domingo, 12 de abril de 2015

«Noches blancas» de Dostoievski.

Hermoso relato del primer Dostoievski, influenciado por el Romanticismo, en el cual un joven solitario, tímido y soñador conoce casualmente a una muchacha afable pero triste; de sus cómplices paseos surgirá el símbolo de lo bello y fugaz que es recordado por siempre

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis saca a la luz los hechos de las primeras páginas del relato a modo de situar a sus personajes en contexto, y, a partir de ahí, comentar sus particularidades psicológicas sin desvelar puntos clave de la trama y empleando el lenguaje con cuidado. Si aún con eso el lector se mostrara reticente a que se le le revele un solo hecho, recomiendo que se traslade directamente a la conclusión antes citada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

Para leer mi opinión sobre la versión cinematográfica de 1957 del director Luchino Visconti, hacer clic aquí.

La primera imagen corresponde a la edición del libro que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo.»

Así comienza esta historia, cuyo espíritu Dostoievski nos anticipa aun antes con la bella y evocadora cita de Turgenev: «¿O fue creado para estar siquiera un momento en las cercanías de tu corazón?». «Noches blancas» es para muchos el mayor exponente del Dostoievski influenciado por el Romanticismo, antes de la publicación de sus obras maestras y, por supuesto, antes de ser condenado a muerte, y que esta condena se sintetizara finalmente en cuatro años de trabajos forzados en Siberia y cinco más de servicio militar. La presente edición contiene un total de tres relatos que sirven para que nos demos cuenta del carácter del Dostoievski de esta etapa primeriza de la que hablamos. Si en «Noches blancas» el sentimentalismo es diáfano, en «El pequeño héroe» –escrito estando recluido a la espera de la sentencia– se rebaja ligeramente y en «Un episodio vergonzoso» –escrito tras su infausta década– el cambio de designio es obvio.



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Este relato fue lo primero que leí de Dostoievski (ya quedé impresionado por su facilidad para retratar el alma humana) y una de las primeras obras clásicas por las que me decidí empezar. Fue ya hace algunos años –cómo pasa el tiempo–, y tenía ganas de releerlo para contrastar y dar aquí mi opinión. Si la primera vez me fijé más en el romance –si se puede llamar así– en cuestión, esta segunda he valorado en mayor medida la genial descripción que se hace del soñador –a la altura de la risueña evanescencia de las imágenes de Chagall–, tal y como iré comentando. De hecho, «Noches blancas» lleva consigo el subtítulo de «Novela sentimental (recuerdos de un soñador)», que si bien no es tan mágico como el título, sí es más esclarecedor. Sin embargo, antes que nada quiero aprovechar para elogiar y comentar la fotografía escogida para la cubierta del libro (detalle de «Mujer susurrando al oído de un hombre», de Phil Borges), pues creo que calca la esencia del relato. Ensalzada por la magia inextinguible de la imagen acromática, una mujer y un hombre posan en íntima interacción. Los sugerentes labios femeninos articulan con la suavidad característica del susurro, mientras que su mano apoyada en el hombro de él delata interés casi apremiante (por tanto, probablemente espontáneo). Él demuestra lo mismo por su parte, porque se inclina hacia ella. El que no se vean apenas los rostros favorece enormemente a la universalidad de la imagen y, por tanto y sobre todo, a que el espectador se sienta identificado con el símbolo que manifiesta. Sin embargo, lo que más sugestiona al corazón es la cercanía que hay entre los labios y el oído, apenas un centímetro. A esa distancia se percibe tanto el aliento como el calor, el compás de la respiración, y las palabras reverberan de una forma que recuerda al ensueño saturado con el vibrante estímulo de la cercanía. Además, el aparente fulgor que hay entre ellos –aparte de la iluminación que reciben en zonas concretas de la piel–, al fondo, nos puede hacer imaginar variados escenarios: una farola en la calle nocturna, la lámpara en la mesa de una habitación..., algo que en general se me representa onírico y melancólico. Si la añoranza es normalmente somnolienta de tanta tristeza, difusa y por tanto imprecisa, aquí es como si enfocáramos nítidamente sobre la belleza perdida, de manera que podemos recrearnos fácilmente en el sentimiento. Es un verdadero beso, en cierto modo más poderoso y bello que el propio beso convencional: es un beso vertido en el susurro y la llama que en él, sin duda, habita. Podemos incluso imaginárnoslos un instante después el uno apoyado sobre el otro, las cabezas juntas, mirando al horizonte. Y en «Noches blancas» vemos, en efecto, reproducidos este tipo de sentimientos.


