jueves, 26 de marzo de 2015

«Bobok» de Dostoievski.

Cuento satírico en el que su protagonista, descansando en un cementerio, escucha a los muertos hablar, no a nivel transcendental ni expiatorio, sino ahondando en su ansia de voluptuosidad y atados hasta el fin a la máquina social

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

Teniendo en consideración que estamos ante un cuento de apenas veintinueve páginas, el análisis entra en ellas detalladamente, aludiendo a los hechos de la trama (spoilers). Aunque en mi opinión no malogran el interés por la lectura, si el lector prefiriera no jugársela le recomiendo que vaya a la conclusión antes señalada. En cualquier caso, he de decir que los fragmentos transcritos no tienen desperdicio.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura. Téngase en cuenta que mi edición contiene tres relatos, «El sueño de un hombre ridículo», «La sumisa», aparte de el que aquí tratamos, y que la ilustración de la cubierta alude al primero, y no al presente que vamos a analizar.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«El más inteligente, en mi opinión, es aquel que al menos una vez al mes se llama tonto a sí mismo, ¡una capacidad inaudita en nuestros tiempos! Al menos antes un tonto como mínimo una vez al año se sabía tonto, pero ahora, nada de eso. Lo han confundido todo tanto que no es posible distinguir a un tonto de un inteligente. Esto lo han hecho adrede.»

El protagonista de nuestra efímera historia es Iván Iványch, un escritor y crítico literario que nos cuenta una experiencia estrambótica y ultraterrenal,  en la cual Dostoievski aprovecha para elaborar una eficaz sátira a la sociedad que, si en primera instancia no parece extraordinaria por el comportamiento de los personajes, al terminar la lectura da bastante en lo que pensar.




Edición 2011 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Iványch puede ser esbozado por el lector en las primeras páginas asociando los datos de la historia que se dan, pero apenas se pueden deducir un puñado de rasgos de su personalidad. Así, parece que es adicto a la bebida (lo que puede sugerir que su experiencia con los muertos sea una alucinación acústica, anulando quizá el género fantástico del relato). También se dice que es poco dado a protestar ante la ofensa o las críticas (su tono es de cierta resignación). Parece, en definitiva, un hombre incomprendido y que fracasa en sus ambiciones («"Es que usted no tiene sal", dicen»).


Comienza criticando la degeneración hacia lo mercantil que sufre el arte, y que interesa mucho más lo inmediato y vulgar que lo refinado y profundo. Después relativiza muy inteligentemente el concepto de la locura, razonando que a la gente vanidosa le conviene degradar a los demás para mantener su propia integración social y aparentar ser más selectos.


«Este proceder aún resulta bastante hábil; o sea, que desde el punto de vista del arte puro incluso es digno de alabanzas. Y aquéllos de pronto se volvieron más inteligentes. Ahí está, aquí sí que pueden volverle a uno loco, pero aún a nadie le han hecho más inteligente.»

Nuestro protagonista parece exasperado, y más pasmado que exasperado, por la costumbre de la gente de criticarse continuamente entre sí, elaborar modas estúpidas y obviar por completo los propios errores. El meollo del relato comenzará una vez confiese que de vez en cuando oye en su cabeza unas enigmáticas voces que dicen: «¡Bobok, bobok, bobok!». Decide salir a dar una vuelta para despejarse, y se le ocurre para ello asistir a un entierro de un pariente lejano. Destaca los pocos rostros afligidos que observan a los muertos y el mucho fingimiento que hay, además de la categorización en cuanto a la dignidad de enterramiento de la que disfrutan seres humanos en teoría iguales ante Dios dependiendo de la magnitud de los bienes terrenales de cada cual.


«No me gusta cuando la gente con tan sólo educación general se mete a resolver cuestiones especializadas, y eso aquí ocurre a cada paso. A las personas civiles les gusta juzgar sobre asuntos militares e incluso de nivel de mariscal de campo, mientras que las personas con formación de ingeniero razonan con mayor frecuencia sobre la filosofía y la economía política.»

Se termina tumbando en un monumento del cementerio a reflexionar sobre la memez humana («En mi opinión, no asombrarse por nada es mucho más estúpido que asombrarse por todo»). Después de un largo rato escucha voces, voces que proceden de las tumbas –no le inmuta el hecho–, y, aunque enarbolará algún que otro juicio interno en el transcurso de las conversaciones subterráneas, permanecerá callado con el oído bien atento.


En un principio sólo se escucha a cuatro muertos chacharear: al orgulloso general Vasili Vasílievich Pervoiédov, al zalamero Lebeziátnikov, a la caprichosa y criticona dama Avdotia Ignátievna y a un anónimo y alegre pueblerino. Como no se da, por lógica, ninguna descripción física, Dostoievski les otorga a cada uno una actitud muy distintiva (Lebeziátnikov siempre con «Su excelencia»; el pueblerino con sus amplias risotadas: «¡Oj-jo, jo, jo!»; Ignátievna chillando, etcétera), apostando, por ejemplo, por la onomatopeya. Los caracteres están muy caricaturizados para ahondar en la ilustración de su boba mezquindad, lo que conjugado con lo pintoresco de la situación me ha recordado un poco (y sólo un poco) al tono de «Alicia en el país de las maravillas», si bien está claro que las proyecciones entre la intención de mofa de ambos tienen ángulos y longitudes divergentes. Así, en un contexto tan siniestro, revelador y decisivo como hallar activa a la conciencia tras la muerte corpórea, los personajes fallecidos prefieren con mucho seguir con sus superfluos debates, echándose las culpas los unos a los otros, haciendo honor al prejuicio y a la superficialidad. Como lo único que teme esta gente es el tedio, prefieren molestarse mutuamente a reflexionar. Ni siquiera tienen precisamente claro el que deban romperse las categorías sociales en condiciones tan excepcionales. En definitiva, arrastran el mal de su vida a su muerte, lo que les delata como incurables.


Enseguida se despertarán otros personajes que han sido enterrados recientemente, aumentando ostensiblemente el ritmo del diálogo hasta, en algunos puntos, llegar al alboroto. Éstos personajes son: el consejero privado Tarasévich, altanero, corrupto y lascivo; Piotr Petróvich Klinévich, un chocarrero, desaprensivo y oportunista barón; y Katish Bérestova, una adolescente estúpida que sólo se ríe. Tras un rápido intercambio que sirve a modo de presentación, los nuevos "fichajes", no queriendo perder ni un minuto en explotar el máximo beneficio de la nueva situación, empiezan por preguntar la razón de su consciencia tras la muerte. Se les responde que sólo un filósofo, un tal Platón Nikoláevich, había acertado a formular una respuesta profunda y convincente al enigma, pero que ha llegado al punto de descomposición en que se desvanece toda actividad (curioso: el único hombre razonable ha perdido su mente en el abismo). Así, los que le escucharon en su día bocetan la teoría para resolver las dudas: la conciencia permanece activa tras la muerte durante al menos dos o tres meses, y luego se reduce a muy esporádicas aportaciones que se limita a la siguiente palabra: «bobok». También se explica el fuerte hedor: es un indicador cuantitativo del mal que alberga cada cual. Esto es revelador en el sentido de que Avdotia Ignátievna manifiesta lo repugnante que le resulta el supuesto hedor del pueblerino anónimo, y, cuando se descubre que éste no olía a nada, sino que es Klinévich el foco de la peste, se lo perdona encantada, en base a la «falta de vida y de gente graciosa que tenemos aquí».


La deducción de que están sumidos en su mezquindad hasta las trancas les parece insustancial, y pasan rápidamente a elaborar un plan que recoja la máxima diversión posible en esos dos meses "extra" que les han caído. No deciden avergonzarse de sus pecados, sino que, libres de ataduras sociales, e instigados por Klinévich (auténtico Mefistófeles), ven la oportunidad perfecta para hacer gala precisamente de dichos pecados y así deleitarse todos en la maldad común. El único que se opone es el general Pervoiédov, pero por una cuestión de "honor", es decir, de amor a su propia imagen, y no porque entienda que haya que pasar revista y arrepentirse de los males causados. En cierto modo se está diciendo que el que vivo vive mal, muerto muere (o moriría) mal, y que el no apostar por unos principios éticos lleva a la humanidad al desastre, a la ruptura y al más grotesco sinsentido.


«Es sólo esto lo que quiero porque esto es lo más importante. En la tierra vivir y no mentir es imposible puesto que la vida y la mentira son sinónimos; pero aquí para divertirnos dejaremos de mentir. Caramba, ¡la tumba debe de significar algo! Contaremos nuestras historias en voz alta y no nos avergonzaremos de nada. Seré el primero en explicarles todo sobre mí. ¿Saben ustedes?, yo soy de los lascivos. Todo esto allí arriba estaba atado con cuerdas podridas. ¡Fuera las cuerdas y vivamos estos dos meses en la verdad más desvergonzada! ¡Quitémonos la ropa y desnudémonos!»



«Fantasmas» de Grosz.


Quedando abierto el posicionamiento del pueblerino (se corta todo justo en su intervención), Iván Iványch es repentinamente descubierto y todo se sume en el silencio. Éste, indignado, se propone seguir investigando estas conversaciones y elaborar una publicación al respecto.

«El libertinaje en un lugar como éste, el libertinaje de las últimas esperanzas, el libertinaje de los cadáveres marchitos y podridos, ¡e incluso sin escatimar los últimos momentos de conciencia! Se les han dado, se les han regalado estos momentos y... Y lo más importante, lo más importante, ¡en un lugar como éste! No, esto es inadmisible...»


Conclusiones:

El protagonista de nuestra efímera historia es Iván Iványch, un escritor y crítico literario que nos cuenta una experiencia estrambótica y ultraterrenal,  en la cual Dostoievski aprovecha para elaborar una eficaz sátira a la sociedad que, si en primera instancia no parece extraordinaria por el comportamiento de los personajes, al terminar la lectura da bastante en lo que pensar.

