dijo Kierkegaard). Y, lo que es aún más extraño, las horas se me pasan rápido allí. No soy feliz, pero estoy lejos de sentirme desgraciado. Con qué facilidad consigo tamaña suma de dinero. Aunque, después de todo, he estado estudiando cuatro años para que las tareas me sean lo más fáciles posible.

Solo me queda una duda, una duda que late lejos, pero que late a fin de cuentas. La experiencia me ha enseñado que si algo es demasiado bueno, no lo es; pero lo que tengo entre manos realmente puede agarrarse sin reparos. Así pues, esta es la duda: no sé si Dios me ha recompensado o si me está poniendo a prueba. Como no me considero digno de ninguna recompensa, me decanto por la segunda opción. Pero eso no es lo difícil. Lo difícil es: ¿qué quiere de mí? No lo sé, y estoy a años de concretarlo siquiera.

En definitiva, e hilando todo esto con el tema del blog, estos tres últimos años de lectura asidua han quedado en jaque. He estado dos meses sin leer nada ni tener la mínima gana de hacerlo. No voy a decir que la literatura haya sido perjudicial para mí a lo largo de toda mi vida, pues el mal provenía de mí mismo, y los libros solo han contribuido a matizarla. ¿Cuál es ese mal? La abstracción. Llevo, desde que tengo uso de razón, detestando con toda franqueza –de niño instintivamente, a partir de la adolescencia más racionalmente– la realidad, o al menos la realidad que conozco, que es la que se enmarca dentro de la cultura occidental. Nunca he soportado ni la pretensión ni la injusticia ni el interés, y tampoco el mucho movimiento en balde. Creo que, por desgracia, lo que mejor define a nuestra sociedad son todos esos rasgos. El bullicio de la ciudad me desconcierta y me repele a partes iguales. Su estructura –esas feas vías de asfalto rodeadas de altos bloques de ladrillo, como grandes panales en los que vivir hacinados, que tapan el horizonte, escoltados por enfermizas farolas que, al anochecer, esconden a las estrellas–, me desalienta. Tantísima gente junta y, paradójicamente, tantísima gente separada.

Así pues, he enfrentado la intoxicación por abstracción con relaciones humanas. Antes casi nada me sacaba de casa: leer era más importante. Ahora no pierdo ocasión, y he retomado contactos perdidos. Es cierto que no ha sido un cambio radical, después de todo uno es lo que es, pero me ha ayudado bastante este cambio de actitud. Ahora, por fin, gracias a la dosis de realidad que me ha regalado el hecho de trabajar y de estar muchas horas al día rodeado de compañeros, me he permitido retomar la lectura. Sin prisa alguna, pero sin pausa, a pesar de la escasez de tiempo y el cansancio diario. Empecé «Madame Bovary» –qué escritura más excelente, con esa musicalidad tan singular, la de Flaubert–, para pausar la lectura ante un sentimiento súbito. En efecto: «la cabra siempre tira al monte». Estoy con «El idiota» de Dostoievski, y me tiene enganchado. Cuando termine (espero tener la entrada para septiembre), quiero leer «Las olas» de Virginia Woolf, «Hadyi Murad» de Tolstói (ya que al final mi objetivo «Anna Karenina» se va a tener que retrasar un año más), «El Aleph» de Borges, «El llano en llamas» de Rulfo, «Mujeres» de Bukowski, y, probablemente, «Cien años de soledad» de Gabo (que dejé por la mitad en su día). Seguramente lea de vez en vez tanto la Biblia como las «Confesiones» de San Agustín, y alguna obra de Kierkegaard (nada me vendría mejor que «Temor y temblor», del que conozco el razonamiento pero no el cuerpo a cuerpo de la lectura). Por descontado, también terminar el primero citado, «Madame Bovary».

Basta de relecturas y de prisas. En consecuencia, y teniendo en cuenta mi estado de ánimo y mis nuevas obligaciones, mi presencia por aquí se va a ver muy mermada, aunque siga visitando algunos blogs (entre ellos, por supuesto, los de mis suscriptores). No creo que suba más de una o dos entradas por mes. La idea era mantenerme en cinco por mes durante todo el año para bajar a tres por mes el año que viene (ese ritmo permitía ponerme al día con todo lo ya leído/lo que deseaba leer), pero esa idea se ha desvanecido. Lo que sea, será.

En la adolescencia me tenía por extraordinariamente sagaz (acaso fuera solo extraordinariamente suspicaz), y en esta juventud que vivo me veo cada vez más como el idiota de Dostoievski, dejando atrás una mezcla de Raskolnikov y del hombre del subsuelo. Siento que mi horizonte ha de ser ese príncipe Myshkin que dice:
«He resuelto cumplir con mi deber honrada y firmemente. Quizá el estar con la gente me resulte aburrido y penoso. Para empezar, he decidido ser cortés y franco con todos; nadie puede pedirme más. Puede ser que aquí me tomen por un niño: ¡pues bien, que lo hagan! Todo el mundo, por algún motivo, me toma también por un idiota; y, efectivamente, en otro tiempo estuve tan enfermo que parecía un idiota; ¿pero que clase de idiota puedo ser ahora cuando yo mismo comprendo que me toman por idiota? Entro en cualquier sitio y pienso: "He aquí que me toman por idiota; sin embargo, soy inteligente y ellos no parecen sospecharlo...". Se me ocurre con frecuencia esa idea.»

Y para ello tengo en cuenta lo siguiente, y así concluyo:
«De verdad os aseguro: si el grano de trigo al caer en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.» [Juan 12:24] 

jueves, 18 de junio de 2015

«Apuntes del subsuelo» de Dostoievski.

Inolvidable obertura al existencialismo, la obra nos sitúa en la perspectiva de un hombre cínico, rencoroso y cobarde, que sin embargo es paralelamente agudo a nivel intelectual y profundo a nivel emocional; de sus turbias confesiones, plasmadas con el máximo tallado psicológico, descubrimos al hombre moderno que, heredero del romanticismo y el racionalismo, se rebela contra ambos para ejercer su propia, tormentosa e inexplicable voluntad, aunque ésta repercuta en perjuicio propio

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no contiene spoilers en su introducción, la cual aborda su generalidad, tal y como se explicará en su inicio; léase con tranquilidad. No ocurre así en los dos siguientes apartados (fuente a tamaño mayor, subrayada), en los cuales se entra en los detalles que han llamado mi atención y mi respuesta más subjetiva a ellos, entre numerosos fragmentos del libro transcritos. Estos dos apartados no son recomendables para el que no haya leído el libro, ni tampoco, probablemente, para el que no haya sentido una estrecha afinidad con su protagonista, como a mí me ocurre.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«De Dostoievski yo no conocía ni el nombre hasta hace pocas semanas -¡yo un hombre inculto que no lee "periódicos"! Un zarpazo casual en una tienda de libros me puso ante los ojos su obra L'esprit souterrain, recién traducida al francés (¡algo igual de casual me ocurrió con Schopenhauer cuando yo tenía veintiún años, y con Stendhal cuando tenía treinta y cinco!) El instinto de afinidad (¿o qué nombre le daré?) dejó oír su voz enseguida, mi alegría fue extraordinaria: tengo que retrotraerme a mi conocimiento de Rouge et Noir de Stendhal para recordar una alegría igual. (Son dos relatos, el primero, propiamente una pieza de música, de una música muy extraña, muy poco alemana; el segundo, un alarde genial de psicología, una especie de autoescarnio.)»

