lunes, 18 de mayo de 2015

«Hedda Gabler» de Ibsen.

El estilo de Ibsen, pilar del teatro moderno, es muy sencillo, pero no lo que sugieren las decisiones de sus personajes, moralmente ambiguos; así nos hace llegar este drama que desvela un modelo de sociedad y de familia dañino y caduco a través de su protagonista, una mujer que querría ser libertina pero que ni puede ni se atreve a serlo

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no revela los hechos clave de la trama ni su desenlace, aunque se mencionan algunas características de los personajes y hechos iniciales a fin de poder explicar bien la problemática de la obra. Si el lector prefiriera no tener ningún prejuicio de ellos, recomiendo que se vaya a la conclusión antes señalada.

Para leer mis impresiones sobre la representación de la obra en el Teatro María Guerrero (2015) a cargo del director Eduardo Vasco, hacer clic aquí.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

No tenía planeado ni por lo más remoto leer «Hedda Gabler», pero su escenificación en mi ciudad (Madrid), en el Teatro María Guerrero, con Cayetana Guillén Cuervo en el papel de Hedda, hizo que me animara a la par que compraba las entradas. Pues lo que a mí me interesa de Ibsen es su obra cumbre, «Casa de muñecas», incluida también en la presente edición de Alianza. Y ello porque, a fin de cuentas, hay escritores que "no te llaman" y a los cuales te aproximas más por autoimposición que por verdadera curiosidad. Aun con eso la lectura no ha resultado decepcionante, sobre todo por lo que da de sí imaginar los secretos motivos de sus personajes.




Edición 2014 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


La presente obra nos escenifica el padecimiento psicológico de una aristócrata, hija de un general ya fallecido, que se ha casado con un hombre que ni ama ni espera amar (cosa, por cierto, que no es tan infrecuente como pueda parecer a simple vista, y hablo de la sociedad actual). En la contraportada de mi edición del drama se lee: «(...) la segunda [«Hedda Gabler»] ofrece el retrato de una compleja psicología femenina encarnada en su protagonista, una mujer capaz de sacrificar todo en aras de su independencia». Pues entre lo que más llamó y sigue llamando la atención de Ibsen, es por ser uno de los primeros intelectuales en darse cuenta de la situación de desventaja social de las mujeres respecto a los hombres, y denunciarlo enérgicamente en sus dramas con personajes femeninos centrales de presencia y complejidad psicológica superior al de los personajes masculinos. De hecho, estas mujeres entran en conflicto con una sociedad diseñada desde la visión masculina de los hechos, que se imponía automáticamente a las mujeres como si fuera la suya. De la lucha casi instintiva que ellas mantienen con un mundo que oprime sus pulsiones más íntimas, se desencadena la tragedia, y lo que en su momento era en la vida real un escándalo lo fue por necesidad también en las representaciones efectuadas en época de las obras del escritor Noruego. Sin embargo, lo que saco de esta obra no es, ni mucho menos, a un Ibsen feminista. Él se limita a plasmar la realidad tal y como la ve, y el éxito y el escándalo no respondieron a un alegato filosófico o moralista, sino, como en el «Tartufo» de Molière, de la incómoda sensación de un público que reconocía una vergonzosa verdad plasmada ante sus narices.


El que una mujer y un hombre acostumbran a poseer una percepción del mundo diferente, al igual que las expectativas que de él sostienen, es algo evidente. Los hombres se equivocan pensando que ellas tienen la misma escala de valores que ellos, y que quizá lo único incomprensible es su ánimo sensible y oscilante. Lo que de verdad ocurre es que lo confunden todo. También ocurre al revés, solo que las consecuencias no son muchas veces las mismas, pues a pesar de todo se tiene la deleznable impresión de que un hombre existe para hacer feliz a su mujer –y si no, no merece ser llamado hombre– y que ésta a su vez ha de serle fiel y ha de mantener su atractivo –porque una mujer que no es atractiva, que no se maquilla y demás, parece merecer la silenciosa mofa de todos y de todas–. Así es normal que se genere un perpetuo conflicto que provoque un índice enorme de divorcios o, en caso contrario (o sea: que la consideración hacia los hijos, si la hubiese, lo impidiera), mantenerse juntos en el desprecio –u odio– y repugnancia mutua. Pero claro, hoy todos podemos expresarnos, y en aquella época las mujeres podían dar con su perdición y el estigma si lo hacían. Estoy, como no puede ser de otra forma, de acuerdo con Ibsen en su denuncia. Pero que se diga en la contraportada –porque muchos así lo piensan, de hecho– que Hedda Gabler es "una mujer capaz de sacrificar todo en aras de su independencia"..., demuestra probablemente una incomprensión inusitada de la obra, y más concretamente, claro, de la protagonista que en ella habita. Qué pompa más absurda tiene hoy decir «Mujer». Si decimos «Con toda la fuerza de un hombre», suena ridículo, excesivo, ordinario, injustificado e incluso machista (!). Sin embargo, si expresamos un «Con toda la fuerza de una mujer», todos sin excepción asienten, hay algo de inefable, de fuerza romántica latente en cada sílaba. Es como si todo el mundo prefiriera –aparte de quedar bien con lo que se lleva, pero eso ha sido así siempre– alabar un ideal precipitado y facilón que analizar a cada persona por sus hechos, independientemente de su maldito género. Hedda Gabler no es una mujer capaz de sacrificar todo en aras de su independencia, pues es, como ella misma reconoce, una cobarde. No, por Dios, es evidente. Hedda Gabler es una mujer capaz de fastidiar o de arruinar a cualquiera con tal de no aburrirse, que es muy distinto. La libertad no consiste en hacer lo que a uno le venga en gana, sino poder escoger unos derechos con sus consiguientes deberes y penalidades del tipo que sean, pues las acciones tienen consecuencias, y precisamente eso y no otra cosa es ser libre. Hedda, por desgracia, pone su mirada en sus deseos, pero ni por lo más remoto piensa en la consecuencia de sus actos ni en el hecho obvio de que el que algo quiere algo le cuesta. No quiere asumir responsabilidades.