Comienza criticando la degeneración hacia lo mercantil que sufre el arte, y que interesa mucho más lo inmediato y vulgar que lo refinado y profundo. Después relativiza muy inteligentemente el concepto de la locura, razonando que a la gente vanidosa le conviene degradar a los demás para mantener su propia integración social y aparentar ser más selectos.

El meollo del relato comenzará una vez confiese que de vez en cuando oye en su cabeza unas enigmáticas voces que dicen: «¡Bobok, bobok, bobok!». Decide salir para evadirse y, en el funeral de un pariente, termina recostándose en un monumento del cementerio, tras lo que oirá voces subterráneas en mezquina charlatanería. Diversos personajes marcadamente caricaturizados y que suponen una exposición satírica sobre la necedad humana, irán haciendo gala de sus dudosos ornamentos ante el silencioso juicio del protagonista.

En cierto modo se está diciendo que el que vivo vive mal, muerto muere (o moriría) mal, y que el no apostar por unos principios éticos lleva a la humanidad al desastre, a la ruptura y al más grotesco sinsentido.

jueves, 19 de marzo de 2015

«El corazón de las tinieblas» de Conrad.

Profunda y tensa novela en la cual el protagonista, símbolo del hombre civilizado, recorre el río Congo en búsqueda de Kurtz, en mitad de los excesos coloniales y hacia una mandíbula feroz, impredecible, repleta de enigmas febriles a la par que sensuales y en los cuales se respira el denso aire del estado más primigenio del hombre

Antes de nada...


Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no contiene spoilers, aunque se incluyen algunos fragmentos del libro a modo de complemento (tienen distinto margen, pueden saltarse si se prefiere). También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:


«Una voz. Él era poco más que una voz. Y le oí... a él... a ello... esa voz... otras voces, todas ellas apenas sí eran más que voces..., y el recuerdo de aquella época persiste a mi alrededor, impalpable, como la agonizante vibración de un inmenso torrente de palabras, estúpido, atroz, sórdido, salvaje, o simplemente mezquino, sin ninguna clase de sentido. Voces, voces...»

«El corazón de las tinieblas», máximo monumento de Joseph Conrad junto a «Nostromo», que además sentó el sustrato del que bebería ni más ni menos que el «Apocalypse Now» del reputado Coppola, es una corta novela en la que confluyen temas de la máxima importancia hacia un río –y nunca mejor dicho– horrísono, mezquino, brutal: una negra y ponzoñosa oscuridad líquida veteada de brillos indescifrables, tan puros y atractivos como espantosos e inhumanos.



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Así pues, estamos ante una lectura muy profunda, atrayente y de la que podemos sacar una lección imprescindible sin ningún género de dudas. Si bien a veces corre el hilo más básico: el de un viaje; quedándose solo en relativa superfluidad; enseguida se reincorporan los demás, los grandiosos, en forma de enigmas incontestables y sugestivos, o, directamente, frías mordidas que amordazan la conciencia. Es cierto que no es una lectura fácil (en sus puntos álgidos hay que releer varias veces), y que no acostumbra a ser ni ágil ni particularmente entretenida. También es cierto que es mejor cuando se termina que mientras se lee, puesto que deja, pendida en la mente, una nota como la de un triángulo, con esa frialdad metálica: incómoda y magnética a partes iguales (y no se apaga, titila débilmente en el tiempo, como un diminuto pero insistente destello al fondo de un pozo muy negro).


«No lo podéis entender, ¿cómo podríais entenderlo vosotros, que tenéis los pies sobre el sólido pavimento, que estáis rodeados de amables vecinos dispuestos siempre a prestaros ayuda o a caer sobre vosotros, que camináis delicadamente entre el carnicero y el policía, bajo el sagrado terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo podéis vosotros imaginaros a qué precisa región de los primeros tiempos pueden conducir a un hombre sus pies sin trabas, impulsados por la soledad (soledad absoluta, sin un solo policía), por el silencio (silencio absoluto, donde no se oye la voz consejera de amables vecinos susurrando acerca de la opinión pública)? Estas pequeñas cosas son las decisivas. En el momento en que desaparece, uno tiene que recurrir a su propia fuerza innata, a su capacidad de lealtad.»


«Medianoche sobre el Támesis» de Atkinson Grimshaw.




«Quizá tuviera además algo de fiebre. Uno no puede vivir con el dedo eternamente sobre el pulso de la muñeca. Yo tenía a menudo "algo de fiebre" o alguna otra ligera afección: los juguetones zarpazos de la selva, la insignificancia que precede al ataque más serio que sobrevino a su debido tiempo. Sí; yo les miraba como vosotros miraríais a cualquier ser humano, con curiosidad por sus impulsos, motivos, habilidades y debilidades, cuando se les somete a la prueba de una inexorable necesidad física. ¡Contención! ¿Qué clase de contención? ¿Se trataba de superstición, repugnancia, paciencia, miedo o alguna clase de primitivo honor? No hay miedo que pueda hacer frente al hambre, no hay paciencia que pueda hacerlo desaparecer, la repugnancia simplemente no existe donde existe el hambre; y en cuanto a la superstición, y lo que podríamos llamar principios, tienen menos peso que la hojarasca en el viento. ¿No conocéis lo diabólico de una persistente inanición; su exasperante tormento, sus negros pensamientos, su sombría y obsesiva ferocidad? Bien, yo sí la conozco. Un hombre necesita toda su fuerza innata para combatir el hambre debidamente. Es más fácil en realidad arrastrar la aflicción, el deshonor y la perdición de la propia alma , que esa clase de hambre prolongada. Triste, pero cierto.»



«El rostro de la guerra» de Dalí.



«El destino. ¡Mi destino! La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo, que llega demasiado tarde, y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Yo he luchado a brazo partido con la muerte. Es la disputa menos emocionante que podáis imaginar. Tiene lugar en una indiferencia impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de la victoria, sin el gran miedo de la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en tu propio derecho, y todavía menos en el del adversario. Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree.»




«Metropolis» de Grosz.



La historia se inicia en la desembocadura del Támesis, en un pequeño navío. Allí espera, inactiva, su tripulación, el ancla echada, aguardando a que la marea suba para proseguir su rumbo. El río recibe la mortecina llamarada del ocaso, y todo se sume rápidamente en las tinieblas («En seguida sobrevino un cambio sobre las aguas, y la serenidad se hizo menos brillante, pero más profunda»). El narrador –sin apenas participación– es desconocido, y se emplea para descubrir al lector este punto de partida. Pronto se pronunciará Marlow, el protagonista, y comenzará el relato de la larga historia, la que le llevará a través del Congo en búsqueda del misterioso –casi legendario– Kurtz (que, por cierto, sería empleado por GamesWorkshop para el primarca de los Amos de la noche, Konrad Curze). Así, básicamente podemos decir que la óptica corre a cargo de Marlow, ya que los que escuchan no vuelven a aparecer más que un puñado de veces, lo que a mi juicio es un error, porque conjugado con la enorme memoria y precisión de Marlow en su relato provoca que éste adquiera más bien el aspecto de un minucioso diario. Y esto a pesar de que se introduzcan de vez en cuando titubeos o interrupciones en el discurso, lo cuales, más que enfocados a una intención de verosimilitud en la apariencia, exteriorizan las dudas del propio Conrad, que no es capaz de decantarse diáfanamente por lo uno o por lo otro, o bien se topa con un enigma sin atadura ni medición posible y no tiene más remedio que dejar su esencia suspendida en el aire del relato. Éstas ambigüedades que impregnan la obra no las he juzgado como en otros casos: como manchas, sino que corresponden a la conclusión humana a un caso muy especial: el análisis de lo que no tiene forma, de lo que está vedado a la racionalidad de nuestra especie y, por tanto, evade la explicación concluyente. Conrad es un maestro en esto, en la irracionalidad, en la artística elaboración de los conceptos primitivos, y en ello recogemos muchas más sensaciones que ideas concretas. Por lo demás, se aborda correctamente la configuración psicológica de los personajes, con puntos muy precisos como cuando Marlow ha de abandonar el barco en su peligrosa y breve persecución nocturna. En este sentido me ha quedado un poco suelto el personaje del joven y pintoresco ruso, el risueño e ingenuo hombre cubierto de remiendos que sobrevive como si nada en el entorno más adverso (¿cuál es su significado último en la novela?).



«Miré a mi alrededor, y no sé por qué, pero os aseguro que nunca, nunca aquella tierra, aquel río, aquella jungla, la bóveda de aquel cielo en llamas, me habían parecido tan oscuros, tan impenetrables para el pensamiento humano, tan despiadados para con la debilidad humana.»



«Barco de vapor en la boca del puerto en una tormenta de nieve» de Joseph Mallord William Turner.


No es un capricho el que la historia brote de la garganta de las tinieblas. Es muy revelador el que la terrible –a veces agresiva– negrura contextualice tanto el inicio como el final (el río "domesticado" londinense frente al salvaje río africano, ambos observados por la soledad humana). Se siente, a lo largo de todo el recorrido narrativo, que el universo es un triunvirato de luces, de sombras y de los claroscuros que hay entre ambos. Y esto, como casi todo lo demás, se logra mediante una cuidadísima descripción. Los juegos de luces y sombras generan un efecto alucinógeno y muy sugestivo; la muralla selvática de las dos orillas por las que el vapor se dirige al corazón africano es opresiva, insoportablemente secreta e impredecible; las aguas poseen el reflejo místico a la par que una indiferencia terrible y traicionera; los tambores de los indígenas resuenan como el corazón de una bestia descomunal, sorda y ciega; la niebla que rodea al vapor en su forzosa detención, pesada y asfixiante; los puntos opacados de los razonamientos de Marlow aluden a la impotencia de una raza enfrentada, en su nimiedad, a una garra cósmica y gélida. Todo ello son imágenes que se superponen dando lugar a mezclas muy interesantes, que recuerdan a los grupos cromáticos, a esos acordes de análogos, complementarios, incongruentes...; puede decirse que «El corazón de las tinieblas» no es del todo inocente de simbolismo (la escena del barco de guerra bombardeando a la selva es una inolvidable inmersión a uno de los misterios más monstruosos y estremecedores de la existencia). En dichas descripciones –un caso único en la literatura– hay a veces incluso cierta efervescencia lírica, enraizada en un plano muy sutil, pero precisamente por ello efectiva, deslumbrante (porque la oscuridad también "deslumbra") y que contribuye a la singular tensión que enerva al relato entero.


