sábado, 21 de febrero de 2015

«La invención de Morel» de Bioy Casares.

Un escritor prófugo en una pequeña isla y de carácter pragmático, desconfiado y solitario investigará la inexplicable aparición de unos personajes que le ignoran, sobre todo emocionalmente espoleado por la bella y contemplativa Faustina

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no contiene spoilers, léase con tranquilidad. También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:


«... (creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia).»


Hay dos componentes que me incitaron a fijar mi vista –y a prefijar mi deseo– en «La invención de Morel». En primer lugar, el resumen que hace Alianza en la presente edición: «(...) narra una extraña historia de amor protagonizada por un hombre y una mujer que viven existencias incompatibles en espacios y tiempos rivales (...)»; se añadía además el elogio de Borges: «(...) no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». En segundo lugar, debo reconocerlo, la grandiosa fotografía que escogió la editorial para la cubierta y que justo abajo podéis contemplar: una joven, aparentemente tumbada, los ojos serenos pero también anhelantes, las uñas de carmín enmarcando los párpados y la mejilla como insinuando un brazo alzado; es exactamente una invocación al amor o los amores pasados, la mirada que se queda grabada, frente a frente, la que resucita de vez en cuando entre sábanas ensalzadas por la nocturnidad. Sin embargo, mi experiencia lectora diverge: «La invención de Morel» emplea un lenguaje sobrio hasta lo exasperante, al más puro estilo de las «Ficciones» de Borges (de hecho prácticamente idéntico).




Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada/ Fotografía –soberbia–: Faruk Ulay).



El protagonista es un escritor prófugo injustamente condenado a cadena perpetua que huye de las autoridades a una isla, y que nos relata en primera persona su andadura casi en tiempo real pero quedando sobradamente patente el errante y entrecortado carácter de un diario. Hay que poner las cosas en claro; más que en la historia de amor –viga indiscutible de la novela pero poco aludida por un protagonista poco dado a expresar sin reservas sus emociones–, el personaje principal se fija en los acontecimientos, los estudia, los contrasta, decide si fiarse o no de sí mismo, se sale de sí para fijar posibilidades objetivas, se corrige constantemente muy poco inclinado a dejarse llevar; excesivamente racionalista para un lector que busque emociones y no mil y una razones que en mi opinión aportan más bien poco a la lectura. En el citado Borges me aburro pero me engancha su ingenio, estructurado en dosis casi siempre muy concentradas: en sus cuentos; con Bioy Casares ocurre exactamente lo mismo, solo que en vez de cinco, diez o veinte páginas hay que dar vueltas y más vueltas sobre la misma idea –fácil de adivinar en todo momento– durante más de cien páginas, lo que provocó que irremisiblemente se fuera apagando mi interés. 

Si a mí se me pregunta cuáles son los ingredientes perfectos para una historia de amor, yo diré que algo apasionado contenido por la tragedia. ¿Por qué? Porque solo puedo disfrutar y sentir algo honesto, incondicional y hasta cierto punto desatado; pero eso sólo es creíble durante un corto periodo de tiempo: ese estado no puede durar mucho, ha de ser destruido; que acabe con ello una desgracia –cuando está en el punto más elevado– es un millón de veces mejor a que lo apague el tiempo (buenos ejemplos son las «Noches blancas» de Dostoievski o «Romeo y Julieta» a su modo por un lado y películas como «Titanic» o «El curioso caso de Benjamin Button» por el otro). En Borges y Casares creo descubrir a dos sentimentales que no se toleran su sentimentalismo. En el caso del segundo es más notorio –de ahí que el amor sea tema recurrente en sus obras–, pero un inexplicable pudor provoca que restrinjan ese sentimiento, casi como arrepentidos de incorporarlo a su obra, y lo rodean de frialdad, racionalismo e incluso de un complejo de patetismo que el propio protagonista se apresura a hacer patente. Así, una historia de amor que en otras manos podría haber sido un hito, en Casares se convierte en una lenta sucesión de juicios objetivos que no llegan al corazón prácticamente nunca. Para que se me entienda, son personajes que harían el amor con la ropa puesta, lo que por buenos que fueran los presentimientos respecto al personaje o su historia, queda arruinado en el mismo momento en que no se quita la ropa para hacer el amor: para hacer el amor es indispensable quitarse la ropa. Algo similar ocurre con «La invención de Morel», cuya gran celebridad solo puedo cabalmente asignar a su ingenio, excelente, y no a las sensaciones a transmitir al lector, por lo menos en cuanto al "romance" que extiende, que al principio parece brillar para enseguida hundirse en su propia limitación. Eso sí: está claro que habrá personas que verán en el texto una historia de amor perfecta, de principio a fin y sin tacha, pero aquí no puedo más que ofrecer la impresión que a nivel subjetivo y personal me ha trasladado la lectura.