Así expresa Nietzsche la dicha que sintió al encontrarse por primera vez con la obra de Dostoievski, en una carta dirigida a su amigo Overbeck, en febrero de 1887. Posteriormente, en su «Crepúsculo de los ídolos», incluso inclina la balanza hacia Dostoievski («Él es uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida, aún más que el descubrimiento de Stendhal»). ¿De dónde surge este «instinto de afinidad», teniendo en cuenta que Nietzsche elaboró la más implacable crítica a la religión, mientras que Dostoievski es uno de los intelectuales creyentes –profundamente creyentes– más destacados de la historia? ¿Por qué Nietzsche, una de las miradas más rapaces e insobornables de las que hayan existido, que se dedica a desdeñar a nombres de renombre universal en el citado «Crepúsculo de los ídolos», no puede evitar admirar el genio del escritor ruso (en el mismo libro)? Porque más allá de que Dostoievski no conciba un mundo sin Dios y que Nietzsche por su parte asegure que éste ha muerto, en definitiva corre por las venas de ambos una energía muy similar. Los dos, seres trágicos, de febril condición física, de vocación profunda, psicológica, amplísima. En los dos autores existe una pasión irrepetible. Tanto en los personajes de uno como en los aforismos del otro, hay una pulsión apenas contenida, que anhela desbordar pero que no termina de hacerlo, hay una especie de «atreverse a darlo todo, pero no hacerlo finalmente ante una realidad adversa». Si son los dos autores que, a nivel personal, más me han marcado, no ha sido por una casualidad inexplicable, sino porque me identifico vivamente con ellos. Siento mis tejidos como los mismos que los suyos, aunque yo no sea más que una insignificante réplica en comparación. Por eso el comentario que hace arriba Nietzsche también habla por mí. Por eso el hombre subterráneo de Dostoievski habla, igualmente, por mí.




Edición 2011 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Echando un vistazo a las notas que tenía sobre la presente lectura, enseguida se hace evidente la sorprendente (¿iba a decir, a pesar de todo, sonrojante?) identificación que sentí respecto a su protagonista, un hombre que Dostoievski nos presenta previamente diciendo que, si bien es un personaje ficticio, «ello no quita para que, atendiendo a las circunstancias en que se ha formado nuestra sociedad, puedan y aun deban existir en ella personajes como el autor de estos Apuntes». ¿Por qué iba a renunciar a mi íntima vinculación con el personaje, y elaborar un árido análisis objetivo e impersonal? Sería un desperdicio de análisis, en el presente caso. No voy a decir que yo sea idéntico al habitante del subsuelo –básicamente, no soy tan exagerado, ni excitable, y no soy malicioso ni vengativo–, pero si se le conoce a él se me adivina a mí casi por completo. Aquí se puede dar un caso en el que el que yo –el que opina– se funda con el personaje al que aborda, de forma que las dos esencias se confundan entre sí confiriendo a la perspectiva lejana y general cierta extrañeza. Pero eso no ha de interesarle a casi nadie, y esto es un espacio público. Será sensato abrir dos vertientes. En estos primeros párrafos se abordará, pues, la generalidad de la obra, sin menciones a la trama –sin spoilers–, tal y como yo he podido captarla. Después, en los apartados «Primera parte: "Subsuelo"» y «Segunda parte: "A propósito del aguanieve"», se entrará más al detalle argumental y me vincularé personalmente con la obra, entre numerosos fragmentos de ésta, transcritos. Ahora es pertinente entrar en materia.

«Apuntes del subsuelo» nos ofrece algo que en el siglo XX se repetirá, cada cual con sus matices, en obras nada desdeñables como «El libro del desasosiego» de Pessoa, «El lobo estepario» de Hesse o «La náusea» de Sartre. El presente título de Dostoievski es, en palabras de Walter Kaufmann, «la mejor obertura para el existencialismo jamás escrita». Si obviamos a Kierkegaard (y hay que reconocer que es mucho obviar), aquí está el primer gran pilar existencialista, que tendría en el siglo siguiente una masiva atención por parte de los intelectuales occidentales. Es, como las demás obras maestras del autor, toda una premonición, un faro que mira penetrante al futuro y que, más de cien años después, nos sigue persiguiendo y deslumbrando. Pues nos retrata a nosotros, hombres y mujeres modernos, paladines de la ciencia y descendientes del romanticismo y del racionalismo. Nos rebelamos contra el romanticismo, porque es irrealizable y por tanto mentiroso, inmaduro, ñoño; porque no son más que vanos paraísos artificiales en los que esconderse de forma hipócrita. Nos rebelamos también contra el racionalismo, porque la conducta humana –aunque pueda explicarse– no puede contenerse en verdades científicas ni existe ninguna fórmula matemática que halle la felicidad: el hombre no se deja encajar en el corsé racionalista, porque, por muy convincente y seguro que suene, a veces el ser humano simplemente desea hacer lo que le venga en gana, incluso cuando ello pueda o directamente deba perjudicarle (incluso cuando ello vaya en contra de la más preclara razón). Así, una perspectiva calculadora, fría y realista se opone a una que busca incesantemente un ideal supremo, que se revela como un fantasma caprichoso y esquivo. Ambas se juzgan entre sí, y parece que decantarse por una o por la otra no trae demasiado beneficio, nada inequívoco, nada de lo que uno no pueda arrepentirse. Siempre se pierde algo. Sin embargo no queremos perder nada. Aunque si no perdiésemos nada, enseguida, hastiados, desearíamos volver a perderlo. Es un absurdo; la voluntad humana es un absurdo. ¡Como una cápsula turbia, de transcurrir a veces arrogante a veces melancólico; ridículo siempre; que después de mil tormentos se deshace finalmente en la nada!

Todo esto nos lo enseña el hombre del subsuelo de Dostoievski. Para algunos puede tratarse de un personaje incómodo, ajeno, o directamente deleznable. Sin embargo, él mismo se encarga de adivinar todas esas respuestas, él sabe que algunos le interpretarán así, y se defiende contra ellos. Les acusa de obtusos, de no ver más allá. Lo explica de forma certera cuando separa al espíritu sensible del hombre de acción, cuando dice que la gente que vive tranquila es aquella que no ve más allá de lo que tiene frente a sus narices, y que por tanto toma por objetivos principales aquellos que solo son secundarios. Puede que nuestro protagonista sea moralmente inexcusable, pero eso no quita que sus razonamientos –que llegan a coincidir con los del propio Dostoievski– sean agudos, verídicos, palpables. Él es una víctima del mundo, pero sobre todo es una víctima de sí mismo. Pues, a diferencia de otros personajes literarios, él sabe perfectamente y en todo momento cuando hace o piensa algo deleznable, y en consecuencia se da asco a sí mismo, siente remordimientos, etcétera. Su terrible tribulación, su "no estar en ningún sitio", le hostigan a recluirse en un agujero –su morada–, desde la cual se entretiene vanagloriándose en sus fantasías o contestando a las ofensas –reales o imaginarias– recibidas, sean del mismo día o de veinte años más atrás. El hombre del subsuelo no es bueno, pero tampoco es, en última instancia, malvado. Él está más allá del bien y del mal. Llega un punto que le da igual. Si no se desmadra es sólo por falta de confianza en sí mismo, y, sobre todo, por vergüenza al deshonor, a que le señalen. Es demasiado vanidoso para desmadrarse. Y demasiado holgazán. Me explico. Si él viera un camino irreprochable que a la par le proporcionase satisfacción personal, cabalgaría a través de él. Sin embargo, no existe ningún camino irreprochable, y ni tan siquiera lo suficientemente atractivo como para invertir en él las grandes dosis de sacrificio que requiere y, consecutivamente, la imprevisible e inexplicable reacción social, puesto que son muchos los que no piensan como él. Sus ideales chocan con una realidad mezquina para, inmediatamente después, volverse a empotrar contra la mezquindad propia. Si la mirada de uno tiene alcance, no sólo se manifiesta éste hacia fuera, sino también hacia adentro. Es una necedad no ver en la realidad una larga serie de circunstancias que se alejan de «lo bello y lo sublime»; es más, que se enfrentan violentamente con tal concepto; y en esa situación todo carece de atractivo, lo que es peor, toda acción es inútil: una pizca de azúcar (que quizá ni siquiera sea azúcar, sino sal: ¡terrible encontronazo!) que se disuelve en un mar caprichoso con sus mareas de galimatías, de forma casi ridícula. ¿Qué hacer entonces? Huir de ese sinsentido, tan salvaje que resulta hostil, penoso, intimidante, hacia un sinsentido más concreto y (relativamente) plácido: el sinsentido del yo individual.