Marlow es, por un lado, el trasunto de las experiencias del propio Conrad en África. Las decisivas impresiones que éste continente le inyectó hallan aquí su lugar. Es por tal motivo que no quiere evitar criticar duramente a los colonos que, disfrazados de una falsa filantropía, no eran más que la mezquindad en su máxima extensión, introducida en una serie de hombrecillos bobos y despiadados que solo ansiaban rapiñar el país («la palabra "marfil" flotaba en el aire, y regresábamos de nuevo al silencio»), destrozando a los nativos a su paso. El otro lado de Marlow es el conflicto que impregna toda la producción literaria de Conrad, a saber, la soledad y la lucha del hombre con la naturaleza desatada. Hay que tener en cuenta que todos los personajes que desfilan por la novela están, de una u otra forma, aislados de la civilización. En esas condiciones el comportamiento humano difiere, si bien existen diversos rangos: los colonos, por ejemplo, son casi inmunes a la llamada de lo salvaje: son demasiado simples («Estoy seguro de que ningún insensato ha vendido jamás su alma al diablo: el insensato es demasiado insensato, o el diablo es demasiado diablo; no sé cuál de las dos cosas»). Lo importante, el centro de todo el dilema se centra en las figuras de Marlow y Kurtz. Marlow representa al hombre arraigado a los principios, a los códigos sociales. Kurtz, por el contrario, es el hombre sin cadenas, aquel que se doblegaba a la sociedad por orgullo o amor a la mascarada, pero que una vez fuera de su influencia desata sus verdaderos impulsos. Ambos son sometidos a la prueba de lo salvaje, ahí donde el instinto de supervivencia halla su lugar e impone su imperio. Marlow resiste sin dificultades excesivas, pero reconoce ese poder terrible a la par que sensual (sobre todo cuando está tan al alcance de la mano, Marlow lo siente por sus venas cuando toca la bocina en el vapor); finalmente quedará ineludiblemente marcado por su encuentro con Kurtz. Éste, por su parte, extiende el dominio del tirano. En sociedad usaba su prodigiosa oratoria para tocar la gloria: para alcanzar poder (y en ello placer). En la selva esto es mucho más sencillo de lograr, a la par que el poder y el placer obtenidos aumentan exponencialmente. Kurtz queda atrapado, presa de la naturaleza y, sobre todo, presa de sí mismo.



«En estos casos la tierra no es para uno más que un lugar donde estar; y no voy a pretender decidir si ser así es un inconveniente o una ventaja. Pero la mayoría de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra es, para nosotros, un lugar donde vivir, donde tenemos que soportar visiones, sonidos y también olores, ¡por Júpiter! Tenemos que respirar hipopótamo podrido, por así decirlo, sin contaminarnos. Y es ahí, ¿os dais cuenta?, donde entra en juego la fuerza, la fe en la propia capacidad de cavar discretamente agujeros donde enterrar la sustancia: el poder de dedicación, no a uno mismo, sino a una empresa oscura y agotadora. Y eso ya es suficientemente difícil.»


«Mañana en el Sena» de Monet.



Es un poder fascinante que he podido reconocer (y el dilema en mí, una incierta pugna entre la esencia de Marlow y de Kurtz). Yo, siendo adolescente, iba frecuentemente a acampadas al bosque. Solíamos ser entre cuatro y seis. Bajo la vigilancia de los monitores nos moderábamos a regañadientes, como tigres hostigados ansiosos por escapar. Una vez lográbamos esto, nuestro comportamiento cambiaba mucho, a veces radicalmente. Los jóvenes que conocían en sociedad eran muy serios, discretos, educados. Los jóvenes en mitad del bosque eran obscenos, brutos, imprevisibles. Había un placer primigenio, inigualablemente puro en el destruir por destruir, sabiendo que no había ninguna norma ni reputación que mantener. Los rezagados se unían rápidamente a los cabecillas. Primero uno se atreve a hacer una majadería, normalmente de forma espontánea; los demás miran asombrados, luego ríen. Siempre hay alguno que se queja débilmente, pero finalmente toma discreta (o no tan discreta) parte en el asunto. Y en el fragor de la destrucción, de la demolición, la humanidad palidece y surge algo que había muy dentro: el animal. Se llegan incluso a emitir sonidos bobalicones, chillidos locos, el estado de ánimo se expresa con gestos risibles y completamente ilógicos. El pensamiento se debilita y el instinto impone su ley. El estruendo es como una majestuosa sinfonía, como fuego bienvenido para unos corazones voraces, insaciables. La fuerza muscular parece que se duplica, aunque cuando algo es demasiado sólido para rasgarse o despedazarse –por ejemplo: un palo o una piedra– una vena de ansiedad corrompe el ánimo y aparece una momentánea furia (el nivel más ciego y desesperado) que vuelve al cuerpo en una máquina histérica. Ocasionales vistazos a los demás participantes creaba una sensación de camaradería, un sentimiento de tribu, de reafirmación. Hay momentos en los que las cinco almas se funden en una sola bestia: increíblemente estúpida a la par que rebosante de "vitalidad". Por supuesto, al volver al recinto de las leyes sociales, con los monitores, ese estado febril desaparece por completo: la actitud más correcta del mundo se reincorpora, mientras el cuerpo está agotado pero feliz, y la mirada de todos se dirige de vez en cuando al bosque, que parece que llama, como si fuera consciente de todo, silenciosamente consciente. No es que el bosque impusiera su ley, es que el bosque activaba nuestras mentes blandas, anquilosadas en su cobardía, las liberaba. Todas estas cosas se aplicaban también cuando, en la noche más pura, se hacía un juego. Todo cambia en la noche, en la oscuridad, en el frío. La noche es como un espejo de la conciencia. Las barreras desaparecen y una personalidad íntima asoma sin cribas. ¿Qué ocurre cuando uno está solo en mitad de un bosque en el que apenas se ve nada? Toda sombra es una potencial amenaza. Las ramas de los árboles se agitan suavemente, sugiriendo escalofríos. No quieres hacer ruido pero no puedes evitarlo: pisas una piña seca, una rama, o tropiezas y caes en la crujiente hojarasca o en el lánguido fango. Incluso la propia respiración hace un ruido insoportable. Cuando se ha alcanzado el límite de aguante posible, una descarga tensa la nuca y electrocuta los sentidos. El instinto, que ya ha inventado todas las amenazas habidas y por haber, obliga mediante un inusitado terror a retroceder al abrigo social. Así, uno encara sus pasos hacia el campamento con cierta ansiedad, a la par que se mira hacia atrás constantemente. Al principio el orgullo inspira a la apariencia convencional, pero cuanto más cerca estás del campamento más siniestra es la sensación de que te siguen "mil demonios" y, proporcionalmente, más rápido se hacen los pasos hasta que al final corres como si el bosque te fuera a ensartar la espalda y a arrastrarte a un infierno ajeno, completamente desconocido por el día. La calma una vez "estás a salvo" dentro de la tienda es indescriptible. Si os quedáis solos en mitad del bosque nocturno, probablemente sintáis penetrantemente lo que representa «El corazón de las tinieblas»; horrible, sí, pero como dije al principio, también fascinante. Porque la obra de Conrad escenifica la fusión entre la naturaleza y las sombras más insospechadas del interior del ser humano, aislado de la sociedad protectora.


Volviendo al relato, éste va arrojando datos que se explicarán progresivamente, tanto al protagonista como al propio lector. Nosotros hemos de ser ingenuamente civilizados, como Marlow, para acoger el sentido mediante las raciones que el autor va dejando en la aventura, muy inteligentemente (y el desenlace es una verdadera culminación artística, una explosión para los sentidos en la que el autor emplea muy bien esos juegos lumínicos de los que hablaba al principio). El Kurtz repleto de sombrías oblicuidades va haciéndose más nítido en la imaginación del lector según Marlow va recabando datos y, como él, sentimos aumentar nuestro interés por esa esencia abstracta que, pese a su horrible significado, es el único afán, la única meta (en cierto sentido "confortante") en mitad de la intolerable mezquindad de los colonos y las orillas hostiles del río que empujan solo a una dirección, haciéndola más apremiante e inequívoca.


«Hablar con..., arrojé un zapato por la borda y me di cuenta de que eso era exactamente lo que había estado esperando con ilusión: una charla con Kurtz. Hice el extraño descubrimiento de que nunca le había imaginado actuando, sino hablando. (...) El hombre se me presentaba como una voz. (...) Lo importante era que se trataba de una criatura dotada, y que de entre todas sus dotes la que destacaba preeminentemente, la que proporcionaba sensación de una presencia real, era su capacidad de hablar, sus palabras; el don de la expresión, el desconcertante, revelador, el más exaltado y el más despreciable, el palpitante torrente de luz o el engañoso flujo del corazón de una impenetrable oscuridad.»


«Mask still life» de Emil Nolde.



«Árboles, árboles, millones de árboles, masivos, inmensos, que trepaban hacia lo alto; y a sus pies, apretujando la orilla contra la corriente, se arrastraba el pequeño vapor tiznado, como lo hace un perezoso escarabajo por el suelo de un grandioso pórtico. Le hacía sentir a uno muy pequeño, muy perdido. Y sin embargo, ese sentimiento no era del todo deprimente. Después de todo, aunque fueras pequeño, el mugriento escarabajo seguía arrastrándose, que era exactamente lo que se pretendía que hiciera.»


«Estudio de paisaje marítimo con nubes de lluvia» de John Constable.