El relato se divide en cuatro noches (en la segunda se incluye la "historia de Nastenka") y una "mañana" tras ellas a modo de breve culminación. La historia está protagonizada por un hombre anónimo que es asimismo el que la transmite como narrador equisciente. Se trata de un individuo sencillo y de escasa renta que vive su existencia en la ensoñación. Lleva ocho años residiendo en Petersburgo y no ha conocido a nadie. Lo que más anhela es terminar de trabajar para dar sus paseos por la ciudad. Le gusta pensar que aunque la gente no le conozca, él sí los conoce a ellos, y que quizá eso sea una extraña clase de amistad. Se fija en todos y, según la expresión de sus rostros y su porte, les imagina una vida, sus problemas y sus alegrías. Incluso las casas de la ciudad son afables compañeras suyas, y las saluda en su interior cada vez que se las cruza. En el día que comienza su relato está un poco triste porque mucha gente se ha ido de Petersburgo a pasar sus vacaciones en residencias campestres. Es ésa la clase de soledad que no aguanta. Si todo el mundo desaparece, sus imaginaciones languidecen y se evaporan («Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos»). Como seguramente habrá ocurrido a todos en alguna ocasión, su ensimismamiento le hace perder la noción de la realidad y acaba en las puertas de la ciudad, donde, de súbito, recobra su vitalidad y su buen ánimo, rodeado de naturaleza y de ocasionales paseantes.

«Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces sencillamente no se fija uno en ellas, pero de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuerza esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de torva melancolía y aun irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella...»


«Stirb nicht vor mir» de Rammstein.


Así, termina volviendo cuando ya es de noche. Hay que aclarar que esas noches del relato son todas "blancas", es decir, que están dominadas por el fenómeno atmosférico que se da tanto en Rusia como en otras zonas polares durante las últimas semanas de junio y que provoca que la noche tarde en aparecer y que, cuando lo hace, no termine de ser oscura, sino entre grisácea y pálida (de ahí que la metáfora del título sea doblemente bella y significativa en la obra). Con el ánimo crepitante («Iba cantando, porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quién compartir su alegría»), va por el muelle del canal cuando le ocurre «la aventura más inesperada». Una joven está apoyada en la barandilla del muelle, vestida con un chal negro y un sombrero amarillo, de tez morena y cabellos oscuros. Al pasar junto a ella –con «el corazón al galope», como siempre ocurre a estas amables personas en semejantes circunstancias–, la escucha llorar y se gira para decirla algo, pero ella se marcha y se termina cambiando de acera. Un borracho la persigue con dudosas intenciones («¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento!») y nuestro protagonista le amenaza con su bastón hasta disuadirlo, lo que dará lugar a la relación con la muchacha. Y es ésta una relación singular. Las posibilidades de que un hombre como el protagonista pueda llamar la atención de una mujer son más bien escasas (por no decir remotas). Sin embargo, resulta que la chica tan solo tiene diecisiete años, es huérfana y vive supeditada a su abuela ciega, que la ata a sí misma con un imperdible para que no escape. Además, siente una gran aflicción que desvelará cuando le cuente su historia al protagonista. Es una chica ingenua que vive de la pobre renta de su abuela, que está sola en el mundo. Así pues, justo en este caso la relación es posible. Pero con "relación" no quiero decir –o interpretarlo como– romance, sino más bien amistad con matices de lo anterior. A sus veintiséis años, el protagonista jamás había tenido la suerte ni el carácter para lograr un vínculo semejante, que le saca de sus ensoñaciones para entrar en contacto con la realidad: su sueño se ha hecho real, al menos por unos momentos, durante unas pocas noches blancas.
«–Pues sí. Por el amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás?, ¿que no he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!
–Pero, ¿cómo? ¿De quién?
–De nadie, de un ideal, de la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Un especie de patronas... Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas veces he pensado en entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuar incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe... Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír...»



«Envío en el Clyde» de Atkinson Grimshaw.