Recuerdo que cuando abrí el libro por primera vez, ya en la primera página lo supe todo al instante. Dejé de leer y, rápidamente, me puse a escribir un relato caótico y torpe, a raíz de la honda impresión de haber reconocido enteramente al personaje del subsuelo. Si bien es cierto que dicho escrito no es más que una nimiedad, en mi fuero interno, al leer posteriormente los «Apuntes del subsuelo», confirmé con plenitud mis ideas de parentesco, la premonición (algunos comentarios son muy similares a los que dice el personaje de Dostoievski, y reitero que dejé de leer a la primera página para evitar toda influencia directa). Una de las múltiples razones por las cuales asiento con el hombre del subsuelo es porque, aunque he vivido siempre sin carencias materiales y he recibido constantes consejos (y, más frecuentemente, broncas) sobre lo que me convenía hacer –comportarse de tal o cual manera, estudiar, estudiar, extender contactos sociales, estudiar– según los patrones de la razón, no sólo nunca los he hecho caso, sino que me producían verdadera repulsión. Yo, desde niño, no quería hacer lo que se debía hacer, sino lo que yo juzgaba oportuno hacer. Cuando otros niños hacían obedecían órdenes con cierta afectación –como para señalar en el gesto su mérito o su madurez ventajosa–, se despertaba en mí un sentimiento instintivo de repugnancia (que no de envidia). Puede que si no estudiara en un futuro lejano acabara en un trabajo horrendo y me arrepintiese por los siglos de los siglos, pero el caso es que ese futuro lejano me importaba un bledo porque era un extraño enojoso que con impertinencia me desbarataba mi presente. Sufría mucho por decepcionar a mis padres y por no estar a la altura de un futuro "cabal" y "responsable", pero a pesar de toda esa angustia y de todos los castigos, finalmente siempre prefería seguir actuando con fidelidad a mi instinto; todo intento de cambiar se desvanecía a los pocos días. Era como obligar, por las buenas o por las malas, a un animal carnívoro a comer lechuga. En este mismo sentido, el protagonista de los «Apuntes del subsuelo» deja ver que ni toda la tecnología, educación y bienestar del mundo pueden impedir que un hombre se comporte de acuerdo a las tablas de lo justo y lo razonable. Que aunque alguien tuviera la vida resuelta, viviera en exquisita placidez, enseguida se cansaría de la placidez para comenzar a hacer cosas irracionales, como, por ejemplo, mandar al diablo toda su vida resuelta y toda su placidez. Y, por otra parte, señala a los que predican todas las tesis de lo bueno para el hombre como hipócritas, pues después de decir cómo ha de ser el mundo y de llamar idiotas a los que no lo entienden o no lo practican, ellos mismos harán algo que vaya en contra de esas ideas predicadas, algo vanidoso, contraproducente, infantil o sencillamente estúpido. Importante también el hecho de que la civilización no solo no amansará al hombre, sino que, aumentando las posibilidades de su sensibilidad, podrá conocer y practicar formas más elaboradas de hacer sufrir o de aprovecharse a los demás, y pasar por alguien razonable, incluso por un triunfador nato. Según nuestro protagonista, los más grandes sanguinarios de la historia no fueron bárbaros, sino refinados caballeros, y que si no destacan tanto como los primeros es sencillamente que son tan habituales y están tan integrados en la cultura y en el medio, que ya pasan por algo normal. No hay más que ver, en la actualidad, el tipo de cine que consume masivamente la gente, o los vídeos morbosos que ven –asesinatos, decapitaciones, accidentes, reacciones trágicas– para apreciar que de lo que aquí se habla sigue siendo ardiente verdad. Somos una sociedad muy «comprometida, ejemplar, cívica», pero temblamos de emoción cuando a Oberyn Martell le hacen puré en Juego de Tronos o cuando en alguna entrega de «Saw» la víctima está a contrarreloj por salvarse de ser desmembrado ("¡Es asqueroso, espantoso! ¿Pero se salvará o no se salvará? Es una cosa ficticia y que no puede tener lugar en una sociedad tan avanzada... ¿Pero cuánto gritará cuando le retuerzan los brazos, qué aspecto presentará finalmente, completamente machacado, las vísceras por todas partes...?"). En definitiva, entretiene más una ejecución pública que una clase de matemáticas o de educación para la ciudadanía; y si no, obsérvense los programas de matemáticas o de filosofía que se emite en la televisión, y los que hay en los que todos se meten los dedos en los ojos (retóricamente hablando, claro, cívicamente hablando) o en los que se habla de morbosidades varias. «En desiertos de tedio, ¡un oasis de horror!», dice el poema de Baudelaire. Por todas estas razones, «Apuntes del subsuelo» no es una lectura más; no es como un poema de Schiller, del cual podemos decir «¡Qué perfecto y sublime!», sin que ello nos reporte grandes ventajas prácticas, de aquí salimos con la mente repleta de nociones útiles sobre nuestra noción humana, espiritual, por tanto también de nuestra interrelación con el resto del mundo en el día a día.

Entre manos, estimados lectores, tenemos una novela que saca a la luz recovecos recónditos del subconsciente, que apenas podremos explicar. La profundidad de la configuración psicológica mediante la cual se ha dotado al personaje es tal que es casi como una sinfonía extraña, que intuimos pero no nos terminamos de explicar, que nos sugestiona sin que asignemos con exactitud el origen de semejante influencia. «¡Malhechor, egocéntrico, livinidoso, patético, exceso de lo negativo de la existencia humana!», podrán decir algunos del personaje (y, en extensión, de la obra). A ellos les corresponde ser incomodados por él, y, de hecho, es una de sus funciones conscientes, incomodarles. El que no encuentre salidas a su voluntad, el que sienta el peso del mundo en su pecho en forma de angustia existencial, el que vea el "positivismo" como un adorno estéril y estúpido, el que desprecie lo práctico precisamente por práctico y el que se sienta ofendido por lo que supone, en términos nitzscheanos, vivir en un «lamentable bienestar», probablemente comprenda al personaje en un rango mayor. Ambas posturas respecto a la novela son, finalmente, igual de válidas. Así ella misma se encarga de demostrarlo. El libre albedrío es, en efecto, una extensa sierra de naipes que se levantan y se desparraman, que se mezclan y se separan, que se producen y se extinguen, y más allá de su voluntad solo se percibe neblina.
«¿Se ríen ustedes? Me alegro. Mis bromas, señores, son, por supuesto, de mal gusto: son volubles, confusas, y revelan falta de confianza en mí mismo. El motivo de ello es que carezco de amor propio. ¿Pero acaso un hombre de fina sensibilidad puede respetarse a sí mismo?»

A continuación paso a comentar brevemente las dos partes, transcribiendo algunos de los fragmentos que más han llamado mi atención. He de mezclarme en dichos apartados con el protagonista, y no son  recomendables de abordar para el que no haya leído la obra ni, seguramente, para el que no se haya sentido, como yo, identificado con su protagonista.
«Pero, en fin, ¿de qué puede hablar un hombre honrado con la mayor satisfacción?
Respuesta: de sí mismo.
Pues bien, hablaré de mí mismo.»


Primera parte: «Subsuelo»
«(...); de que aquello era una villanía, pero que no podía ser de otro modo; de que no tenía salida alguna y nunca podría convertirme en otra persona; que aunque sí tuviese todavía tiempo y fe suficientes para convertirme en otro no habría querido cambiarme; y aun de haberlo querido tampoco habría hecho nada, pues a decir verdad no había nada en que hubiese querido cambiarme.»