He podido leer comentarios agrios respecto a la obra en cuanto al supuesto racismo que contiene (y en que Conrad no condena con rotundidad los abusos coloniales). En mi opinión no existe ningún racismo, y los maltratos a la población negra son una descripción realista de lo que ocurría, a la par que se aprecia constante y claramente lo que le perturbaron a Conrad semejantes comportamientos. Conrad despreciaba sinceramente a esos colonos, y los trata en sus personajes con ironía amarga. El protagonista, por su parte, no presta demasiada atención a esta cuestión –su cabeza está en otro sitio: en Kurtz–, y los juicios que hace de los indígenas son los que pueden entenderse en un europeo que jamás hubiera visto ni imaginado nada parecido: gente oscura de apariencia exótica, analfabeta y regida por una cultura salvaje y ritual; imprevisibles y simples a la vista de un occidental que se ha sustentado toda su vida en las ideas de siglos de progreso, de racionalismo y de civilización. También hay que tener en cuenta que si los indígenas ignoraban todo de los blancos invasores, éstos hacían otro tanto respecto a la vida en entorno salvaje, la tradición, la supervivencia (en cierto modo los blancos, como el mismo Marlow comenta despreciativamente al final, son imbéciles altaneros y completamente ignorantes, dormidos en una ilusión banal).



Joseph Conrad (1857-1924) en 1904.


Se dice algo muy interesante al inicio de la novela: «Pero Marlow no era un caso típico (si se exceptúa su propensión a contar historias), y para él el significado de un episodio no se hallaba dentro, como el meollo, sino fuera, envolviendo el relato, que lo ponía de manifiesto sólo como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles en ocasiones por la iluminación espectral de la luna.» Aquí está uno de los mayores encantos de «El corazón de las tinieblas», uno de los que lo convierte en una lectura tan singular. Creo que estamos ante una obra que es imprescindible leer, pues nos enseña algo que, desde nuestra cómoda posición, hemos olvidado: el universo es siempre hostil, y podemos ser barridos cruentamente de un plumazo, en cualquier momento. Y aún más importante: ¿qué somos realmente? No lo sabemos porque no hemos sido puestos a prueba. Los radiantes rostros que nos rodean podrían convertirse en despiadados carniceros si se encontraran contra la espada y la pared, si la estructura social se derrumbara por una causa mayor y no hubiera reputación ni convenciones que mantener (habrían perdido, en efecto, su valor utilitario). El ser humano solo puede verse de forma nítida en un espejo de tinieblas: he ahí la hechicera y feroz paradoja.




Conclusiones:

Marlow, el protagonista, acude al Congo con el deseo de dirigir un vapor; de esta forma le asignan la misión de recoger al importante agente comercial llamado Kurtz, hombre de fama extraordinaria, que se halla gravemente enfermo en el corazón de la selva. Éste ser, siniestro símbolo de lo que resulta de la humanidad cuando su moral heredera de la civilización es rota por las fuerzas de la naturaleza, ejercerá una influencia casi obsesiva en Marlow, que se verá puesto a prueba en una acertada evolución interna a lo largo de la dura travesía que le conducirá hasta aquello que «era poco más que una voz».


En base a dicha estructura de viaje aparentemente sencilla se tejen dilemas de la máxima importancia: la delgada línea que separa lo civilizado de lo salvaje, las terribles fuerzas que actúan sobre la personalidad y el comportamiento humano en un entorno hostil en que las reglas sociales pierden su presencia, la formulación de la tiranía cuando el máximo poder puede cogerse con facilidad, todo ello en mitad de una agria descripción de los abusos coloniales que llevaron a la explotación y a la más triste muerte a innumerables indígenas, su cultura aniquilada por la barbarie de la siempre ilustrísima sociedad occidental.

Todo esto se logra con una descripción magnífica que emplea la naturaleza como hechicero proyector de la abstracción más oscura y, sin embargo, sensual, a un nivel artístico muy eficaz y bajo un ritmo muy inteligente, que va sumiendo al lector en el corazón del horror mientras descubre las respuestas que en puntos anteriores no podía dilucidar con plenitud.

¿Qué seríamos si fuésemos obligados a vernos en el absorbente, inequívoco y puro reflejo de la oscuridad? ¿Dónde quedarían nuestros principios sometidos bajo las brutales fuerzas de la naturaleza, la soledad y la megalomanía fugitiva? A todo esto contesta esta corta, profunda, a veces difícil novela que hace que te plantees decisivamente si nuestra sociedad confortable solo es un fugaz y falaz sueño.

viernes, 13 de marzo de 2015

«Las flores del mal» de Baudelaire.

Atmósferas mórbidas en las que lánguidamente posan prostitutas, mendigos, cadáveres, el tiránico tiempo y el agónico tedio en una obra maestra pese a sus altibajos, que supone no solo la creación de un movimiento, el Simbolismo, sino la osada obertura a toda una nueva forma de entender la poesía que empaparía los siglos XIX y XX

Antes de nada...


Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

La primera imagen corresponde a la edición del libro que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

Lectura que es poco amable con la impaciencia, «Las flores del mal» sigue casando bien con el esquema del genio incomprendido y maltratado; de ahí que sea frecuente blasón de determinados pedantes nóveles (¡encorsetadas e ingenuas carcasas!). Aprecio, de hecho, una dicotomía en las flores: tiene el espíritu que anhelan los jóvenes, pero la madurez que solo un adulto puede entender plenamente (muy patente en poemas como "Lo irreparable"). Es por ello que yo, no precisamente un apologista de la voluptuosidad y, a la par, por suerte o por desgracia, muy joven, he sufrido en ambos flancos: ni empatizo con el autor (demasiado histriónico, demasiado autoindulgente), ni tampoco puedo sentir sus angustiosos torrentes de renuncia y decadencia, porque a mi edad pocas cosas se han perdido de forma irreversible.



Edición 2011 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Tenemos ante nosotros una obra difícil de abordar, difícil de calificar: «Las flores del mal» no admite términos absolutos ni unilaterales, pues sus matices son diversos; y es en ésta diversidad donde hallamos tesoros y también determinadas decepciones. No todos los poemas de Baudelaire son magistrales –ni mucho menos–, aunque hay que entender que la traducción arruina toda rima, toda musicalidad, y ello malogra indudablemente la recepción de la esencia en el lector, a veces (tal es el caso) demasiado exigente. Pero más allá de eso (que no es poco), la intencionalidad y las significaciones del autor se captan a la perfección, y es cierto que Baudelaire resplandece en la plasticidad del símbolo para espesarse en la monotonía de los temas a los que recurre, en los cuales hace demasiado hincapié y con una afectación no siempre creíble, poniendo mucho énfasis en el "qué" y el "dónde" para obviar descaradamente el "por qué" y el "cómo". A partir de ahí podríamos afirmar que el arte no es una respuesta sino una interrogación, y probablemente acabáramos deslizándonos por los meandros de una cuestión eterna.

Los temas fundamentales de Baudelaire son el inexorable paso del tiempo, el tedio y el amor. En el primer caso es efectivo (sobre todo en el gran poema "El reloj", transcrito debajo de este párrafo y mejor, incluso, que "El viejo" de Cavafis), aunque muchas veces no es algo aludido de manera directa, sino que se recoge desde un segundo plano de significación. Esto es, por cierto, habitual en los demás sentidos, a saber, el lector transita de la sonoridad al sentido directo y del sentido directo a las reminiscencias que éstos destilan. Así pues, Baudelaire expone un pathos henchido de angustia, de aguda zozobra por el tiempo que se va, por cada minuto, cada hora que consume nuestra carne como una vela derritiéndose en silenciosa agonía abrasadora (hasta el punto de que al poeta le duelen las estaciones, sobre todo el invierno). La imposibilidad de escapar del paso del tiempo y la sensación de que se haga lo que se haga siempre es insuficiente, siempre se pierde, siempre somos estafados: cada momento es una esfera de oro que se desvanece sin que hayamos sabido ni podido aprovecharla plenamente.


EL RELOJ:

«¡Reloj! Dios espantoso, siniestro e impasible,
cuyo dedo amenaza, diciéndonos: "¡Recuerda!
Los vibrantes Dolores en tu asustado pecho,
como en una diana pronto se clavarán;

»el Placer vaporoso huirá hacia el horizonte

como escapa una sílfide detrás del bastidor;
arranca cada instante un trozo de delicia
concedida a los hombres en su época mejor.

»Tres mil seiscientas veces cada hora, el Segundo

susurra: ¡Acuérdate! – Con una voz vertiginosa
de insecto, Ahora dice: ¡Heme otra vez aquí,
ya succioné tu vida con mi trompa asquerosa!

»¡Remember! ¡Esto memor! ¡Pródigo, acuérdate!

(Mi garganta metálica toda lengua conoce.)
Ganga son los minutos, ¡oh alocado mortal!,
y no hay que abandonarlos sin extraer su oro.

»Acuérdate: es el Tiempo un tenaz jugador

que sin trampas te vence en cada envite. Es ley.
Decrece el día, la noche se aproxima; ¡recuerda!
Es voraz el abismo, se vacía la clepsidra.

Pronto sonará la hora en que el divino Azar,

o la Augusta Virtud, tu aún intacta esposa,
o el Arrepentimiento (oh esa posada última!),
todo te dirá: ¡Es tarde! ¡Muere, viejo cobarde!".»




«El viejo guitarrista» de Picasso.