Este tipo de hombres están condenados a sufrir toda su vida. A la mayoría de las mujeres les resulta patético (y por mucho que añadan «Ay, me da mucha penita» no dejan de parecerles patéticos). Luego existe otro porcentaje no desdeñable de las que saben usar ese carácter entregado para su propio beneficio. No es infrecuente encontrar a hombres tímidos junto a cuervos u ogros que les llevan atados del cuello de allí para allá, explotándolos sin tenerlos aprecio más allá del valor utilitario que puedan poseer. Finalmente, hallamos una minoría –casos que se dan sobre todo entre las chicas jóvenes, y más concretamente cuando se sienten desamparadas, como en la presente historia– que les despierta un sentimiento de piedad que a veces puede llegar a la ternura, una especie de réplica a menor escala del instinto maternal, y se hacen amigas suyas (porque más allá de eso, entre difícil e imposible). Aquí nuestro hombre tímido halla la oportunidad de convertirse en lo que hoy conocemos como "pagafantas", es decir, aquel que suspira por una mujer que solo le trata como amigo (a saber: un oído incondicional que escuche toda su rutina y le de consejos), y que se frustra cada vez más al ser incapaz de despertar un sentimiento más profundo en ella. ¿Y por qué esta frustración? Porque no entiende cómo sus incansables esfuerzos, su dedicación férrea, su carácter desinteresado y honesto no valen para que ella le elija. ¡Qué poco conocen estas cándidas, inofensivas almas a las mujeres! Se dejan engañar por el espíritu caballeresco, por el romanticismo de las novelas, y el mundo real les resulta así un hostil y tacaño desconocido que se comporta de forma ilógica e injusta. Es para estos hombres para los que va como anillo al dedo –de hecho es el único anillo que con frecuencia podrán sentir a lo largo de sus vidas– aquella frase del «Así habló Zaratustra» que dice: «El amor de la mujer es injusto y ciego respecto a lo que no ama». Es cierto que la mayoría de los hombres aprenden durante su adolescencia y juventud y se "rectifican" a tiempo –en caso que su carácter lo hiciera necesario–, y pueden apostar por la frialdad y la resignación. Pero no menos cierto es que algunos se preservan llevado consigo su espíritu fantasioso, sus aspiraciones irrealizables, dentro de su cabeza y abrigando con cierta tibieza a su corazón. A ellos –los llamados «raritos» o «freakys», que son paradójicamente los que poseen a veces el mejor fondo– va especialmente dedicada esta historia de Dostoievski, y dice mucho de él que supiera ver el alma de este arquetipo, que en los registros artísticos les haya legado semejante consuelo (agridulce, pero consuelo a fin de cuentas). Y es el que yo tuviera un carácter muy similar al del protagonista desde mi infancia hasta los trece o catorce la causa de que me proporcione una mezcla de satisfacción cómplice y esa postura de agriada e instintiva protesta que empuja a uno a la protección de un inocente.

La muchacha se llama Nastenka («Lo que oye usted, Nastenka (me parece que no me cansaré nunca de llamarla Nastenka)»). Su mente es más básica que la del protagonista, y, sobre todo, mucho menos imaginativa. No posee mal carácter, y parece mucho antes una niña presa de la desesperación que una manipuladora. Pero lo que sí está claro es que trabaja a dos bandas. Llega el punto en que deja traslucir el hecho de que –hablo en sentido figurado para no llegar al spoiler– le es secundario adquirir un Ferrari que un Renault con tal de que uno de los dos coches funcione y ella pueda usarlos para transportarse (cuando la necesidad aprieta...). Pero aún así termina conservándose en el recuerdo como lo que ya se ha comentado: una joven inocente y oprimida que no encuentra salida a su situación. Tanto la relación como los dos personajes nos recuerdan en medida no desdeñable al Werther y la Carlota de «Las penas del joven Werther» de Goethe, pero en el presente son más urbanos –o identificables– y sus sensibilidades se mantienen dentro de lo realista, como mucho llegando a cierta grandilocuencia pero sin penetrar en la febril exaltación.