En esta primera parte el así autoproclamado hombre del subsuelo se presenta a sí mismo a sus lectores (aunque luego aclarará que no se dirige en realidad a ningún lector, sino más bien a él mismo, acaso a la nada), y describe cuáles han sido las circunstancias que ha producido su aparición, su gestación, su condena espiritual. Si bien el estilo a veces se entrecorta y puede resultar algo embrollado, en la segunda parte todo cobrará pleno sentido. Aunque he de decir que dicho desorden en la narración no provoca ningún galimatías, se trata más que nada de una estética, que además tiene mucho que ver con el funcionamiento de la mente del protagonista.

El hombre del subsuelo, como decía anteriormente, no es ni bueno ni malo, sino que transita en la mitad de la nada (una auténtica «Tierra baldía»), víctima de sí mismo y de una sociedad que no le entiende ni le otorga beneficio espiritual (y, por tanto, tampoco felicidad). Así sucede que, bajo cierta influencia quijotesca, el autor de los apuntes se refugia en paraísos artificiales donde la vida pueda ser, si no plena, sí al menos soportable: de acuerdo al ideal, a la figura propia y supuestamente plácida. Porque el hombre del subsuelo es, ante todo, un buscador de la seguridad, del confort. Tal es el extremo de desencanto respecto a una realidad que le es ajena e incluso hostil que lo único que quiere es que desaparezca. Pero aún así no desprecia la vida con pleno convencimiento. No se atreve a vivir, pero tampoco a morir. O quizá simplemente no se decida ni a vivir ni a morir, ya que como ser netamente racional es incapaz de fijar una meta que sea superior a las demás metas: quisiera no dejar nada atrás; tiene un pánico radical al fracaso; de forma que para no fallar no hace nada, a fin de salvaguardar su dignidad. Porque su dignidad, la imagen que se tiene de sí mismo, es para él superior a la vida misma. Así queda patente en el siguiente párrafo genial, cuya angustia es también la mía:


«Yo imaginaba aventuras, inventaba una vida para poder vivir de algún modo. ¡Cuántas veces sucedió que, por ejemplo, me ofendía sin motivo alguno, deliberadamente! Y, por supuesto, sabiendo muy bien que no me ofendía por nada, que aquello era representar un papel; pero llegaba al punto de ofenderme realmente. Toda mi vida me han cautivado los trucos de ese género, hasta el extremo de acabar por perder el dominio de mí mismo. En otra ocasión hice todo lo posible por enamorarme, mejor dicho, en dos ocasiones. Sufrí mucho, señores, ¡palabra! En el fondo de mi alma no creía estar sufriendo, hasta me burlaba vagamente de mí mismo, pero el hecho es que sufría de forma genuina e indudable; tenía celos, me sulfuraba... Y todo ello, señores, sólo porque me aburría, porque me aburría como una ostra. Me sentía apabullado por el tedio. Porque el resultado directo, legítimo e inmediato de la conciencia es la inercia, o sea, el afán premeditado de no hacer nada. Ya he aludido a eso más arriba. Pero ahora repito y subrayo que tanto los individuos voluntariosos como los hombres enérgicos son activos porque son estúpidos y limitados. ¿Cómo explicar esto? Pues de la manera siguiente: a consecuencia de su limitación toman por causas primarias las que sólo son secundarias aunque inmediatas y, por lo tanto, se persuaden más pronto y fácilmente que otras personas de que han hallado una base firme para sus actos y con ello se tranquilizaban, cosa que, como sabe, es lo que en realidad importa. Al fin y al cabo, para obrar se precisa ante todo que el individuo esté absolutamente seguro de sí mismo y no tenga duda alguna. ¿Pero cómo puedo yo, por ejemplo, estar seguro de mí mismo? ¿Dónde voy a encontrar esas causas primarias en que apoyarme? ¿Dónde están mis bases? ¿De dónde voy a sacarlas? Si me pongo a pensar saco la conclusión de que cada causa primaria arrastra consigo otra más primaria todavía, y así sucesivamente, ad infinitum.»



Novena placa de «El libro de Urizen», de Blake.


No hace falta que explique ni que matice lo que arriba ya queda sobradamente explicado y matizado. Un abatimiento con una expresión de acidez adormece las venas al ver a tantísima gente, si no feliz, sí al menos satisfecha y autorrealizada con sus amigos y amigas, su trabajo, su hobby, sus llamadas telefónicas en las que estrepitosamente se ríen por cualquier tontería. En cambio, yo no veo ni triunfo ni placer alguno ni en las personas ni en el trabajo (el que sea) ni en los teléfonos y las redes sociales, sino que, más bien, me sugieren una decadencia total, abrumadora. Los actos que muchas personas consideran primarios o gratificantes, a mí me resultan estériles y falsos. En esa circunstancia, al igual que el hombre del subsuelo, huyo a mis paraísos artificiales: libros, pinturas y cine (con la música no sé qué me ha pasado, pero ya no la necesito prácticamente nunca). Con fervor cuando era niño y adolescente, soñaba con escenarios ambiciosos e imposibles. En su momento pensaba ingenuamente que era una osada recreación de lo que debiera ser, sin darme cuenta de que no eran más que ridículas representaciones de mi vanidad insatisfecha, que ni en sus más mínimos matices hallaría nunca versión en la realidad. Pues en la cabeza todo es reluciente, y no puede parecer dañino en la medida en la que es lo único que le empuja a uno a tolerar la vida; pero cuando lo que hay en la cabeza trata de adueñarse de lo que hay fuera (por ejemplo y para ir al grano: de otras personas), se produce una brecha en primera instancia inexplicable, abismal, dolorosa. Así, cuando una persona se enamora de ti y tú piensas que no está a la altura de las nociones literarias que has ido adquiriendo con voracidad desde los tempranos siete años, enseguida empiezas a considerar a dicha persona obtusa, vulgar y ciega y, haciéndola culpable de tu infelicidad, emprendes contra ella extraños experimentos productos del rencor y la desilusión. Hablamos de una personalidad tan alejada de la realidad que interpreta todo según los patrones de «lo bello y lo sublime», y que es incapaz de aguantar circunstancia o ser humano que no se adapte, como mínimo, a lo que se espera de un personaje literario (que son, cada uno a su modo, siempre «bellos y sublimes»). Pero de este tema seguiré hablando en la siguiente sección. Quede constancia en los siguientes tres fragmentos transcritos –sobre todo el tercero– de algunos de los dilemas que tuve que soportar cuando la conciencia empieza a roer...:

«No sólo no puedo volverme malévolo, sino que no puedo volverme ninguna otra cosa: ni malévolo ni benévolo, ni canalla ni hombre honrado, ni héroe ni insecto. Ahora sobrevivo en mi rincón, exasperándome con el pérfido e inútil consuelo de que un hombre inteligente no puede seriamente cambiarse en otra cosa; sólo un imbécil puede hacerlo. Sí, un hombre inteligente en el siglo XIX ha de ser ante todo una criatura sin carácter, más aún, está obligado a serlo; un hombre de carácter, un hombre activo, es una criatura preeminentemente limitada. Estoy convencido de ello desde hace cuarenta años. Ahora tengo cuarenta años y, como es notorio, cuarenta años son toda una vida; más aún, son una vejez avanzada. Vivir más de cuarenta años es indecoroso, vulgar, inmoral. (...)»

«Les diré con toda solemnidad que intenté muchas veces cambiarme en insecto. Pero ni aun en eso tuve suerte. Les juro, señores, que tener una conciencia sobradamente sensible es una enfermedad, una verdadera y auténtica enfermedad. Para la vida humana común y corriente basta y sobra con una conciencia ordinaria, o sea, con la mitad o la cuarta parte de la porción que le ha tocado al hombre culto (...). Bastaría, por ejemplo, con la porción de conciencia con que viven los llamados individuos audaces y los hombres de acción. Apuesto a que creen ustedes que escribo todo esto por jactancia, para mofarme de los hombres de acción; más aún, que por una jactancia de mal gusto estoy armando un alboroto con el sable como el oficial de marras. Pero, señores, ¿quién puede jactarse de sus enfermedades? ¿Más aún, pavonearse de ellas?»


