sábado, 24 de enero de 2015

«El pequeño héroe» de Dostoievski.

Encantador relato en el que su jovencísimo protagonista se adentra ingenuamente en los enredos amorosos de una dama y, en ello, en el descubrimiento de los primeros y confusos senderos hacia la sexualidad y la propia identidad

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria (se me ha alargado más de lo debido).

El análisis menciona sucesos de la trama como medio imprescindible para llegar a su profundidad (en un relato como el presente enseguida se dice demasiado), pero se emplea el lenguaje con cuidado prestando más atención a las peculiaridades psicológicas de los personajes, y en ningún caso existen spoilers de gravedad. Si aún con eso el lector se mostrara reticente a que se le mencione un solo hecho, recomiendo se traslade directamente a la conclusión antes citada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición del libro que he empleado para la lectura. Téngase en cuenta que mi edición contiene tres relatos y que la ilustración alude al primero, «Noches blancas», y no al presente que vamos a analizar.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

Relato que el autor efectuó mientras esperaba la sentencia del tribunal que se traduciría en cuatro años de trabajos forzados en Siberia y cinco de servicio militar punitivos como soldado raso por haber pertenecido a un círculo de intelectuales de debates "inconvenientes" respecto al parecer del Zar, «El pequeño héroe» es afable y muestra la cara del Dostoievski todavía no endurecido por su terrible experiencia, antes de aquel período que produciría sus grandes novelas; esta era una cara influenciada por el Romanticismo y que le llevaba a trasladar una realidad perlada de suaves efluvios de subjetividad, de dulce y melancólica ensoñación, cuyo más célebre exponente quizá sea «Noches blancas», relato que también se incluye en la presente edición junto a «Un episodio vergonzoso».





Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



El protagonista del que nos ocupa relata una brillante experiencia que le sucedió teniendo tan solo once años, durante un período en el que casualmente se halla –no se sabe a cargo de quién– en una casa de campo rebosante de celebración infatigable por parte de un gran número de personajes de la alta sociedad, invitados todos por un antiguo militar que parece empeñado en despilfarrar su dinero. Nuestro joven va de aquí para allá maravillado por todas las conversaciones y eventos que danzan en torno suyo y de los cuales todavía no comprende la mayor parte de su significación.

Tal es el detalle psicológico que Dostoievski alcanza de esa mágica etapa a las puertas de la adolescencia que pienso serán pocos los lectores que no se sientan identificados en mayor o en menor medida. Todo es magnificado por tan novel conciencia, todo es o muy fascinante o muy angustioso, y el mundo adulto se aprecia como una dimensión aparte en la que el joven se siente diminuto y desapercibido.

Está siempre solo (los demás niños son o demasiado pequeños o demasiado mayores que él), y su aventura se inicia cuando coincide en una estancia en la que se está representando una obra con una rubia bella, vivaracha y socarrona, que le coge del brazo y le obliga a sentarse en sus piernas, ante lo cual nuestro chico, tremendamente tímido, se siente angustiado y sobrepasado por todas las miradas femeninas que se posan en él como si fuera un juguete. La rubia tiene en la cabeza hacer espectáculo mediante él y le aprieta con fuerza la mano para que grite, lo que finalmente consigue ante el asombro de los demás espectadores que miran en su dirección. Ella y sus amigas rompen a carcajadas, y él se larga de allí completamente espantado.


«–Ven acá –me dijo vivamente, con la rápida decisión con que adoptaba cualquier idea disparatada que cruzaba por su extravagante cabeza–; ven acá y siéntate en mis rodillas.
–¿En sus rodillas? –repetí perplejo.
Ya he dicho que mis privilegios empezaban a ofenderme y avergonzarme de veras. Esta señora, como en broma, no iba muy a la zaga de las demás; amén de que, habiendo sido yo siempre tímido y retraído, comenzaba, particularmente ahora, a sentir recelo en presencia de las mujeres. Por eso quedé terriblemente confuso.
–Pues sí, en mis rodillas. ¿Por qué no quieres sentarte en mis rodillas? –insistió ella, riendo con más fuerza aún, hasta acabar por reírse de Dios sabe qué, quizá de su propia treta o por el regocijo que le causaba mi confusión. Pero sentía necesidad de hacerlo.
Me ruboricé y miré agitado en torno mío buscando por dónde escabullirme, pero ella se me anticipó y, agarrándome de la mano para que no escapara, tiró de ella hacia sí repentinamente con gran asombro mío, la apretó terriblemente con sus dedos cálidos y taimados y empezó a estrujar los míos con tal violencia que tuve que hacer un esfuerzo supremo para no lanzar un grito, lo que produjo las cómicas muecas consiguientes. (...)»