El siguiente tema citado, el tedio, está también excelentemente insuflado en las estrofas a lo largo de todo el libro («¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!»). A Baudelaire le ocurre lo mismo que al Fausto de Goethe: anhela la muerte y desprecia la vida. De esta forma, para el poeta la vida posee una carga densa, intolerable si no fuera por la liviandad del sueño, del ideal, del arte (y del opio y las prostitutas, todo sea dicho). Así pues, el aire vital está cargado de negatividad, de desesperanza, de la congoja del que no espera nada porque todo a lo que aspira es irrealizable: Baudelaire muere de sed y se desespera ante un mundo que solo le da pan, seco y duro. Las perspectivas son prácticamente nulas, y conforman arcos lúgubres bajo los que se arrastran humanos ciegos y miserables, con la única dicha pasajera de mirar al cielo e imaginar bóvedas de cielos místicos, donde todo es suave y los seres son divinos, repletos de gracia. Está claro que este pesimismo se aprecia como un torrente en la parte titulada "La muerte", pero en poemas como "El gusto por la nada", "El abismo", "La tapa" o tres de los llamados "Spleen" (87, 88 y 89), todavía hay más confusa lucha que decidida e irreversible resignación:


SPLEEN:

«Cuando el cielo, plomizo como una losa, oprime
al gemebundo espíritu, presa de hastío inmenso,
y abarcando la curva total del horizonte
nos vuelca un día oscuro más triste que las noches;

cuando en fría mazmorra la tierra se convierte,

y la Esperanza como un siniestro murciélago
va rozando los muros con sus tímidas alas,
golpeándose la testa en los techos podridos;

cuando la lluvia extiende sus inmensos regueros

que imitan los barrotes de una vasta prisión,
y todo un pueblo mudo de asquerosas arañas
del cerebro en el fondo sus hilos va tejiendo,

hay campanas que saltan, de repente, furiosas

y hacia el cielo levantan un horrible alarido,
cual si fuesen espíritus errantes y sin patria
que a gemir se entregaran inacabablemente.

– Y fúnebres carrozas, sin tambores ni música,

cruzan con paso lento por mi alma; la Esperanza,
derrotada, solloza, y la Angustia, despótica,
en mi cráneo vencido iza su negra enseña.»




«El grito» de Edvard Munch.



El tercer tema al que me refería, el amor, tratado sobre todo en la parte "Spleen e ideal" que comentaré a continuación, es abordado con un fundamental cambio de intención respecto a los anteriores poetas (supera y amplia al Romanticismo). Si bien la idealización y la descripción de excelsos rasgos sigue presente, Baudelaire lo relaciona con la oscuridad, con determinados lazos del mal que, curiosamente, ha de beberse ávidamente para sobrevivir, para sorber el jugo de las marchitas frutas del macilento árbol de la vida. La morbosidad es frecuente, así como situaciones inesperadas que realza (en efecto, Baudelaire probablemente sea el mejor esculpiendo la máxima belleza en la torcida faz del mal) al primer nivel poético. Un ejemplo perfecto para esto es el excelente poema "El veneno", que aúna tanto el suspiro amoroso como su relación con lo pérfido (sin embargo, tan dulce aquí); y también "Invitación al viaje" (de los más puramente románticos, por lo demás encantador) y uno por el que siento predilección: "Cielo neblinoso".


EL VENENO:

«Revestir sabe el vino los más sórdidos antros
de un milagroso lujo,
y hace surgir más de un pórtico fabuloso
entre el oro de su rojo vapor,
como el sol que se pone en un cielo nublado.

Agranda el opio aquello que no tolera límites,

lo ilimitado alarga,
el tiempo profundiza, los deleites ahonda,
y de placer triste y oscuro,
anega y colma al alma rebasada.

Mas todo eso no vale el veneno que fluye

de tus ojos, de tus verdes ojos,
largos donde mi alma tiembla y se ve invertida...
Llegan mis sueños en tropel,
para abrevar en esos dos abismos amargos.

Mas todo esto no vale el prodigio terrible

de tu mordiente saliva,
que sume en el olvido a mi alma impenitente
y, el vértigo arrastrando,
la trae desfallecida a orillas de la muerte.»




«El sueño de Jamilé» de Herman Richir.



INVITACIÓN AL VIAJE:

«¡Niña, hermana mía,
piensa en la dulzura
de vivir juntos muy lejos!
¡Amar a placer,
amar y morir
en sitio a ti semejante!
Los húmedos soles,
los cielos nublados
tienen para mí el encanto
tan embrujador,
de tus falsos ojos
brillando a través del llanto.

Todo es allá lujo y calma

orden, deleite y belleza.

Muebles relucientes

pulidos por años
decorarán nuestro cuarto;
las más raras flores
mezclando su aroma
al incierto olor del ámbar;
los ricos plafones,
los hondos espejos,
el oriental esplendor,
todo allí hablará
en secreto al alma
su dulce lengua natal.

Todo es allá lujo y calma,

orden, deleite y belleza.

Mira en los canales

dormir los navíos
de talante vagabundo;
a fin de colmar
tu menor deseo
arriban del fin del orbe.
– Los soles ponientes
visten la campiña,
las aguas, la ciudad entera,
de jacinto y oro;
el mundo reposa
envuelto en cálida luz.

Todo es allá lujo y calma

orden, deleite y belleza.»




«El parque de Schloss Kammer» de Gustav Klimt.



CIELO NEBLINOSO:

«Se diría cubierta de vapor tu mirada;
tu mirar misterioso (¿es azul, gris o verde?)
alternativamente tierno, cruel, soñador,
refleja la indolencia y palidez del cielo.

Recuerdas los días blancos, y tibios y velados,

que a las cautivas almas hacen fundirse en lágrimas,
cuando, presa de un mal confuso que los tensa,
los excitados nervios se burlan del dormido.

A veces te asemejas a esos bellos paisajes

que iluminan los soles de estaciones brumosas...
¡Y cómo resplandeces, oh mojado paisaje
que atraviesan los rayos entre un cendal de niebla!

¡Oh mujer peligrosa, oh seductores climas!

¿Acabaré adorando vuestras nieves y escarchas,
y, al cabo, arrancaré del implacable invierno
placeres más agudos que el hielo y que la espada?»




«Retrato de una joven dama» de Charles Hermans.



Aparte de estos tres pilares fundamentales debemos sumar muchos más detalles relevantes en la temática, que reúne prácticamente todo lo que se identifica con la decadencia espiritual del ser humano. Así, Baudelaire suspira por la evasión (verbigracia: "Moesta et errabunda", también "La música", muy buenos ambos; entre un prolongado etcétera) y está con los marginados: con las prostitutas, los mendigos, los criminales, los borrachos, los enfermos y lisiados, todo aquel que va contra lo establecido, que muere de incomprensión, dianas del desprecio de los que le rodean (vamos, lo que le ocurría al propio autor). Un ejemplo de esto puede apreciarse en el poema "El examen de medianoche" o en la parte "El vino" en general. Ello provoca que Baudelaire se vincule a lo satánico de vez en cuando (ejemplo franco es "Letanías de Satán"). Pero esta predilección por lo marginal se traslada también a otros ámbitos, muy a nivel urbano, entre los que destacan imágenes muy macabras como en "Una carroña", en "Danza macabra" o en "Una mártir" (éste último es genial),  cuadros paisajísticos magistrales como en "El surtidor", "Tristeza de la luna" o el que transcribo a continuación:


ARMONÍA DE LA TARDE:

«Ya llega el tiempo en que, vibrando sobre el tallo
cada flor se evapora igual que un incensario;
bajo la atardecida sones y aromas giran,
¡melancólico vals, vértigo desmayado!

Cada flor se evapora igual que un incensario;

el violín solloza, corazón aterido,
¡melancólico vals, vértigo desmayado!
Es bello y triste el cielo cual gigantesco altar.

El violín solloza, corazón aterido,

un tierno corazón que odia la nada inmensa,
es bello y triste el cielo cual gigantesco altar,
en su rojo coágulo se ha sumergido el sol

Un tierno corazón que odia la nada inmensa,

recoge fiel las huellas del luminoso ayer,
en su rojo coágulo se ha sumergido el sol,
como en una custodia, luce en mí tu recuerdo.»




«Jardín de granja con flores» de Gustav Klimt.


Además, es conveniente mencionar la lucidez que se sobrepone al idealismo y a la afectación lírica en determinados poemas. Buenos ejemplos de ello son "La mala suerte", "El amor engañoso", "Duellum", "El amor y el cráneo" o el sobresaliente poema "El viaje", que sabe a culminación y que transcribiré hacia el final del análisis pese a su considerable prolongación.


EL AMOR ENGAÑOSO:

Cuando te veo cruzar, oh mi amada indolente,
paseando el hastío de tu mirar profundo,
suspendiendo tu paso tan armonioso y lento
mientras suena la música que se pierde en los techos.

Cuando veo, al reverbero del gas que va tiñéndola,

tu frente aureolada de un mórbido atractivo
donde las luces últimas del sol atraen a la aurora,
y, como los de un cuadro, tus fascinantes ojos,

me digo: ¡qué bella es!, ¡qué lozanía extraña!

El tarareado recuerdo, pesada y regia torre,
la corona, y su corazón, prensado como fruta,
y su cuerpo, están prestos para el más sabio amor.

¿Serás fruto que en otoño da sazonados sabores?

¿Vaso fúnebre que aguarda ser colmado por las lágrimas?
¿Perfume que hace soñar en oasis lejísimos,
almohadón acariciante o canastilla de flores?

Sé que hay ojos arrastrados por la cruel melancolía

que no guardan escondido ningún precioso secreto,
bellos estuches sin joyas, medallones sin reliquias
más vacíos y más lejanos, ¡oh cielos!, que esos dos tuyos.

Pero ¿no basta que seas la más sutil apariencia,

alegrando al corazón que huye de la verdad?
¿Qué más da tontería en ti o qué más da indiferencia?
Te saludo adorno o máscara. Sólo adoro tu belleza.»



«La bañista» de Etienne Adolphe Piot.