«Lo peor es que, por cualquier lado que se mirase la cosa, resultaba siempre que yo era el que más culpa tenía de todo. Y lo más humillante era que tenía la culpa aun siendo inocente, que tenía la culpa de acuerdo, por así decirlo, a las leyes de la naturaleza. Era culpable porque, en primer lugar, soy más listo que todos cuantos me rodean. (Siempre me he tenido por más listo que todos los que me rodean, y les aseguro a ustedes que a veces hasta me he avergonzado de ello. En cualquier caso, durante toda mi vida he mirado a la gente de reojo y nunca he podido mirarla de frente.)»


En mi adolescencia era todo un ser del subsuelo. Por supuesto, estas nociones no pueden ser erradicadas así como así (acaso ni tan siquiera puedan ser erradicadas), pero a mis veintipocos, gracias en fundamental porción a la literatura en mayúsculas que he abordado en los últimos años –y, en ella, particularmente la obra de Dostoievski– me he corregido lo suficiente como para no ser un paranoico desquiciado cuyo mayor entretenimiento sería el de señalar a todo el mundo presa de una insalubre mixtura de jactancia y amargura. Pues es cierto que las personas nacemos con ciertas habilidades que desarrollaremos o no según nuestra circunstancia; pero un hombre carente de perspicacia no solo merece la misma consideración que un hombre agudo, sino que, a nivel personal, empiezo a tomarles cierta preferencia. La experiencia me está enseñando que la maldad habita indistintamente en individuos inteligentes que en aquellos más toscos, pero, naturalmente, son los primeros los más peligrosos, pues pueden decantarse por la perversidad.

«Pues bien, a ese hombre sencillo le tengo yo por hombre auténtico normal, tal como hubiese querido verle su misma tierna madre, la Naturaleza, cuando amorosamente lo trajo a la tierra. A ese hombre lo envidio yo con toda la fuerza de mi corazón bilioso. Es estúpido, no lo niego, pero, vaya usted a saber, quizá el hombre normal deba ser estúpido. Quizá hasta sea hermoso ser estúpido. Y estoy tanto más convencido de esta, ¿cómo diría yo?, sospecha cuanto que si tomamos, por ejemplo, la antítesis del hombre normal, esto es, el hombre de aguda sensibilidad –quien por supuesto no ha salido del regazo de la Naturaleza, sino de una probeta (esto, señores, es casi misticismo, pero yo tampoco me fío de él)–, este hombre probeta se rinde a veces tan por completo ante sus antítesis que, a pesar de su extremada sensibilidad, se considerará francamente a sí mismo como un ratón y no como hombre. Estoy de acuerdo con que e trata de un ratón de aguda sensibilidad, pero un ratón al fin y al cabo, mientras que el otro es hombre, y, por consiguiente..., etc. Y lo principal es que él mismo, de su propio acuerdo, se considerará como ratón, aunque nadie se lo pida; y ése es un punto importante. (...) El infeliz ratón, además de la ruindad original, ha conseguido ya amontonar a su alrededor, en forma de dudas y preguntas, un gran acopio de ruindades; ha rodeado cada cuestión de tantas cuestiones insolubles que ha formado sin querer en torno a ella un charco fatídico, una ciénaga nauseabunda compuesta de todas sus dudas y emociones y, por último, de los escupitajos con que lo cubren de pies a cabeza los sencillos hombres de acción, quienes en calidad de jueces e inquisidores le rodean solemnemente y se ríen de él a carcajadas. Claro está que no le queda otro recurso que encogerse de hombros ante todo eso y, con una sonrisa de fingido desdén, en la que ni él mismo cree, colarse abyectamente en su agujero.»

El citado terror al ridículo –a eso llámenlo honor– predispone a la inacción. El ser consecuente con las propias decisiones, refuerza lo anterior. La inseguridad para tomarlas, a raíz de la imposibilidad de escoger una opción perfecta y de la falta de autoestima (pues aquel que es sensible percibe todo: lo bueno y lo malo de fuera, pero también, acaso especialmente, lo bueno y los malo de dentro), termina por que el sujeto se hacine finalmente en su oscuro cubículo. Pero no puede evitar detestar a los que sí viven. No es, en realidad, por envidia, sino porque esta personalidad es una que calibra todo obsesivamente, lo cataloga, lo coloca en su memoria al milímetro. Su obsesión es el ideal, y por tanto una noción ecuánime; su maldición es tanto la inviabilidad como la incapacidad personal de dicho ideal y de dicha ecuanimidad. Por eso, mientras que él dedica su vida a una angustia que, a pesar de todo, considera cabalmente un sacrificio personal honrado –por mucho que saque a la luz constantemente mezquindades personales, después de todo es una consecuencia inevitable del proceso–, mientras que la mayoría de la gente que a su lado transcurre vive sin preguntarse nada y sin dudar de sí mismos, lo que no es solamente vulgar, sino también un "insulto" insoportable a su propio sacrificio, su noción de responsabilidad intelectual. Para el hombre del subsuelo todo aquel que no piensa ni aprecia su propia inmundicia existencial es alguien que no merece consideración, acaso tampoco vivir. Y el hecho de que no solo campen a sus anchas, sino de que le traten como a "un cualquiera", sin percibir y por tanto sin tener en consideración su labor interna –más aún, tomándole por su apariencia taciturna y susceptible por un bicho raro detestable–, es ya meter el dedo en la yaga. A base de soportar esa circunstancia, el hombre del subsuelo se va reafirmando más en su posición y en su desprecio a los demás, y cada "picadura de mosca" que reciba, más biliosos y arrebatados serán sus pensamientos (si bien una venganza clara y concisa, al suponer una acción, esté normalmente fuera de su alcance). Como su propia circunstancia mental ya es de por sí un padecimiento, tener la tarea adicional de interpretar cada gesto de los demás –que, por supuesto, son siempre sospechosos de cualquier cosa– resulta ya enloquecedor. Así pues, va levantando muros y muros a su alrededor, y llega un punto en que asomar el ojo por la rendija del portón ya le resulta cansino y repugnante.

Sin embargo, ¿qué pasaría si de repente alguien fuera transparente, y por tanto no sospechoso? ¿Si su situación personal fuera tan miserable que ponerse dignos y elevados pasa a segundo plano? ¿Si se trata de una buena persona que es seducida por el hombre subterráneo en cuestión? Éste debería bajar la guardia e, incluso, terminar redimiéndose. Después de todo él ansía la comprensión, ser integrado, identificarse con algo, desahogarse sin morir de vergüenza. Pero no hay que olvidar que, ante todo, busca ser una voluntad, alguien respetado sino venerado, quiere ser el protagonista del mundo. De este modo, en el momento de la verdad se corrompe y se convierte en un tirano, a expensas de que él mismo sabe que se comporta como un tirano y de que eso es una bellaquería, pero aún así, siguiendo su impulso instintivo e irresistible, continúa enarbolando su malicia, pues para restaurar su orgullo herido y su infinita vanidad es capaz de sacrificar a quien sea.



Segunda parte: «A propósito del aguanieve»
«(...) Ya te odiaba por las mentiras que entonces te había dicho. Porque lo único que quiero es jugar con las palabras, tener algo con que soñar; pero en la vida real ¿sabes lo que quiero? ¡Pues que a todos os trague la tierra, eso es lo que quiero! Necesito tranquilidad. Con tal que me dejen en paz daría el mundo entero por un ochavo.»