«Los amantes» de Magritte.



En cuanto al mencionado ingenio, si bien le cuesta algo arrancar, mantiene un buen ritmo solo acusable por su monótona linealidad, que parece va a despegar por fin pasada la primera mitad para retornar rápidamente a la misma sensación de obviedad. Por cierto que en ese breve lapso de falso "cambio de intención" empecé a adquirir conciencia, pasada ya casi toda esperanza en la historia de amor en sí, en un terror que despertaban los hechos (o más bien las descripciones de los hechos y lo que dejaban entrever a la fantasía oscura), un asomo de inquietud comenzó a despertarse para, enseguida, volverse a dormir. Casares propone una historia de amor –aunque reincido en que su presencia es más bien secundaria en el libro–, y no sé hasta qué punto se dio cuenta de la grandiosa historia de terror que tenía entre manos, que en lo que a mí respecta veía más convincente que la inclusión de la imprecisa Faustina. Entonces, ¿qué hace que admiremos el ingenio si está escrito de manera por lo general densa? Los grandes dilemas que suscitan, más allá de la trama, en un plano universal. «La invención de Morel» nos trae huesos tan duros de roer como la inmortalidad, el eterno retorno, la soledad del hombre frente a su destino, la extraña relación que en verdad subyace entre el amante y el ser amado, entre la noción de nosotros mismos y del resto del mundo (y lo mucho que hay de actuación en ese gigante escenario), también lo inútil que a veces puede ser la racionalidad por muy convincente que parezca a primera instancia (todos ellos temas típicamente borgianos también). «La invención de Morel», de hecho, toca esa problemática científica que trajeron anteriormente grandes exponentes como Wells (Morel incluso nos recuerda al Doctor Moreau), y que cuestiona la capacidad del hombre para autodeterminarse o para discernir y controlar el universo, ejercer un dominio de dioses gracias a máquinas revolucionarias.

Sorprende que el protagonista sobreviva en condiciones tan adversas (demasiadas veces menciona las raíces como único elemento de su dieta, dudo que sea tan fácil), confinado en un área reducida dentro de una isla también pequeña a causa de los inesperados huéspedes. La descripción psicológica del protagonista me parece correcta y por lo general creíble, si bien es cierto que tarda muchísimo en siquiera intuir lo que de verdad se cuece, siendo desesperante lo bastante que se aleja aun cuando es evidente que algo muy extraño sucede, como queriendo intencionadamente alargar la historia repeliendo de sí del quid de la cuestión hasta que lo tiene, literalmente, delante de las mismas narices. Haciendo honor a su compromiso por el rigor que especifica nada más comenzar sus anotaciones, va describiendo casi todo lo que sucede ("casi todo", porque se nota que su memoria no le da abasto para retener el cien por cien, sobre todo en lo referente a las conversaciones), sus impresiones (muchas veces tintadas de misantropía y autoculpabilidad). Es solitario, creativo, tímido y muy desconfiado (hasta la paranoia), desconfianza que no le sienta bien a su ocasional torpeza y falta de precaución (no se me olvida determinado encerramiento estúpido hasta lo increíble sabiendo lo que ya sabía). A veces podemos hablar de determinada "ambigüedad" benéfica para el relato, pues gracias a ella monté alguna que otra salida interesante de la trama –como que el fugitivo fuera, sin saberlo, el propio "creador", que hubiera sido muy bueno en mi modesta opinión–, cuyo desenlace es correcto pero muy tardón como ya he insinuado antes (quizá algo incoherente en base a la propia configuración psicológica del protagonista, eminentemente pragmático, pero quizá es que sencillamente las duras condiciones de la isla y los prodigios le mermaran la cordura por fin). Creo que también se podría haber exprimido más la relación del protagonista con los demás habitantes de la isla, sobre todo una vez descubierto el percal (¿quién se cree que no libere su mente cargada de timidez y formalismos, ahogada por las duras condiciones de la isla, en una escena histriónica frente a los demás, completamente disparatada?). Lo de la mano es de todo menos creíble, y solo puede encajar como un indicio fuerte de la descendiente salud psicológica del protagonista que decía antes (¿y el espíritu patriótico repentino del final?).