Nuestra acomodada y bella protagonista, de la cual se entiende perfectamente que no ha tenido que ganarse nunca la vida por sí misma, que de hecho ha vivido bastante bien, satisfaciendo sus apetencias hasta que perdió la protección de su padre y se hizo lo suficiente mayor (roza la treintena) como para empezar a buscar la protección de otro hombre; que aunque sí ha tenido, como miembro de la clase alta, oportunidad para leer y culturizarse, se la ve no solamente carente de cultura –que no de inteligencia– sino espantada de ella (porque es algo aburrido, y porque le recuerda a su marido; que también es aburrido, claro); nuestra empingorotada Hedda solo quiere embriagarse de frenesí y que todo el mundo sean útiles a dicho estado infantil y vanidoso. La obra denuncia el hecho de que los hombres tengan acceso a todos los excesos que ella no puede ni oler. Es decir: hay hombres imbéciles que tienen libertad para ejercer sus imbecilidades, pero hemos de dejar que las mujeres que también son imbéciles puedan dar rienda a sus imbecilidades. Claro está, yo no estoy en contra de la libertad. Que cada cual haga lo que quiera. Dijo Schopenhauer –el lúcido Schopenhauer– que no conviene contradecir nunca a los demás, pues es fácil ofender a la gente, pero difícil, si no imposible, mejorarla. Pero, ¿no sería mejor que en vez de dar luz verde al egocentrismo de un juez Brack o de un Lovborg –y por tanto encender, todos alegres, la luz también al egocentrismo de Hedda Gabler–, no sería mejor combatir el egocentrismo y los estragos que esto causa en uno mismo y en los demás? ¡Claro! ¿Soy un mentecato y no me he enterado y/o empapado del rayo «progresista» que es Ibsen en la cultura, o acaso le he entendido como se debe, hasta el final? ¿No será que Ibsen no se queda solamente en el «la mujer está en desventaja» sino que, yendo más allá, conquista el «esto es el ser humano [moderno] y así se manifestará en los años venideros»? La corrupción de la burguesía de finales del XIX y de su modelo de familia destapada en toda su miseria, aquella que quería aparentar "virtuosismo" y que en cambio era un estándar ficticio, injusto y, sobre todo, hipócrita.