En esta segunda parte, como mencioné con anterioridad, el anónimo autor de los apuntes pasa a relatar acontecimientos de su vida que considera destacables –no olvidemos que en la vida baldía de alguien como el protagonista no hay apenas eventos destacables– a raíz de todo lo que ha explicado anteriormente, contenido que cobra pleno sentido.

De esta forma [apartado sin terminar]




«El cuerpo de Abel encontrado por Adán y Eva» de Blake.



«(...) porque soy un canalla, porque soy el más ruin, el más ridículo, el más mezquino, el más idiota y el más envidioso de cuantos gusanos hay en la tierra, ninguno de los cuales es mejor que yo, pero que, no sé por qué demonio, nunca se turban ante nada; mientras que a mí, durante toda mi vida, cualquier piojo podrá darme un papirotazo, porque ésa es la clase de tipo que soy.»


«No lo sé, y aun en este momento no puedo decidirlo, pero, por supuesto, entonces pude comprenderlo menos aún que ahora... No puedo vivir sin dominar y tiranizar a alguien... Pero... pero los razonamientos no explican nada y, por lo tanto, es inútil recurrir a la razón.»

«–¡No me dejan... no puedo ser... bueno!»

«Sé que alguien dirá que esto es increíble, que es increíble ser tan rencoroso y estúpido como yo lo soy; (...) ¿Pero por qué ha de ser increíble? En primer lugar, no podía enamorarme porque, repito, el amor para mí equivalía a tiranizar e imponer mi superioridad moral. Nunca, en mi vida, he sido capaz de imaginar otra especie de amor, hasta el extremo de pensar a veces que el amor consiste en el derecho, libremente otorgado al amante, de tiranizar a la amada. Ni siquiera en mis sueños subterráneos podía imaginarme el amor sino como una pugna; siempre lo iniciaba con el odio y siempre lo terminaba con la subyugación moral; y después nunca sabía qué hacer con la mujer a quien había subyugado.»

«Quería "tranquilidad", que me dejaran solo en mi subsuelo. Tan inhabituado estaba a la "vida real" que ésta me oprimía hasta el punto de que apenas me dejaba respirar.»

«Y, en efecto, ahora voy a hacer por mi cuenta una vana pregunta: ¿cuál de los dos es mejor, la felicidad barata o el sufrimiento exaltado? ¿A ver, cuál?»

«Contar largas historias acerca de cómo, por ejemplo, estragué mi vida pudriéndome moralmente en un rincón, por falta de medios suficientes, perdiendo la costumbre de vivir y alimentando mi rencor en el subsuelo... eso, francamente, carece de interés; una novela necesita de un héroe, y aquí parece que se han recogido de propósito todos los rasgos de un antihéroe, y, lo que es más importante, todo ello produce una impresión desagradable, porque todos nosotros estamos divorciados de la vida, todos estamos lisiados, quien más quien menos. Tan divorciados estamos de la vida que a veces sentimos una especie de repugnancia ante la "vida real" y por ello no toleramos que nos la recuerden. A decir verdad, hemos llegado al extremo de considerar la "vida real" como una carga pesada, casi como una servidumbre, y todos estamos íntimamente de acuerdo en que la vida resulta mucho mejor en los libros. ¿Y por qué andamos tan a menudo escarbando por ahí, por qué tantos antojos, qué es lo que queremos? Ni nosotros mismos lo sabemos. Y sería todavía peor para nosotros si nuestros estúpidos caprichos fueran satisfechos. Y si no, prueben ustedes, dennos, por ejemplo, más independencia, desaten las manos de cualquiera de nosotros, ensanchen nuestro campo de acción, relajen nuestra disciplina, y nosotros... les aseguro, sí, que al momento robaríamos que se nos impusiera de nuevo esa disciplina. Sé que ustedes se irritarán quizá conmigo y empezarán a gritar y dar patadas: "Hable sólo de sí mismo y de su vida miserable en su agujero subterráneo; no tenga la osadía de decir `todos nosotros´". Perdonen ustedes, señores, pero no estoy tratando de justificarme con esa todosidad. En lo que a mí toca en particular, me he limitado a llevar lo más lejos posible lo que ustedes sólo se han atrevido a llevar a mitad de camino; y además han proclamado como sentido común lo que no es más que cobardía, y con ello se consuelan engañándose a sí mismos. Así, pues, quizá resulte al cabo que yo estoy "más vivo" que ustedes. ¡Miren con más cuidado! En definitiva, ni siquiera sabemos dónde habita ahora la "vida real", ni qué es, ni por qué nombre se la conoce. Déjenos ustedes solos y sin libros y en seguida nos haremos un lío, nos extraviaremos. No sabremos qué partido tomar, a qué agarrarnos, qué amar y qué odiar, qué respetar y que despreciar. Hasta encontramos difícil ser seres humanos, hombres auténticos, de nuestra propia carne y hueso; nos avergonzamos de ellos, creemos que es ignominioso, e intentamos convertirnos en una especie nunca vista de hombres generalizados. Hemos nacido muertos y, durante largo tiempo, no hemos sido engendrados por padres vivos, cosa que nos agrada cada vez más. Le estamos tomando gusto. Pronto inventaremos la manera de nacer de una idea.»




Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881).



Conclusiones:

«Apuntes del subsuelo» es una excelsa introducción al existencialismo, que hallaría numerosos y destacados ecos a lo largo del siglo XX. Esta corta novela se divide en dos partes. En la primera, el protagonista –el turbio hombre del subsuelo, marginado, resentido y abrumado por el tedio– nos relata sus creencias, sus ideas sobre la vida, la sociedad, sobre sí mismo, sobre el ser humano. En la segunda parte, nos narra algunos episodios de su vida, en los cuales las anotaciones de la primera parte, en apariencia algo embrolladas, toman plena conciencia: de la teoría se pasa a la práctica.

La profundidad psicológica mediante la cual se ha tejido la psique del hombre del subsuelo (si bien un ente "ficticio", en palabras de Dostoievski: «ello no quita para que, atendiendo a las circunstancias en que se ha formado nuestra sociedad, puedan y aun deban existir en ella personajes como el autor de estos Apuntes») es tan exacta que saca a la luz los recovecos más profundos del subconsciente humano, generando una sensación de música extraña, de tormenta psicológica. En dicha tormenta reconocemos el concepto de la angustia, la del hombre que, heredero del romanticismo y el racionalismo, se rebela contra ambos dispuesto a ejercer su propio libre albedrío. Porque a veces es completamente imperativo que un hombre haga lo que le venga en gana, incluso cuando ello vaya en perjuicio de sí mismo y, por tanto, de la razón más sólida, segura, convincente.

Éste hombre contradictorio, cínico, soberbio, rencoroso, cobarde, que paradójicamente es, a su vez, inteligente y sensible, será un incordio –así lo adivina el mismo protagonista– para algunos lectores y una auténtica revelación para otros. Ambas respuestas son igual de válidas. Así se encarga la novela misma de demostrarlo. El libre albedrío es, en efecto, una extensa sierra de naipes que se levantan y se desparraman, que se mezclan y se separan, que se producen y se extinguen, y más allá de su voluntad solo se percibe neblina. Una voluntad que solo ansía desear, que se choca contra una realidad mezquina (externa) para rebotar estrepitosamente contra otra realidad mezquina (interna); que si lograra dejar a un lado el sufrimiento por arte de magia, enseguida anhelaría el sufrimiento con tal de estar entretenida.

domingo, 31 de mayo de 2015

«Las traquinias» de Sófocles.

El conflicto sofocleo entre divinidad ultrajada y mortalidad castigada es complementado en esta breve tragedia por una descollante Deyanira que de la más humana esperanza desencadena involuntariamente la fatalidad

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria. 