Explicada la temática, vamos a diferenciar el carácter que define a grandes rasgos cada una de las partes de la obra. «Las flores del mal» se divide en seis partes (aunque al principio existe una mera pero famosa poesía al lector a modo de prefacio), con inclinaciones diferenciables pero todas con el mismo tono, empapados de ese universo lírico tan característico de Baudelaire. A grandes rasgos, la obra va de menos a más. En la primera parte, "Spleen e ideal" –la más larga–, el autor conjuga la veneración por la belleza y el deleite carnal con el abatimiento, es decir, vive en el sueño del ideal para sobrevivir, pero no puede evitar abrir los ojos a su situación insoportable. Esta primera parte me resulta repetitiva y a veces plasta, con algunos poemas relativamente superfluos como "El gato", "Los búhos" o "La pipa"; unos cuantos mediocres como "La belleza" (menos mal que luego lo arregla con "Himno a la belleza"), "El aparecido" o "Himno"; otros curiosos como "El albatros", "Las joyas" o "La cabellera" (sugestivo éste); muchos buenos o magistrales como "A la que es demasiado alegre" y otros entre los cuales hay algunos transcritos o mencionados anteriormente (como "El reloj", que además marca un claro cambio de intención que se reflejará en las siguientes partes progresivamente);  y, por desgracia, un plomizo catálogo de poemas dedicado a mujeres que trata de venerar sin lograr ocultar del todo, sospecho, el poco o nulo respeto  que en verdad las profesa («"¿Cuál puede ser mi mérito ante ti, extraño amante?" – ¡Sé encantadora y calla!» [Soneto de otoño]); y como lo único que admira es la belleza y el placer, bien pareciera que todas son la misma persona. Quizá sea la parte en que más influencia romántica hay, pues en las siguientes todo se torna más oscuro, lento e incluso burlón (atisbos de realismo o, cuanto menos, de pesimismo). Un poema que aúne bien el espíritu de esta parte puede ser el siguiente:


LA MÁSCARA:

«Contempla ese tesoro de gracias florentinas;
en la forma ondulante del musculoso cuerpo,
son hermanas divinas la Elegancia y la Fuerza.
Esta mujer, fragmento en verdad milagroso,
noblemente robusta, divinamente esbelta,
nació para reinar en lechos suntuosos
y entretener los ocios de un príncipe o de un papa.

– Observa esa sonrisa voluptuosa y fina

donde la fatuidad sus éxtasis pasea,
esos taimados ojos lánguidos y burlones,
el velo que realza esa faz delicada
cuyos rasgos nos dicen con aire triunfador:
"¡El Deleite me nombra y el Amor me corona!".
A un ser que está dotado de tanta majestad,
¡qué encanto estimulante le da la gentileza!
Acerquémonos trémulos de su belleza en torno.

¡Oh blasfemia del arte! ¡Oh sorpresa brutal!

La divina mujer, que prometía la dicha
¡concluye en las alturas en un monstruo bicéfalo!

– ¡Mas no! Máscara es sólo, mentido decorado,

ese rostro que luce un mohín exquisito,
y, contémplalo cerca: atrozmente crispados,
la auténtica cabeza, el rostro más real,
se ocultan al amparo de la cara que miente.

¡Oh mi pobre belleza! El río esplendoroso

de tu llanto se abisma en mi hondo corazón.
Me embriaga tu mentira y se abreva mi alma
en la ola que en tus ojos el Dolor precipita.

– Mas, ¿por qué llora? En esa belleza inigualable

que tendría a sus pies todo el género humano,
¿qué misterioso mal roe su flanco de atleta?

– ¡Insensata, solloza sólo porque ha vivido!

¡Y porque vive! Pero lo que lamenta más,
lo que hasta las rodillas la hace estremecer
es que mañana, ¡ay!, continuará viviendo.
¡Mañana, al otro día, siempre! ¡Igual que nosotros!»




«El baile de máscaras» de Charles Hermans.



La segunda parte lleva el título de  "Cuadros parisienses", y en ella aborda la urbanidad aportando toda esa renovación que tan célebre haría a Whitman –el otro gran innovador lírico del XIX, de hecho– con sus «Hojas de hierba» pero desde una óptica que proyecta un trato muy diferente. Si Whitman pretende la agilidad y la frescura, alaba a la naturaleza y elogia el papel del hombre (y del ciudadano) en el mundo, Baudelaire prosigue su ritmo lánguido como un efluvio de cambiantes aromas, destacando lo decadente tanto en la naturaleza como en el ser humano y sus ciudades. Baudelaire observa la vida en la ciudad y en el conjunto de todos sus matices está escuchando una hinchada sinfonía del mal. Al contrario que ocurría en la anterior parte, aquí no existen altibajos, sino que de principio a fin me resulta una obra maestra, a grandes rasgos punto álgido de la lectura. La mayoría de los poemas son destacables por igual (los más poderosos "El cisne" y "Los siete viejos"; muy buenos también "El crepúsculo vespertino" y "Recogimiento"); pero escojo "El crepúsculo matutino" puesto que aúna muy bien todo de lo que habla esta segunda parte:


EL CREPÚSCULO MATUTINO:
«La diana resonaba en todos los cuarteles
y apagaba las lámparas el viento matutino.

Era la hora en que enjambres de maléficos sueños
ahogan en sus almohadas a los adolescentes;
cuando tal palpitante y sangrienta pupila,
la lámpara en el día traza una mancha roja
y el alma, bajo el peso del cuerpo adormilado,
imita los combates del día y de la lámpara.
Como lloroso rostro que enjuagase la brisa,
llena de aire un temblor de cosas fugacísimas
y se cansan los hombres de escribir y de amar.

Empiezan a humear acá y allá las casas,
las hembras del placer, con el párpado lívido,
reposan boquiabiertas con derrengado sueño;
las pobres, arrastrando sus fríos y flacos senos,
soplan en los tizones y soplan en sus dedos.
Es la hora en que, envueltas en la mugre y el frío,
las parturientas sienten aumentar sus dolores;
como un roto sollozo por la sangre que brota
el canto de los gallos desgarra el aire oscuro;
baña los edificios un océano de niebla,
y los agonizantes, dentro, en los hospitales,
lanzan su último aliento entre hipos desiguales.
Los libertinos vuelven, rotos por su labor.

La friolenta aurora en traje verde y rosa
avanzaba despacio sobre el Sena desierto
y el sombrío París, frotándose los ojos,
empuñaba sus útiles, viejo trabajador.»





«Princess Street, Edinburgh» de Jean-François Raffaëlli.




Se hace, además, especial hincapié en los marginados, tal y como comentaba respecto al apartado temático. Digno de transcribir en ése sentido el siguiente:

A UNA MENDIGA PELIRROJA:
«Pelirroja y blanca niña,
cuya ropa entre los rotos
permite ver la pobreza
y la hermosura;

para mí, triste poeta,
tu joven cuerpo enfermizo,
salpicado por las pecas,
tiene encanto;

llevas con más galanura
que una novelesca reina
sus riquísimos coturnos,
bastos zuecos;

en vez de escasos harapos,
que un lindo traje de gala
arrastre sus largos pliegues
sobre tu pie;

en lugar de rotas medias,
imán de sucias miradas,
que un puñal de oro reluzca
en tu pierna;

que ojales mal abrochados
muestren a nuestros pecados,
tus bellos, radiantes senos,
cual dos ojos;

y que para desnudarte
tus brazos se hagan de rogar,
hábilmente rechazando
dedos rápidos;

perlas de bellos reflejos,
versos del maestro Belleau
por tus rendidos galanes
dedicados,

morralla de rimadores,
sus primores ofreciéndote,
contemplando tu chapín
en la escalera,

mucho fascinado paje,
mucho señor y Ronsard,
espiarían divertidos
tu frío cuarto.

En su lecho contarías
muchos más besos que lises
y tu ley acataría
¡más de un Valois!

– Sin embargo, pordioseas
y remueves la basura
en el dintel de un Véfour
de encrucijada;

vas por el suelo buscando
alhajas de perra chica
que no podría, ¡oh, perdona!,
ofrecerte.

Ve, pues, sin otro ornamento,
perfume, brillante, perlas,
que tu magra desnudez,
¡Oh bella mía!»




«Ensimismamiento» de Adrien Henri Tanoux.



La tercera parte se llama "El vino", compuesta por cinco poemas que ensalzan, como ya he comentado, el tema de la evasión, de la construcción y admiración de escenarios idílicos para el autor, de paraísos exquisitos en los cuales descansar el espíritu aunque sea ficticiamente, como última salida, el único consuelo posible de una vitalidad arruinada por necesidad, aunque no dejen de ser meros espejismos que evidencian sin cese el sentimiento general de decadencia irremisible, de sombrío fracaso. Psicológicamente acertados son "El vino del asesino" y, en menor dimensión, "El vino del solitario". El más ilustrativo es "El vino de los traperos", pero escojo el más encantador:

EL VINO DE LOS AMANTES:
«¡Hoy el espacio es fabuloso!
Sin freno, esquelas o brida,
partamos a lomos del vino
¡a un cielo divino y mágico!

Cual dos torturados ángeles
por la calentura implacable,
en el cristal matutino
sigamos el espejismo.

Meciéndonos sobre el ala
de la inteligente tromba
en un delirio común,

hermana, que nadas próxima,
huiremos sin descanso
al paraíso de mis sueños.»




«Desnudo tumbado» de Giovanni Boldini.



La cuarta parte tiene el nombre de "Flores del mal" y es el último intento supremo de Baudelaire por prevalecer. Para ello, lejos de acercarse a lo que podríamos denominar virtud, refuerza su insaciable anhelo de vicios: de frutos oscuros, explosivos, mórbidos, de duración efímera a cambio de hondo placer. La confusión o melancolía que podíamos encontrar en anteriores poesías es aquí ampliamente restringida, el poeta alberga en su pecho la ardiente decisión de autodestruirse, abandonarse a los goces terrenales al precio que sea. Ante esta actitud (todo un «Para lo que me queda de convento, me cago con las patas adentro») podemos hacernos a la idea de lo terriblemente insoportable que debía de ser para Baudelaire el tedio, el inexorable tiempo y la esterilidad existencial, hasta el punto de preferir la depravación si en ella puede olvidar y existir por unos breves instantes («Libertinaje y muerte son dos buenas muchachas...»). Como en la segunda parte, existe aquí un gran nivel poético, y no hay nada desdeñable. Aparte de las estremecedoras "Las metamorfosis del vampiro" (el mordisco del placer y la indigesta de la culpabilidad y el deterioro físico y mental) y "Una mártir" (ya citada), están las flamígeras "La destrucción" y "La fuente de sangre". Por su parte, "Lesbos" y "Un viaje a Citerea" son de lo mejor de toda la obra, estilísticamente muy potentes. El poema "Mujeres condenadas (Delfina e Hipólita)", sin tacha alguna ganó mi predilección, me recuerda mucho a la esencia de Mallarmé. En "El amor y el cráneo" subraya el desprecio fáustico que profesa a la vida (¡cuánto habrá soñado Baudelaire con un Mefistófeles auxiliador!). El poema "La Beatriz" es un caso curioso y destacable, porque Baudelaire escenifica bien el juicio de sus contemporáneos, puede que su propia conciencia también («¿No es en verdad penoso ver a tal vividor/ a este pillo, a este vago, a este histrión perezoso/ que, porque representa con arte su papel/ pretende interesar, cantando sus pesares...?»).