¿Quién no se ha sentido manejado como un muñeco a una edad en la que eso te tortura pero, demasiado ingenuo y educado, no te atreves a desobedecer, quejarte, rebelarte? Es precisamente una de las diferencias entre el niño y el incipiente adolescente, la turbulenta edad en la que el protagonista se sitúa, para gusto de su torturadora, que a partir de ahí le perseguirá y le someterá a bromas pesadas ante la risa de todos (es una mujer que, pese a frívola, es también carismática y hechiza la atención de la mayoría), lo que abochornará lo indecible a nuestro pobre muchacho.

Pero esta perseguidora no será la única causante de sus disturbios espirituales hasta ese momento desconocidos para él, sino que se unirá rápidamente otra más. Se trata de la mejor amiga de la primera pero, pese a todo –o precisamente a causa de ello–, de carácter completamente opuesto: recatada, sumisa, bondadosa y empapada de melancolía. El joven comenzará a embargarse inconscientemente de un sentimiento que no reconoce, pero que por algún motivo le obliga a no apartar la mirada de ella. Cada vez que ésta le intercepta, mira a otro lado rojo como un tomate. Detectada esta debilidad, la rubia tendrá otra herramienta más de tortura.

La mujer por la cual queda embelesado posee un marido muy celoso y posesivo. Haragán pero empingorotado, retrato de determinado sector ruso de la época, que Dostoievski se encarga de criticar con la severidad que corresponde y que transcribo pese a su prolongación porque no tiene desperdicio alguno: hoy también los hallamos a raudales:


«(...) Estos señores hacen carrera en el mundo concentrando todos sus instintos en ostentar el desprecio más descarado, la reprobación más miope y un orgullo sin límites. Como no tienen otra cosa que hacer sino observar y poner de relieve los errores y fallos ajenos, y como de buenos sentimientos tienen los que tiene una ostra, no les es difícil, habida cuenta de tales medios de seguridad, vivir con bastante discreción entre los demás. De ello se ufanan que no hay más que ver. No andan lejos de pensar, por ejemplo, que el mundo debiera pagarles tributo; que el mundo es para ellos como una ostra que guardan en reserva; que todos son mentecatos, menos ellos; que cada individuo es algo así como una naranja o esponja que pueden exprimir cuando necesitan el jugo; que son dueños de todo, y que todo este orden de cosas, tan digno de alabanza, proviene precisamente de que son tan inteligentes y estimables. En su infinito orgullo se consideran libres de defectos. Se parecen a esa casta de tunantes mundanos y congénitos, al estilo de Tartufo y Falstaff, que después de hacer un sinfín de bellaquerías, acaban de creer que así debe ser, es decir, que deben vivir para hacerlas. Tanto insisten en asegurar a todo el mundo que son personas decentes, que ellos mismos acaban por creer que lo son y que su bellaquería es un comportamiento respetable. Jamás son capaces de un examen de conciencia, de una honrada tasación de sí mismos; para ciertas cosas son demasiado espesos. En el primer plano de su visión figura siempre en todo asunto su propia valiosa persona, su Moloch y Baal, su espléndido yo. La naturaleza toda, el mundo entero no son para ellos sino un espléndido espejo, creado para que ese ídolo se admire a sí mismo, sin ver a nadie ni nada, después de esto nada tiene de extraño que todo lo vean deformado en el mundo. Para todo asunto tienen apercibida una frase hecha y –lo que es el colmo de la destreza– una frase muy a la moda, difundiendo por calles y plazuelas aquel pensamiento suyo con el que han dado de golpe. Son los que tienen un tino especial para olfatear la frase de moda y apropiársela antes que los demás, como si ellos mismos fueran sus inventores. Acumulan un surtido especial de esas frases para expresar su profundísima simpatía por la humanidad, para definir cuál es, por lo que toca al entendimiento, la filantropía más correcta y justa, y para reprender sin descanso el romanticismo, palabra con la que a menudo significan todo lo que es belleza y verdad, un átomo de lo cual vale más que todo su viscoso linaje. Son, sin embargo, lo bastante toscos para no reconocer la verdad en su forma anómala, transitiva e incompleta, y rechazan todo lo inmaduro, inestable y aberrante. El hombre bien cebado ha pasado toda su vida alegremente, con todo al alcance de su mano, pero sin haber hecho nada, y no sabe cuánto trabajo cuesta hacer cualquier trabajo, y así pies ¡ay de quien roce con aspereza sus orondos sentimientos! No lo perdonará jamás y se vengará con deleite. (...)»