El análisis repasa la obra como medio imprescindible de sonsacar sus características, ya que a diferencia de «Edipo Rey» aquí hay menos material psicológico del que tirar. Por ello, puede ser recomendable para el lector que prefiera la novedad total de la lectura acudir directamente a la conclusión antes señalada, si bien en el mismo prólogo de mi edición se desvela sin miramientos hasta el último pormenor de la trama: todos sabemos como acaban las tragedias y, por otra parte, estas obras forman parte de nuestra referencia cultural más obvia. Así pues, no creo que la lectura del análisis malogre el interés por la lectura.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

Tanto los primeros dos párrafos introductorios como la conclusión final son prácticamente idénticos a los que he expuesto en «Antígona»«Edipo Rey» y «Áyax» dadas sus mismas estructuras e intencionalidad subyacente del autor.

La primera imagen corresponde a la versión del libro que yo mismo he leído.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:


«No sé, pero siento angustia al pensar si habré de aparecer pronto autora de una gran desgracia a partir de una hermosa esperanza.»


Ya deduje en la comparación entre las traducciones de «La Odisea» a cargo de las editoriales Alianza y Gredos un cambio omnipresente en las expresiones usadas que, a veces, alteran de manera esencial la interpretación que recogemos del texto. Esto mismo se ha repetido al comparar mi lectura de Alianza con los textos dados en el resumen de la obra en la enciclopedia de literatura universal que poseo; lo que deja en relieve las enormes –a veces insalvables– diferencias que deben subyacer entre las dos lenguas, castellano y griego antiguo.


Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Tras una innecesariamente larga introducción de 56 páginas, con todos esos datos que nunca están de más hasta que te retrasan un día en la lectura de la obra, nos enfrentamos a «Las traquinias». La traducción pretende mantenerse fiel al estilo griego, de tal manera que las proposiciones se retuercen, se “descolocan”, lo que provoca que para hallarlas significado muchas veces haya que encajar un breve pero molesto rompecabezas, esencialmente en los cantos. Y es precisamente en estos cantos donde la información se vuelve impresionantemente densa, críptica, a veces ininteligible. El traductor, José María Lucas de Dios, dice que en el original griego la impresión es la misma, y esto ayuda a que mi ignorancia no le señale a él como culpable directo de los galimatías que Sófocles nos llega a plantear en determinadas partes. Hasta tal punto, que en ocasiones deberemos fiarnos de nuestro instinto para sacar más sensaciones que conclusiones.

La obra nos sitúa en Traquis, donde Deyanira, esposa del hijo de Zeus, Heracles (para los romanos y para la mayoría de nosotros más conocido como Hércules), se lamenta hondamente por la permanente ausencia de su esposo, sumido en constantes fatigas, deberes, combates y demás pugnas inevitables. El pesar es más desesperado en la medida en que los oráculos expusieron el siguiente presagio: en un lapso de tiempo –el que ya lleva fuera el héroe– concluirá por siempre su azaroso e inestable ritmo de vida; pero de esto no puede deducirse si descansará por fin victorioso en su hogar o si morirá de cualquier forma. Es preciso destacar el hecho de que, al contrario de lo que ocurre en las otras tres tragedias que he leído del autor griego, aquí la escena del mensajero se complica un poco, pues son dos los que dan mensajes contradictorios hasta que, tras una discusión que pone en evidencia el ecuánime juicio de Deyanira, sale a luz la verdad objetiva de los hechos. Y esto es –inevitable es decirlo– que en la batalla que Heracles ha mantenido contra el soberano Eurito y que ha resultado con la destrucción total de la ciudad de éste, Heracles ha secuestrado a la hija de su enemigo, Yola, y se ha enamorado de ella sin remedio. Así, Deyanira, no vengativa pero sí esperanzada de poder recuperar a su marido, pone en marcha un precipitado plan como último y desesperado recurso para volver a enamorar a Heracles, lo que a su vez pone en marcha la tragedia. Tragedia, por cierto, que resulta curiosa en el sentido de que incluso el dolor de la mutilación es concluido, al contrario de lo que podemos encontrar por ejemplo en el caso de Creonte en «Antígona» o de Edipo en «Edipo rey». En «Las traquinias» solo los inocentes quedan como testigos de la ira divina, instigada por las injustas acciones que en su día inspiró el ánimo de Heracles.

A pesar de que la presencia de Deyanira es claramente protagónica frente a la de Heracles (que sólo sale al final), cabe reconocer el fuerte componente protagónico que, asimismo, posee él, dado que a fin de cuentas es el que dirige con sus acciones casi todos los eventos, aún estando ausente durante la mayor parte de ellos. Teniendo esto en cuenta, es perfectamente lícito afirmar que son coprotagonistas. En ella, tenemos una arrebatadora historia de desesperación y melancolía, que, rápidamente, ante la irrupción de Yola –la cual, por cierto, permanece siempre en silencio, lo cual es un acierto literario y escénico– y la toma de consciencia de lo que ello significa, virar su estado interno hacia una desesperación ahora enmarcada en los celos. Pero no son los celos paranoicos y hostiles de un Otelo (o la Medea o Fedra de Eurípides), sino los celos de una mujer recta, resignada y siempre bienintencionada a pesar de su profunda angustia. En él, en cambio, tenemos la historia de un héroe legendario que enfrenta su decadencia, su perdición, y que se encuentra con la horma de su propio zapato, por primera vez vulnerable, sufriente, sometido, sin escapatoria.

«(...) Ah, manos, manos, ah, espalda y pecho, ah, queridos brazos míos, en esto os habéis quedado quienes en otro tiempo al habitante de Nemea, torneo de vaqueros, al león, inabordable ser e inaccesible, por la fuerza lo domeñasteis, y la hidra de Lena, y al insaciable ejército de fieras de doble naturaleza de pies de caballo, insolente, sin ley, superior en fuerza, y a la fiera de Erimanto, y al subterráneo cachorro de tres cabezas del Hades, prodigio invencible, retoño de la terrorífica Equidna, y a la serpiente guardiana de las manzanas de oro en el país más lejano! Y otras mil fatigas gusté, y nadie erigió trofeos de una victoria sobre mis manos. Mas ahora así, sin fuerza y desgarrado, por obra de una ciega locura abatido me encuentro, desgraciado, el llamado hijo de la más noble madre, el proclamado bajo las estrellas retoño de Zeus (...)»
Por supuesto la personalidad de ambos no puede ser más diferente. Él es impetuoso, autoritario, soberbio, lujurioso, violento. Ella, como ya describía arriba, sumisa, bienintencionada, humilde, que tiene en cuenta la opinión de sus sirvientas («Hijo mío, también de la boca de los de bajo origen veo que brotan palabras oportunas. Esta mujer es esclava, pero acaba de hacer una afirmación propia de una persona libre»). De hecho, sus propias sirvientas contribuyen en cierto modo a su error, pues la terminan de persuadir –también bienintencionadamente– con su apoyo en su decisión de entregar la fatídica prenda a Heracles a través de Licas, el heraldo de éste.

Podemos hablar también del hijo de ambos, Hilo, sobre el que se clavan coyunturalmente ambas tragedias –la de la madre y la del padre–, en cierto modo tiene que cargar con ambas, y en cierto modo es también responsable a pesar paradójicamente de la ausencia de malas intenciones por su parte. Y digo esto porque, cuando vuelve a su madre después de haber visto los terribles efectos de la prenda que Deyanira confía a Licas para retener en base a la sangre mezclada con veneno del centauro a su marido (es decir, "mágicamente", en base a la falsa promesa que, tramposamente, le comunica el centauro Neso con su último estertor, tras ser atravesado por la flecha de Heracles), le dirige a ésta palabras extremadamente duras. No se contenta con decirle lo que ha sucedido (confirmando los peores temores de Deyanira, que casual, pero tardíamente, deduce que puede estar equivocada respecto a los efectos beneficiosos de la prenda), sino que abjura de ella sin contemplaciones, quedando Deyanira con la sensación de, ahora sí, haberlo perdido absolutamente todo sin remedio. Luego, cuando a través de los sirvientes se entera de la verdad –a saber, que su madre era inocente–, ya es demasiado tarde: su madre se ha suicidado en el lecho conyugal, atravesándose un costado con una espada. Eso, naturalmente, le hace sentir culpable. Pero entonces es cuando, tras hacer aparición Heracles –y quedarse éste también apaciguado en cuanto a su mujer, al conocer también la verdad de boca de su hijo–, ha de cargar también con el destino de su padre, pues éste le hace jurar a ciegas que hará su última voluntad paterna, so pena de toda clase de maldiciones, y luego ésta no es otra que se encargue de poner fin a su agonía procurando el fin de su vida, a través de indicaciones concretas (una pira). 
HILO. ¡Desdichado de mí, en cuán gran medida me encuentro indeciso!
HERACLES. Porque no tienes por justo escuchar al que te engendró.
HILO. Pero ¿he de aprender, entonces, a ser impío, padre?
HERACLES. No hay impiedad, si das gusto a mi corazón.