UN VIAJE A CITEREA:
«Volaba el corazón como un ave feliz
y en torno del cordaje planeaba libérrimo;
avanzaba el navío bajo un cielo sin mácula,
como ángel embriagado del más radiante sol.

¿Qué triste y negra isla está allí? – Es Citerea,
se nos dice, un país famoso en las romanas,
el Dorado banal de tantos solterones.
Después de todo, ved, es bien mísera tierra.

–¡Isla de los secretos y las fiestas cordiales!
De la Venus antigua el soberbio fantasma,
por encima del mar vuela como un aroma,
y colma los espíritus de languidez y amor.

Isla de verdes mirtos, salpicada de flores,
la siempre venerada por los pueblos unánimes,
en donde los suspiros de corazones férvidos
ruedan como el incienso sobre un jardín de rosas

o un arrullo sin fin de paloma torcaz.
–Citerea era tan sólo un páramo desnudo,
un desierto de roca roto por agrios gritos.
Un singular objeto, sin embargo, entreví.

Aquello no era un templo entre sombríos boscajes,
cuya sacerdotisa, de las flores prendada,
iría, el cuerpo abrasado de secretos calores,
entreabriendo su túnica a la cambiante brisa;

mas he aquí que rastreando la costa más de cerca
para espantar los pájaros con nuestras blancas velas,
todos pudimos ver que una horca de tres palos
se inscribía en el cielo, negra como un ciprés.

Pájaros ferocísimos, posados en su vianda,
destrozaban con rabia a un ahorcado maduro,
uno a uno enterrando, como un útil, su pico
en los sangrientos huecos de aquella podredumbre.

Fosas eran los ojos y del saqueado vientre
los gruesos intestinos colgaban por los muslos;
sus verdugos, saciados de delicias horrendas,
lo habían, a picotazos, limpiamente castrado.

A sus pies, un rebaño de celosos cuadrúpedos;
el hocico husmeando, daba vueltas y vueltas;
una bestia mayor se agitaba en el centro
como un ejecutor rodeado de acólitos.

Hombre de Citerea, hijo de un limpio cielo,
tú, silenciosamente, sufrías esos insultos
como una expiación de tus ritos infames,
de los muchos pecados que la tumba te vedan.

¡Oh ridículo ahorcado, tus dolores son míos!
Yo sentí, ante el aspecto de tus flotantes miembros,
subir hasta mi boca, como una ciega arcada,
el largo río de hiel del antiguo pesar;

ante ti, pobre diablo de tan caro recuerdo,
he sentido los pios y las fuertes quijadas
de esos punzantes cuervos y esas negras panteras,
que antaño complaciéronse en triturar mi carne.

–El cielo era radiante y en cada calma estaba el mar;
todo era ya sangriento y oscuro para mí,
¡ay!, y, como en sudario agobiante, tenía
en tal alegoría el alma amortajada.

–¡Oh Venus!, en tu isla no encontré frente a mí
sino una horca simbólica donde pendía mi imagen...
–¡Ah, Señor! ¡Otorgadme el coraje y la fuerza
de aceptar sin disgusto mi corazón, mi cuerpo!»





«Acantilado a Greinval, cerca de Fécamp» de Monet.




La quinta parte es "Rebelión", compuesta tan solo por tres poemas en los que desprecia a Dios y le acusa de crueldad («Por cierto, ¿qué hace Dios de esa ola de anatemas/ que asciende día a día hasta sus serafines?/ Como un tirano ahíto de viandas y de vinos/ al dulce son de nuestras blasfemias se adormece»). Frente al camino del ascetismo, la justicia y la sencillez de los evangelios, Baudelaire glorifica a Satán como espejo de su propia alma, antepone a Caín a Abel (porque el primero vive, torturado, y el segundo fluye, elevado), y anhela que el hombre arranque a Dios de los cielos y lo baje a la tierra. En mi opinión es una forma algo ñoña de justificar su vida de excesos y centrada en satisfacer sus propias apetencias, pero no deja de ser un tosco atisbo de lo que Nietzsche edificaría en su coloso, el Zaratustra. Está claro que Baudelaire no halla escapatoria a su situación (en verdad que no la tiene), y ya no sabe dónde meterse, pues se niega de cualquier manera a renunciar a su sentir vital. Los tres poemas poseen poca transcendencia, a excepción de la breve "oración" con que termina  "Letanías de Satán", pues tiene bastante de profético (mucho tendría que decir Dostoievski en «El sueño de un hombre ridículo»):

«¡Gloria y loor a ti, Satán, en las alturas
del Cielo donde reinas y en las profundidades
del Infierno en que sueñas, vencido y silencioso!
Haz que mi alma, bajo el Árbol de la ciencia,
cerca de ti repose, cuando, sobre tu frente,
como una Iglesia nueva sus ramajes se expandan.»




«El Aquelarre» de Goya.



La sexta parte, "La muerte", puede calificarse de despedida, de meditado y seguro adiós. A veces habla con madurez, dejando escapar un levísimo matiz de melancolía; pero la mayor corriente va a cargo del alivio. Al fin nuestra bala perdida tiene una diana diáfana e inequívoca –en efecto, está atada a todo ser–: la muerte. Ante la perspectiva de un descanso el tono de Baudelaire se destensa, pero aún se permite cierta inquietud que, en cualquier caso, tampoco le afecta demasiado: él con tal de salir de la dimensión terrenal está relativamente satisfecho. Así, en "El fin de la jornada" suspira aliviado: «la espalda reclinaré/ y rodaré entre tus velos/ ¡oh refrescante tiniebla!» –alivio que no existía desde la primera parte de la obra, en la admiración de la belleza–, para sentir cierto recelo, por ejemplo, en "El sueño curioso", cuando termina diciendo: «sin sentirlo, había muerto, y la terrible aurora/ me circundaba. –¡Cómo! ¿No es más que esto, al fin?/ El telón se había alzado y yo aguardaba aún». En el poema que da fin a esta parte, "El viaje" –probablemente el mejor–, conjuga esas dos ideas: la inquietud con el alivio (como suele decirse coloquialmente: «De perdidos al río»). Aparte de los poemas citados están aquí "La muerte de los pobres", "La muerte de los amantes" y "La muerte de los artistas", que pasan dignamente, sobre todo los dos primeros.

EL VIAJE:
I
«Para el niño, gustoso de mapas y grabados,
es semejante el mundo a su curiosidad.
¡Qué enorme el universo a la luz de la lámpara!
¡Qué pequeño a los ojos grávidos de recuerdos!

Un buen día partimos, la cabeza incendiada,
repleto el corazón de rabia y amargura,
para continuar, tal las olas, meciendo
nuestro infinito sobre lo finito del mar;

felices de dejar la patria infame, unos;
el horror de sus cunas, otros más; no faltando,
astrólogos ahogados en miradas bellísimas
de una Circe tiránica, letal y perfumada.

Para no ser cambiados en bestias, se emborrachan
de cielos abrasados, de espacio y resplandor,
el hielo que les muerde, los soles que les queman,
la marca de los besos se borran con lentitud.

Pero los verdaderos viajeros sólo parten
por partir; corazones a globos semejantes
a su fatalidad jamás ellos esquivan
y gritan "¡adelante!" sin saber bien por qué.

Tienen forma de nubes los deseos de éstos
y sueñan, como sueña el recluta en la lid,
con las voluptuosidad extrañas y cambiantes
que el espíritu humano nunca pudo nombrar.

II
Imitamos, ¡qué espanto!, al trompo y la pelota
en su baile y sus saltos; incluso en nuestro sueño
la curiosidad nos daña y atormenta
como un Arcángel cruel que azotara a los soles.

Fortuna singular, donde el fin se desplaza
y, sin estar presente, doquiera puede hallarse
y donde el hombre –nunca su esperanza remite–
para encontrar la paz como un loco camina.

Nuestra alma es una nao en busca de su Icaria;
una voz en el puente resuena: "Estáte alerta",
Ardiente y loca grita otra voz en la cofa:
"¡Amor, Gloria, Fortuna!". ¡Infierno! ¡Es un bajío!

Cada islote que anuncia el atento vigía
es siempre un El Dorado que el Destino promete;
y la imaginación que adelanta su orgía
sólo halla un arrecife perfilado en el alba.

¡Oh el pobre enamorado de ese país quimérico!
¿Habrá que engrilletarlo, que arrojar a la mar
al marinero ebrio, al inventor de América,
cuyo espejismo torna más amarga la sima?

Como el viejo mendigo atrapado en el fango
sueña, los ojos altos, en claros paraísos;
su mirada embrujada alucina una Capua
donde el candil le muestra tan sólo una pocilga.

III
¡Asombrosos viajeros! ¡Cuántas nobles historias
leemos en vuestros ojos profundos como el mar!
Mostradnos los estuches de tan ricas memorias,
esas mágicas joyas, que astros y éteres forman.

¡Deseamos viajar sin vapor y sin velas!
Para aliviar el tedio de nuestros calabozos,
haced pasar encima de nuestras almas tensas
vuestros propios recuerdos con marcos horizontes.

¿Qué habéis visto, decid?

IV
"Hemos visto los astros
y las olas, así como arenales vastos,
y a pesar de imprevistos desastres y de choques,
con frecuencia el hastío nos mordió como aquí.