En la actitud que su mujer manifiesta cuando su marido la mira inquisitivo hay torpe disimulo y cierto miedo arrebujado. Nuestro protagonista, que no deja de observarla, advertirá esto y más que conclusiones –imposibles por su falta de conocimiento del mundo– sacará brillo a su intuición, que conjugada con su buena base de carácter le impulsarán a ser de ayuda, en hacer algo por contentar a esa cándida dama que le atrae tan magnéticamente. Así, la sorprenderá alguna vez en el jardín llorando, siempre meditabunda, perdida en una melancolía indescifrable.

Tras una trepidante escena en la que empezamos a comprender el porqué lo de «Pequeño héroe» del título –en la cual se monta, tras una ofensa insoportable de su beldad perseguidora, en un caballo indomable para mostrar a todos su resolución, acción que producirá cálidos resultados–, terminamos finalmente de convencernos al respecto cuando descubre casualmente cuál es la razón del desasosiego de su dama: el amor.

En el desenlace del relato asistimos a una escena muy entrañable y positiva, en medio de descripciones bellísimas tanto del paisaje como de los sentimientos, en la cual el protagonista queda redimido de su primer episodio de enamoramiento, de orgullo herido, de afección espiritual.


«(...) Pero todo mi espíritu parecía sorda y dulcemente fatigado, diríase que por la intuición de algo, por algún presentimiento. (...)»





«Mujer en el jardín» de Monet.



En definitiva, con este relato obtenemos una dichosa hojeada a ese tránsito tan confuso y sin embargo tan mágico y memorable que es ir de la infancia a la adolescencia, en el cual el trato que se nos daba en la infancia, por cómodo que fuera, nos empieza a avergonzar e irritar; en el cual se perfila ya una configuración estética de nosotros mismos que es sagrada y cuya profanación por parte de unos adultos que no nos atrevemos a enfrentar –y que no entendemos– nos abochorna profundamente. Todo esto junto al ingenuo descubrimiento del amor y de la sexualidad, que al principio acapara el doscientos por cien de una atención sobrepasada por tan insospechadas e inabarcables apariciones, también produce los primeros tormentos y los primeros embelesos: las incipientes y todavía candorosas pugnas espirituales, iniciación de lo que luego serán batallas no tan inocentes y no tan candorosas. Un ejemplo del buen hacer psicológico por parte del autor queda patente en fragmentos como el siguiente:


«(...) Yo ardía de vergüenza detrás de mi puerta, con la cabeza hundida en la almohada, y no abrí ni contesté. Ellas siguieron llamando y rogándome largo rato, pero yo estuve impasible y sordo como sólo puede estarlo un muchacho de once años.
¿Pero qué hacer ahora? Todo había quedado al descubierto, todo cuanto yo había mantenido tan celosamente secreto y recatado estaba a la vista... ¡Descargaban sobre mí la vergüenza y la deshonra eternas!... A decir verdad, no sabía siquiera cómo llamar eso que tanto temor me causaba y que hubiera querido ocultar; pero el hecho era que temía algo y que el descubrimiento de ese algo me había hecho temblar hasta entonces como un pajarito. Sólo una cosa había ignorado hasta ese momento: cómo era aquello: si conveniente o inconveniente, si digno de encomio o de oprobio, si loable o reprobable. Ahora, sin embargo, en mi tormento y aguda aflicción, me persuadí de que era algo ridículo y vergonzoso. Instintivamente sentía al mismo tiempo que tal juicio era falso, inhumano, grosero; pero es que me veía anonadado, destruido; mis pensamientos parecían haberse detenido y embrollado, no podía apelar de tal juicio, ni siquiera calibrarlo con precisión, estaba ofuscado; sentía sólo que mi corazón había sido herido cínica y cruelmente y me deshacía en llanto estéril. Estaba furioso. En mí bullían la indignación y el odio, que hasta entonces nunca había conocido, porque ésta era la primera vez en mi vida que experimentaba un dolor genuino, un insulto, una herida sentimental; y todo era así como lo cuento, sin ninguna exageración. En el niño que yo era había sido ultrajado brutalmente un primer sentimiento todavía lozano y desconocido; había sido –¡tan temprano!– saqueado y mancillado un primer sentimiento de pudor, fragante y virgen, y había sido ridiculizada otra primera, y quizá muy genuina, impresión estética. Por supuesto quienes de mí se burlaban no sabían esto ni sospechaban mi aflicción. (...) Y esta otra: ¿cómo, con qué ojos y con qué pretexto, podía yo ahora mirar cara a cara a Madame M*** y no morirme en el acto de vergüenza y desesperación?»




Conclusiones:

El protagonista del cuento es un joven –o niño si se prefiere– de once años que deambula entre un gran número de personas pertenecientes a la alta sociedad en una casa de campo en la que el anfitrión organiza, despreocupado por los gastos, una larga fiesta repleta de excursiones y entretenimientos variados. Como alma impresionable que aún es, no entiende muchas de las conversaciones y gestos que a su alrededor se profieren unos adultos casi ajenos a él, que pasa desapercibido. Es curiosa esa sensación que todos recordaremos de cuando éramos niños y lo veíamos todo muy grande, lo ordinario como maravilloso, mientras los adultos por el contrario acostumbramos a ser pragmáticos y ver a un niño como algo insignificante e incluso molesto. La brecha entre esos dos mundos queda implícita en «El pequeño héroe».

Las aventuras de nuestro protagonista comienzan cuando una bella rubia –frívola pero carismática y centro de todas las miradas– le elige como blanco de sus pesadas bromas. Él, que ya no se percibe como un muñeco con el que puedan juguetear y decirle cualquier cosa –en la puerta de la adolescencia una imagen de sí mismo y una dignidad u orgullo que mantener se está ya poniendo en marcha–, pero, tímido, educado e ingenuo como es, tampoco se atreve a rebelarse ni a quejarse, por lo que padece una gran angustia a manos de su perseguidora, anhelosa de torturarle frente a todos mediante sus pícaras jugarretas.

Esta beldad es sin duda motivo de padecimiento espiritual, pero habrá otro más en la figura de su mejor amiga, de carácter opuesto: sumisa, bondadosa y empapada de una melancolía que es incapaz de disimular. Su marido es egocéntrico, celoso, posesivo (Dostoievski lo critica de manera muy pertinente). Nuestro joven percibirá un sentimiento desconocido para él de manera muy confusa, sin saber qué es, qué implica y cómo ha de calibrarse; así, se maneja más por instinto que por razonamientos, fuera de su alcance a la edad que posee. Indagará en el origen de la melancolía que atribula a su dama y descubrirá la verdad, convirtiéndose finalmente, efectivamente, en un "pequeño héroe" en una escena de gran belleza y fineza psicológica y emocional que conquistará nuestro corazón. Este afable relato nos introduce primorosamente en una época pasada en la que una versión ingenua y entrañable de nosotros mismos recogía ávidamente un mundo que parecía tan pronto maravilloso como angustioso: todo percibido bajo destellos inolvidablemente saturados.

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