«Muerte de Hércules» de Zurbarán.

En pasajes como estos, uno ve la gran diferencia que hay entre la noción griega de la moral –podríamos extender lazos razonables con paganismos de otras índoles– y la noción judeocristiana de la moral (donde matar a un padre, por mucho que fuese su voluntad, sería impensable).

No me gustaría concluir sin hacer alusión a esas curiosas y retorcidas fórmulas que emplea el autor de vez en vez, en la que se forman construcciones mitad de perogrullo, mitad originales:

DEYANIRA. ¡Ay de mí! ¿Qué noticia me has traído, hijo?
HILO. La que no es posible que no se cumpla, puesto que ¿lo manifiesto quién podría hacerlo increado?

Así pues y en definitiva, Sófocles nos traslada nuevamente una obra en la que siempre se impone la voluntad divina, al margen de los deseos o tejemanejes de los mortales, por muy destacados que éstos sean. Deyanira no es más que el instrumento que acciona la profecía: Heracles habrá de descansar en paz a causa de alguien que habita en el Hades (el centauro Neso, el cual halla su venganza después de muerto). Heracles, conocedor de dicha profecía, asume que Deyanira no era más que, como decía, el resorte de su cumplimiento. De hecho, no deja de tener su ironía que ambas salidas de la profecía (bien morir en su guerra en Eubea, bien hallar la paz en caso de victoria allí), lleven al mismo punto: la muerte de Heracles. Una muerte en la que se paga la impiedad –la de Heracles– con la impiedad –la del centauro–; arrastrando a los inocentes: Hilo, el voluntarioso hijo, y, sobre todo, la pobre Deyanira, personaje sutil y difícil de olvidar, que ya da comienzo la obra diciendo:

«Un dicho hay de antiguo manifiesto entre los hombres: que no llegarás a conocer el destino de los mortales antes de que uno muera, ni si es bueno como si es malo. Pero yo del mío, incluso antes de encaminarme al Hades, sé perfectamente que lo tengo desdichado y penoso (...)»


Sófocles (496 a. C.– 406 a. C.).




Termino señalando el carácter de la obra, una defensa de los valores antiguos (las leyes y la consideración hacia el designio natural o divino), pero siempre abiertos –eso sí, hasta ciertos puntos– a los planteamientos racionales propiamente humanos. Concuerda, por lo demás, con el contexto histórico del propio Sófocles, plena progresión de oligarquía aristocrática a la democracia de Pericles y la sucesiva guerra perdida contra Esparta con los consiguientes desastres. Así, Sófocles adquiere una postura tolerante con lo nuevo pero sin dejar de mirar a lo que observa valioso en el pasado: está de acuerdo con la democracia de Pericles pero no con los demócratas o racionalistas radicales, él no sitúa al hombre como centro del universo, sino que destaca unas fuerzas ajenas que rigen su destino.


Conclusiones:

El lenguaje en los diálogos en prosa poseen una estructura muy similar a La Odisea. Otra cosa son los típicos cantos contenidos en la tragedia griega, que son densos y lentos de digerir, aunque por fortuna no alcanzan la extensión e importancia que en Esquilo a favor de los personajes principales que, por otra parte, nunca aparecen más de tres simultáneamente sin contar, por supuesto, el coro.

«Las traquinias» transmite la crisis –que desemboca en fatalidad– generada cuando, según Sófocles, el ser humano pasa los límites que le han sido asignados con criterios erróneos y fuera del respeto a la ley divina. Se inspira, pues, en el contexto social de la Atenas de mediados del siglo V a. C., donde se están confrontando los poderes tradicionales oligárquicos con los movimientos de las clases bajas y medias a favor de la democracia, buscando una síntesis que acomode a las dos partes. Así pues, Sófocles recoge esa síntesis –que alcanzaría su máxima representación en el gobierno de Pericles– en el que contempla y defiende la antigua tradición pero manteniéndose abierto y de acuerdo con la democracia; eso sí, como hemos dicho, la tragedia la dispara precisamente en el momento en el que los hombres se sitúan en el centro del universo desdeñando a los dioses, llevándolos de tal forma su errado juicio personal a la fatalidad.

La obra nos sitúa en Traquis, donde Deyanira, esposa del hijo de Zeus, Heracles (para los romanos y para la mayoría de nosotros más conocido como Hércules), se lamenta hondamente por la permanente ausencia de su esposo, sumido en constantes fatigas, deberes, combates y demás pugnas inevitables. El pesar es más desesperado en la medida en que los oráculos expusieron el siguiente presagio: en un lapso de tiempo –el que ya lleva fuera el héroe– concluirá por siempre su azaroso e inestable ritmo de vida; pero de esto no puede deducirse si descansará por fin victorioso en su hogar o si morirá de cualquier forma. Si a la larga angustia de Deyanira –personaje destacable por su ecuánime juicio y por su remarcable presencia en la obra– se le suma un conflicto amoroso de resolución ceñida a la llegada inminente de su esposo, se hace inevitable la puesta en marcha por parte de ésta de un precipitado plan que desencadenará la tragedia desvelando lo imperturbable de la decisión divina ante unos mortales siempre limitados y ciegos frente a su propio destino. Pero, además, Sófocles expone con efectividad la universal y desgarradora imagen de la más cálida esperanza humana enfrentada con un futuro incierto que a veces la convierte en un arma, ingenua pero a fin de cuentas letal.

La estructura de las tragedias de Sófocles –que se basan en las sagas heroicas– se componen de un prólogo en el que las escenas ya están abiertas antes de pronunciarse el coro, que no es ya el protagonista de la obra como sí sucedía con Esquilo, y dentro del cual se enmarca la orientación de la obra. Después viene la párodos, que está siempre a cargo del coro y que da comienzo a la verdadera acción de la obra. Lo siguiente que tiene lugar es la entrada del mensajero, que va a traer una noticia de fuera mediante la cual se disparará la tragedia en sí. El punto central de la obra es el agón (enfrentamiento entre los actores), en el que se debate la problemática de la obra. Sucede luego el estásimo, característica típicamente sofoclea, en la que para crear tensión parece que todo se arregla –y se celebra este hecho–, pero no a tiempo, de forma que la tragedia se consuma. Finalmente, se cierra con las conclusiones de los supervivientes, terriblemente afectados, y las secuelas de la atrocidad quedan patentes, y rezuman en la mente del lector aún después de terminar.

La belleza y la particularidad de la escenificación de las más cruentas desgracias de las tragedias de Sófocles pertenecen a nuestro elenco cultural y poseen ese carácter universal que hace de una obra literaria un clásico. 
Gustará al que le sea afin el estilo griego y el género dramático en general, sobre todo por el añadido de ese espíritu exaltadamente desgarrador de la tragedia; si bien a algunos lectores pueden no atraerle este tipo de textos, conviene darles una oportunidad, téngase en cuenta también –si sirve de impulso– que son muy cortos. Mi valoración general es positiva a pesar de que su estilo arcaico pese en algunos momentos.
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