Por último, hay que hablar de Faustina y de Morel. En el primer caso –más teniendo en cuenta el desesperado embelesamiento del protagonista– la descripción es escasa y su imagen en la mente del lector rudimentaria e imprecisa. En el segundo caso hay mucha más riqueza, pero sus faltas son terribles y ello no deja en lugar precisamente halagador a todos los que le justifican en la obra como especie de artista divino/ divino artista; ¿qué inmortalidad, casi fáustica, puede ser loable sin que antes estén todos espiritualmente convencidos de tamaña decisión (aunque es dudoso que incluso así pueda justificarse semejante antinatura, por puro instinto)? La invención de Morel no deja de ser un álbum en el cual se presupone –probablemente siendo demasiado presuponer– un traspaso de alma, proponiendo que la representación del mundo recaiga directa y completamente sobre las sensaciones que de él recogemos mediante los sentidos, cosa que por otro lado nos recuerda mucho a la filosofía de Berkeley.




Adolfo Bioy Casares (1914-1999) en 1968.



En definitiva, «La invención de Morel» es una buena idea que se alarga demasiado, que no creo que se caracterice tanto por un romance extraño como que éste sirva a manera de hilación de todo, le dé consistencia al comportamiento del protagonista que, eminentemente pragmático, misántropo, desconfiado, racionalista e incluso frío, hubiera sido mucho más difícil de tumbar si a las muy adversas condiciones de la isla y sus prodigios –por momentos muy inquietantes– no se le añadiera el amor cuyo principal combustible es su propia inaccesibilidad, único despertador de lo poético que puede quedar en el escéptico pecho del protagonista. La lectura se compone por demasiadas razones –que además, no olvidemos, son poco estrictas y se quedan en meros bocetos– y muy pocas sensaciones. El protagonista quiere dejar rigurosa constancia de sus experiencias y, de esta forma, va relatando todo lo que le ocurre a lo largo del día, muchas veces siendo comida que no llega al estómago del lector, que pesadamente cavila pesados "esto es un sí o un no". Creo que la mayoría de los lectores adivinarán con relativa rapidez lo que sucede en la isla, y quizá, como a mí, les decepcione que no se le dé a ello una segunda vuelta inesperada y original (puestos al proceso detectivesco...).


Conclusiones:

«La invención de Morel» tiene la forma narrativa de un diario en el cual su protagonista, un escritor prófugo que ha sido condenado injustamente a cadena perpetua, va relatando con intencionado rigor sus experiencias sobre la isla en la que se esconde. Sin embargo, todo cambia enseguida cuando, repentina e inexplicablemente, unos empingorotados huéspedes hacen aparición en la zona habitable en mitad de continua celebración. El protagonista, que es práctico, racional, algo torpe, tímido, desconfiado y solitario, creerá que es una elaborada trama para capturarle (al estilo «Shutter Island»), y sólo las diarias bajadas al mar de una bella y serena mujer, Faustina, podrán espolear lo suficiente a su curiosidad (y a su corazón, escéptico hasta lo desesperante; no olvidemos el bello pero pagafantista detalle de las flores) para que vaya investigando y descubriendo muy (muy) poco a poco lo que sucede en la isla.