»El lujo de los soles sobre la mar violeta,
la gloria de ciudades bajo el sol moribundo,
encendían en nosotros el inquieto deseo
de hundirnos en un cielo de atrayentes reflejos.

»Las más prósperas villas, los paisajes más amplios,
no encerraron jamás el mágico atractivo
de aquellos que el azar con las nubes dibuja,
y el deseo nos dejaba insatisfechos pronto.

»– El gozo acrece siempre la fuerza del deseo.
¡Oh deseo, árbol viejo a quien la dicha abona,
mientras que tu corteza se endurece y aumenta,
quieren tus ramas ver al sol mucho más cerca!

»¿Siempre crecerás tú, gran árbol más añejo
que el ciprés? – Con enorme cuidado, no obstante,
recortaremos croquis para álbumes vuestros,
hermanos que halláis bello todo lo que pasó.

»Saludamos un día horripilantes ídolos,
tronos engalanados de joyeles brillantes
y labrados palacios cuya feérica pompa
fuera para los ricos un ruinoso sueño;

vestimentas que son pura ebriedad a los ojos,
mujeres con las uñas y los dientes teñidos,
y juglares sapientes que la sierpe acaricia."

V
¿Y qué más, y qué más?

VI
"¡Oh pueriles cerebros!
»Para no dejar fuera la cosa capital,
hemos visto por todo y sin jamás buscarlo,
desde el principio al fin de la fatal escala
el tedioso espectáculo de la culpa insistente:

»la mujer, vil esclava, orgullosa y estúpida,
seriamente adorándose y amándose sin asco;
el hombre disoluto, duro y libidinoso,
esclavo de la esclava, arroyo de albañal;

»el gozo del verdugo, el sollozante mártir,
la siesta que sazona y perfuma la sangre,
el veneno del mando enervando al tirano
y el pueblo enamorado del látigo brutal;

»múltiples religiones iguales a la nuestra,
todas trepando al cielo; incluso la Santidad,
como en lecho de plumas se huelga un refinado,
buscando en crin y clavos su voluptuosidad.

»Charla la Humanidad borracha de su genio,
y loca en estos tiempos, como siempre lo fue,
increpa a Dios en medio de su agonía furiosa:
"¡Te maldigo, Señor, mi detestada imagen!".

»Y los menos estúpidos, de la locura amantes,
huyendo del rebaño que apacienta el Destino,
buscan en la extensión del opio su refugio
– Tal es de todo el globo, constante, el boletín."

VII
¡Saber amargo aquel que se obtiene del viaje!
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer,
mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra imagen:
¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!

¿Hay que partir? ¿Quedarse? Si puedes, quédate;
parte si es necesario. Corre uno, éste se oculta,
por burlar al vigía, al funesto enemigo,
¡el Tiempo! Empero existen corredores sin pausa,

tal como los apóstoles, como el Judío errante,
a quienes nada basta, ni vagón ni bajel,
para escapar del gladiador infame; hay algunos
que a liquidarlo aciertan sin su cuna dejar.

Cuando plante por fin su pie en nuestras espaldas
por fin descansaremos y gritando: ¡Adelante!,
lo mismo que en un tiempo partimos para China,
ojos en la bocana y cabellos al viento,

sobre el mar de Tinieblas, al fin embarcaremos
con el ilusionado corazón del novicio.
¿Escucháis esas voces, fúnebres y hechiceras,
que cantan: "¡Por aquí los que queréis probar

»el perfumado loto! Aquí están a la venta
los frutos de los cuales tiene hambre el corazón:
acudid a embriagaros de la dulzura extraña
de esta siesta que nunca tendrá fin desde ahora"?

Por el íntimo acento, sacamos al fantasma:
allá lejos, los Pílades nos extienden los brazos.
"Nada rumbo a tu Electra, corazón abrasado",
dice aquella a quien antes besamos las rodillas.

VIII
¡Oh Muerte, capitana, ya es tiempo! ¡Leva el ancla!
Nos hastía este país, ¡oh Muerte, aparejemos!
Si negros como tinta son el cielo y el mar,
ya nuestros corazones están llenos de luz.

¡Derrama tu veneno y que él nos reconforte!
Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
caer en el abismo, Cielo, Infierno ¿qué importa?
Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo




«Un paisaje marino» de Monet.




Por fin llegamos al poema 150, el "Epígrafe para un libro condenado", en el que Baudelaire se mantiene firme en su actitud amanerada y unilateral. En mi edición de Alianza se incluyen después poemas no publicados por el autor (seis poemas dentro de las "Migajas" y los "Despojos"). Le siguen asimismo unos proyectos de prefacio y otro boceto para un epílogo. En los primeros se nota el fino teórico de la estética que fue Baudelaire, y, aunque siga con sus (¿podré decir presuntuosos?) "lo iba a decir para deslumbraros a todos pero mejor me lo guardo", tiene puntos de lucidez, como cuando dice: «Este mundo ha adquirido tal espesor de vulgaridad, que imprime al desprecio por el hombre espiritual la violencia de una pasión». Frase memorable, sin duda. En cuanto al proyecto de epílogo, se trata de un poema supuestamente dedicado a una beldad, pero que puede interpretarse fácilmente como una pieza de mayor transcendencia: una oda a la poesía, al arte, al que agradece tan largo y fecundo romance: el romance de toda una vida.

Creo que he trasladado con relativa dignidad el espíritu de la obra hasta aquí, así que voy a terminar destacando algunas características clave que convierten a «Las flores del mal» en la gran renovación lírica de la modernidad. En primer lugar, esta poesía supone la liberación del que quiere romper moldes y enfrentarse mediante el arte con la moral burguesa y capitalista. Por otro lado, el tono épico se desvanece en pos de la vida urbana y sus ciudadanos, en lo cotidiano y en las miserias del hombre; la voz coloquial se incorpora sin renunciar a la exigencia estilística. Además, el racionalismo extremo es por sí solo un cojo ridículo, por lo que se pretende aunar una mirada rapaz, inteligente, con un cuerpo emocional, sensitivo, incansable explorador de los matices artísticos. Por último, está la osada inauguración de la muerte y lo decrépito como temas centrales y de interés, ampliando ostensiblemente las limitadas y agotadas formas románticas. Hay mucho de existencialismo en la poesía de Baudelaire, rasgo que se imprimirá en toda la lírica posterior.




Charles Pierre Baudelaire (1821-1867) en 1862 [detalle].



Tarea superflua la de destacar o desarrollar los típicos rasgos polémicos que nos puede ofrecer el estilo de vida de Baudelaire, la penosa aceptación que le dio la sociedad de su tiempo y la mala fortuna que ello le profirió (no sé hasta qué punto le resultó una penosa carga o, por el contrario, un estímulo ardiente), aparte de aquellos seis poemas censurados y condenados por el Tribunal Correccional de París en 1857 (cosa absurda: hay poemas bastante más brutales que ésos), todos ellos, por cierto, excelentes. Lo importante es la obra, en comparación la biografía es secundaria. Por lo demás, he de decir que es una pena que no conecte demasiado con la lírica de tan relevante autor (aunque ahí estén excepciones como el magnífico "Sueño parisiense", poema inolvidable). Mallarmé me parece mejor, mucho más pulido el símbolo, aunque también hay que tener en cuenta que frente al Baudelaire innovador Mallarmé fue el encargado de culminar a la par que superar el Simbolismo, con inestimables referencias a sus espaldas sobre las que trabajar. Quién sabe si en unas décadas aprenderé a desesperar como el poeta francés, y, con el corazón desbocado en un baño de agujas, clavaré unos trágicos ojos para «tentar al abismo», y en ese padecimiento «saber amarle».


Conclusiones:

«Las flores del mal» supone una gran innovación para la poesía que inaugurará el sentir de la lírica contemporánea. Esto lo consigue con una temática osada: el amor (que explora también lo enfermizo, ampliando y superando al Romanticismo), el tedio, el paso del tiempo, todo ello fuertemente enlazado con la soledad del hombre moderno y a su búsqueda del sentido de la vida. Además, el modo de abordar dichos temas diverge: ya no son siempre seres sublimes, sino que se posa la mirada en los marginados, en los enfermos, en las prostitutas y los criminales. Baudelaire está con los incomprendidos (él mismo lo es), y se mantiene muy crítico con la moral burguesa y la sociedad industrializada.

El poeta observa la urbanidad y ve en ella el espejo sólido de la maldad humana, de sus vicios y su decadencia, a la que exprime belleza y angustia a partes iguales. La introducción en la poesía del lenguaje coloquial no afecta a una exquisita propuesta de la forma, y a la mirada rapaz se añade el etéreo tacto del alma, la sensibilidad más depurada para expresar el arte y las oblicuidades de la conciencia.

La obra se divide en seis partes, aunque la intención del autor es que se interprete en base a una progresión lógica que corresponde a sus etapas vitales. Así, en «Spleen e ideal» Baudelaire se deleita en el ideal sin que ello le salve del tedio; en «Cuadros parisienses» posa su mirada en los ciudadanos y sus embarradas rutinas; en «El vino» huye a las drogas y a la poesía como medio de sobrevivir, de adormecerse en la nada; en «Flores del mal» potencia su vitalidad autodestructiva y la lascivia como máximo recurso contra la esterilidad existencial; en «Rebelión» desprecia a Dios y abraza la figura de Lucifer como rebelde que lucha en el fango terrenal; en «La muerte» aparta la mirada de la existencia mortal y anhela trascender a otras dimensiones, navegar hacia lo desconocido, esperanzado y confuso a partes iguales.

En definitiva, hallamos una lectura que se hace fuerte en la plasticidad del símbolo pero que quizá cojee en la insistencia de los temas a los que recurre, con una atmósfera a grande rasgos intacta a lo largo de la lectura. Como en otros autores simbolistas, el lector saborea la sonoridad de la forma para llegar al primer plano de significación, que a su vez desprenderá los destellos y perfumes de cielos tan solo insinuados y que deberán encontrarse con el debido tacto.
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