En cuanto al espíritu del soñador al que aludía al principio, decir que en esta ocasión me vinculé con sus precisas y apasionadas descripciones hasta la euforia (gracias en gran medida a que estaba bajo los efectos de la melancolía en aquél momento). El retrato que se hace de esta entrañable y mística figura corresponde al mío cuando iba al colegio, y al de innumerables individuos más que han hallado en la fantasiosa vinculación de detalles cotidianos una forma de hacer la realidad al menos soportable. Creo que el lector se recrea casi siempre en ese mismo juego: el que las novelas resulten divertidas se debe a que tienen un elevado valor evasivo, a que genera realidades alternativas que dulcifican el espíritu. Como dice Borges en sus «Ficciones»: «Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la de la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros». En la mente del protagonista de «Noches blancas» todo es un simulacro, hasta que la lenta y amarga marea de la noción de la vida no vivida («Ahora más que nunca sé que he malgastado mis años mejores») le va llenando –sin prisa pero sin pausa– su estómago de salada amargura. Si el «Fausto» de Goethe quedó anquilosado en el conocimiento, el protagonista de «Noches blancas» nota verdear el cieno en su estanque de fantasía, otrora cristalino y aparentemente inagotable («aunque no prevé que también para él acaso sonará alguna vez la hora fatal en que por un día de esta vida miserable daría todos sus años de fantasía»). Pero mientras que Fausto es un símbolo lírico dramático del hombre enfrentado a la acción, nuestro protagonista es un hombre tímido que vive en el mundo real, y a partir de ahí observa paralizado su declive. Sin embargo, no hay que llegar a la extrema soledad del protagonista para que muchos sientan en sus carnes su problemática. Casado o soltero, licencioso o responsable, inmoral o moral, al final el arrepentimiento siempre está ahí, una inevitable noción de que, se haga lo que se haga, siempre se ha perdido el tiempo (como bien nos muestra Baudelaire en sus «Flores del mal»), y más concretamente la dulce juventud. El "tipo" –como se él denomina a sí mismo– de humano que hay en este relato lo encumbra Dostoievski en el príncipe Myshkin de «El idiota», almas nobles que, paradójicamente, suelen recibir de los demás una de cal y otra de arena, mientras que parejamente son esquivados por casi todos los fuegos de la vida embriagándose de azul –en el mejor de los casos– o de gris –la mayoría de las veces. Son, por cierto, muchas las canciones que nos recuerdan a estas personalidades (a mí ahora se me ocurren «Darkness» de Lacrimosa, «Marooned» de The Gathering y la perfecta «Stirb nicht vor mir» de Rammstein que arriba enlazo), como he dicho identificables: la necesidad de compañía y la sensación de abandono está anexionada a la vida humana de forma ineludible. Aunque el fragmento en que el soñador queda retratado es demasiado extenso como para plasmarlo aquí entero, sí quiero transcribir una dorada muestra:
«–(...) Sí, Nastenka, nuestro héroe se engaña y cree a pesar suyo que una pasión genuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesar suyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueños incorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha prendido en su pecho con su gozo infinito, con sus agudos tormentos. Basta mirarle para convencerse. ¿Querrá usted creer al mirarle, querida Nastenka, que nunca ha conocido de verdad a la que tanto ama en sus sueños desenfrenados? ¿Es posible que tan sólo la haya visto en sus quimeras seductoras, que esta pasión no sea sino un sueño? ¿Es posible que, en realidad, él y ella no hayan caminado juntos por la vida tantos años, cogidos de la mano, solos, después de renunciar a todo y a todos y de fundir cada uno su mundo, su vida, con la vida del compañero? ¿Es posible que en la última hora antes de la separación no se apoyara ella en el pecho de él, sufriendo, sollozando, sorda a la tempestad que bramaba bajo el cielo adusto, e indiferente al viento que barría las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Es posible que todo esto no fuera más que un sueño? ¿Lo mismo que ese jardín melancólico, abandonado, selvático, con veredas cubiertas de musgo, solitario, sombrío, donde tan a menudo paseaban juntos, acariciando esperanzas, padeciendo melancolías, y amándose tan larga y tiernamente? ¿Y esa extraña casa linajuda en la que ella vivió tanto tiempo sola y triste, con su marido viejo y lúgubre, siempre taciturno y bilioso, que les causaba temor, como si fueran niños tímidos que, tristes y esquivos, disimulaban el amor que se tenían? ¡Cuánto sufrían! ¡Cuánto temían! ¡Cuán puro e inocente era su amor! Y, por supuesto, Nastenka, ¡qué aviesa era la gente! ¿Y es posible, Dios mío, que él no la encontrara más tarde lejos de su país, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, en medio del estruendo de la música, en un palazzo (ha de ser un palazzo) visible apenas bajo un mar de luces, en un balcón revestido de mirto y rosas, donde ella, reconociéndole, al punto se quitó el antifaz y murmuró: "¡Soy libre!". Y trémula se lanzó a sus brazos. Y con exclamaciones de éxtasis, fuertemente abrazados, al punto olvidaron su tristeza, su separación, todos sus sufrimientos, la casa lúgubre, el viejo, el jardín tenebroso allí en la patria lejana y el banco en el que, con un último beso apasionado, ella se arrancó de los brazos de él, entumecidos por un dolor desesperado... Convenga usted, Nastenka, en que uno queda turbado, desconcertado, avergonzado, como chicuelo que esconde en el bolsillo la manzana robada en el huerto vecino, cuando un sujeto alto y fuerte, jaranero y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si tal cosa: "Amigo, en este momento vuelvo de Pavlovsk". ¡Dios mío! Ha muerto el viejo conde, empieza una felicidad inefable... y, nada, ¡que acaba de llegar alguien de Pavlovsk!»