El estilo narrativo es muy parecido, diré idéntico, al de Jorge Luis Borges. Es un estilo que a mí personalmente me aburre, pero si los cuentos de Borges son pocas páginas, aquí el asunto se extiende en mi opinión demasiado. Sobrios, precisos e incluso fríos, su forma de escribir propone certeramente paradojas o dilemas originales –fantasía que se aleja del símbolo para centrarse en lo explicable, lo que se traduce en una apariencia casi realista– pero que no se hacen suficientes para que me implique en la lectura. Casares siente predilección por el romance pero lo malogra relegándolo a cemento para la trama y enfriándolo a base de alejarse lo máximo posible de un sentimentalismo que casi se diría anhela desterrar. El proceso de anotación que el protagonista emplea convierte su diario en un metódico proceso detectivesco en el que escribe todo lo relevante que recuerda a lo largo del día casi con intenciones científicas para la posteridad. Posee una gran capacidad para sopesar opciones y pese a su aparente torpeza sabe salir de apuros, pero su intuición es lenta hasta lo desesperante, casi como si quisiera retrasar aposta la solución del problema, como ya he insinuado.

Los dilemas que la obra plantea, muy parecidos a los de Borges también, son: la inmortalidad, el eterno retorno, la soledad del hombre frente a su destino, la extraña relación que en verdad subyace entre el amante y el ser amado, entre la noción de nosotros mismos y del resto del mundo (y lo mucho que hay de actuación en ese gigante escenario), también lo inútil que a veces puede ser la racionalidad por muy convincente que parezca a primera instancia. Una preocupación –o más bien curiosidad– por las capacidades científicas nos recuerda a la obra de Wells, sobre todo, por el escenario, a «La isla del Doctor Moreau». ¿Qué asociamos con inmortalidad? ¿Puede el amor ignorar cualquier barrera? ¿La vida humana es una constante repetición de lo mismo? ¿Vale más el bello instante que la vida grisácea?



«Té para dos» (1925), canción que se repite en lo alto de la colina.

1 comentario:

  1. Hola Morales,

    Como bien dices, entré a la lectura más que nada por la ilustración y la sinopsis de la contraportada (siempre me he dejado llevar bastante por estos dos elementos, o, al menos, buscar la justa información previa por internet; leer un libro sin saber nada de él me genera cierta frustración e impaciencia). De ahí que, efectivamente, saliera un tanto decepcionado.

    Acabo de ver el vídeo que enlazas al respecto de la hipótesis de la simulación. Es un tema que me parece muy interesante, lo he disfrutado mucho en el ámbito fílmico con «Matrix» u «Origen» (ahí está también «Dark City», aunque me resultó un poco aburrida). Desde el apartado científico, he escuchado numerosas exposiciones y debates de John Lennox en el que emplea nociones similares para justificar la presencia de un gran diseño y de un creador detrás del mismo. Es una teoría que hace plausible acceder a Dios mediante el racionalismo más puro. En el apartado de la filosofía, encuentro muy enriquecedor el «Tratado sobre los principios del conocimiento humano» de Berkeley, en el que básicamente trata de demostrar que la realidad no es más que la continua invención interna de cada ser, y que, por tanto, es en última instancia inaccesible a la percepción humana.

    Conocía «Solaris» por ser siempre tan citada como imprescindible en el mundo de la ciencia ficción –y como obra cumbre de su autor–, pero sólo sabía que los humanos entraban en contacto con una conciencia alienígena que posee forma líquida (el océano del planeta), y no que hubiera ningún romance. Con lo que me has dicho, quedo repentinamente interesado en leerlo ;) Lo compraré próximamente, gracias por la recomendación.

    Muchas gracias por tu aportación.

    Saludos.

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