«Sobre el pueblo» de Chagall.


El día abre con hermosa carga simbólica el sugestivo final. «Mis noches terminaron con una mañana», nos dice al empezar el que ya sea quizá incluso un amigo del lector. Y es que la soledad lleva a proyectos como el que finalmente se desvela (yo mismo hice algo similar en su día). La fantasía pierde su fuerza, y son los aisladísimos estímulos que recibe el hombre mudo y torpe por fuera y creativo y apasionado por dentro los que se erigen como baluartes esplendorosos que el tiempo deja cada vez más y más atrás, hasta que se convierten en brillos difusos de tanta visión y revisión. Parecen unirse a las estrellas que a nuestras espaldas iluminaron nuestros primeros años, y de repente se antojan igual de lejanas e inalcanzables que éstas, y el haberlas palpado en un tiempo pasado supone el máximo y único consuelo del soñador, que en su angustia prefiere exagerar su experiencia y expandirla a leyenda venerable, más sagrada a cada año que pasa. Pues los estímulos parecen poseer la tendencia de esquivar a la vejez, y el que ya tenía poco pronto se ve sin nada, y la necesidad le lleva a opinar que lo poco que perdió fue rico e inefable. Podemos ganar mucho en raciocinio y posición, pero siempre se tiene el firme sentimiento de que sólo se ha vivido cuando se ha amado.


Conclusiones

Relato del Dostoievski aún no marcado por su trágica experiencia en Siberia e influenciado por el Romanticismo que nos sitúa en la perspectiva de un hombre tímido y soñador –asimismo narrador equisciente– que comienza a sus veintiséis años a notar amargamente su estancamiento y el efecto del tiempo y, sobre todo, la noción de que nadie le va a amar, y que le espera una vida oprimida bajo el cielo gris y lluvioso de la melancolía. Pero la suerte acudirá a él de improviso gracias a un oportuno incidente. Conocerá a la joven e ingenua Nastenka, que también siente a su modo pérdida, estancamiento y soledad.

La configuración psicológica del soñador, del individuo sensible y solitario que vive en sí mismo y que con la fantasía remeda la realidad para hacerla soportable queda aquí perfectamente plasmada, sobre todo en determinado soliloquio. El lenguaje empleado para hacérnoslo llegar es muy sencillo, y Dostoievski presta atención a los intercambios rápidos, las interrupciones mutuas, las dudas, las risas, los cambios de opinión para dar entera verosimilitud a la naturalidad inherente en el diálogo. Esto aporta una frescura que aviva y complementa muy bien el tono de la narración.

El cómplice vínculo que los dos personajes mantienen se impregnará de la espontaneidad de dos almas sencillas y nobles que se entienden y necesitan –y cómo la precariedad supone las alas de la empatía–, y nos dejará afables sensaciones pero también cierto sentimiento de melancolía fácilmente reconocible. Porque más allá de darnos un genial retrato del hombre cuyo carácter introspectivo le hace poco atractivo –o ridículo– a vista de los demás, aquí se siente el calor que muchas veces anhelamos desde lo más íntimo del corazón; reconocemos en la incomprensión y la soledad del protagonista la nuestra propia, y, sobre todo, como él nos damos cuenta de que sólo vivimos de verdad cuando amamos y hemos sido amados, y que todos oteamos nostálgicos a nuestras refulgentes noches blancas a lo largo de nuestra vida.

2 comentarios:

  1. Comparto con vosotros un audiolibro de Noches blancas. Espero que ayude a aquellos que tengan dificultades para leer o por cualquier motivo no tengan acceso al libro.

    https://audiolibrosencastellano.com/fedor-dostoyevski/noches-blancas

    Un saludo :)

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