No obstante, sería tentador salir en auxilio de Hedda y esconderla en el victimismo. En efecto, si una mujer ha sido consentida desde niña, podemos entender que de mayor sea caprichosa; si ha sido advertida tajantemente con un modelo frente al terrible escándalo, podemos entender que sea cobarde; si todos han corrido a darle lo que desea, podemos entender que sea frívola; si no puede descargar sus pasiones, su energía vital, que no pueda evitar hacerlo bruscamente disparando las pistolas de su padre al aire; si delante suyo los hombres han hecho lo que les ha apetecido, o al menos han tenido la oportunidad de hacerlo, mientras ella ni ha podido ni ha tenido nunca dicha posibilidad, entonces podemos entender que se torne burlona, ácida y vengativa, instintivamente vengativa. Todos esos condicionantes son, de hecho, muy a tener en cuenta. Pero, en última instancia, no hay un «esto es un sí o un no» en Hedda, sino que se muestra como una persona maliciosa de raíz (en contraposición a la Nora de «Casa de muñecas», por cierto). Así se evidencia no solo en sus decisiones finales, sino en el trato que dedica a los demás personajes durante toda la obra. Su marido, Jorge Tesman, no es ningún tiránico y desconsiderado opresor. Muy al contrario, es un hombre ingenuo de raíz, hasta el punto de ser ridículo y parecer tonto (digo "parecer", porque a fin de cuentas es un hombre culto que ha conseguido su doctorado y a sido valorado para un puesto relevante). Es un pánfilo, pero íntegro, muy buena persona. Lo único que desea es contentar a Hedda, y para ello es capaz de pagarle lo que sea, incluida una casa que no se podía permitir y que ha provocado que su tía, la señorita Tesman, entregue a fianza lo único que tiene, su renta. Pero Hedda está lejos de estar satisfecha, de hecho es absolutamente insensible a todas las atenciones y sacrificios ajenos. Le dijo a Tesman que quería la casa, pero lo dijo solo porque no se le ocurría decir otra cosa para llenar un silencio incómodo entre los dos cuando aún no eran pareja. Se casó con Tesman, sí, pero solo por una especie de inercia indolente. Es cierto que toda la sociedad la empujaba silenciosa pero férreamente a ello, pues el lugar de la mujer era esconderse a la sombra del marido, lo único que podía asegurarle la confortabilidad a largo plazo. Pero no menos cierto es que ella podía, aún así, haberse negado a casarse con nadie que no quisiera. Y, si no se ha negado, desde luego el pobre Tesman no merece ser atacado con la mofa, con la sibilina venganza de las palabras. Pero no es solamente el trato que da a su marido lo que la delata, sino el trato que le da a otra mujer que está en semejantes circunstancias. La señora Elvsted, casada con un hombre mucho mayor que él –y éste sí es frío y tiránico– al que no ama, ha establecido una íntima relación con Eilert Lovborg, antiguo amante de Hedda y contrincante de Tesman por el puesto de catedrático (y más talentoso que él: ahí el peligro). La señora Elvsted, no tan astuta como Hedda pero íntegra, sí que es una mujer capaz de sacrificar todo en aras de su independencia (si entendemos ésta como hacer lo que ella quiere, en este caso enlazarse con Lovborg), porque a diferencia de la primera es valiente. Pues bien, Hedda no solamente no empatiza con una mujer que se le confiesa y que padece una situación similar a la suya, sino que la trata con un desdén rayano en desprecio y solamente piensa en sacarla información para su propio beneficio, sin tener consideración ninguna hacia la otra. De esta forma se demuestra al final que es capaz de causar el mayor perjuicio a los demás con tal de llenar el vacío que le genera su infelicidad; sí, instigada por la sociedad; también, porque ella de por sí es ruin y medrosa, y ver felices a los demás le causa una envidia insoportable.


He comentado al principio que determinadas obras de Ibsen fueron un escándalo porque atacaron al modelo sacrosanto de familia y moral vigentes, que condicionaban todo un punto de vista social y jurídico. Pero creo que lo más mágico de la obra ibseniana es el hecho de que sus personajes viven metidos en una burbuja, como de hecho ocurre en la vida real, y que probablemente esta noción alterara también los nervios del público. No es nada nuevo, desde el «Quijote» de Cervantes hasta –yendo a casos más cercanos en más de un sentido– la «Madame Bovary» de Flaubert o la «Anna Karenina» de Tolstói, ya se había expresado semejante problemática humana, capital. Y si hoy no nos escandalizamos por haber superado en occidente –no en su totalidad, por desgracia– los problemas que se denuncian en «Hedda Gabler», casi ajenos a la mayoría de nosotros, sí podemos sentirnos un tanto inquietos en la pugna interna de expectativas reprimidas, de sueños rotos tras un tiempo que no retorna, de ambición que no para de imaginar e imaginar fantasías, algunas de ellas en verdad que infantiles. Lo que me fascina es que ello da lugar a que los personajes de la obra no puedan ser señalados de forma rotunda, porque no son ni blancos ni negros, sino grises. Pueden ser muy cuestionables en ciertos aspectos, pero el caso es que algunas de sus buenas decisiones atenúan lo anterior y dan que pensar. De Hedda nos puede apartar su soberbia y bajos pensamientos, pero nos atrae vivamente su angustia por la represión, así como su desencanto hacia una vida que no le da lo que anhela. No justificamos su cobardía, pero de alguna forma también la entendemos. Pues huye de un castigo que se merece, pero también de una sociedad que nunca le ha entendido, lo que a su vez cuestiona la legitimidad del castigo, no de forma esencial pero sí lo suficiente como para darle brillos de ambigüedad.

Aparte de todo lo dicho, se aprecia en «Hedda Gabler» la pugna entre la clase alta y la clase humilde. La primera se representa en Hedda, en Lovborg y en el juez Brack –personaje de moral repugnante pero a la vez con la suficiente suavidad o estilo de carácter como para dejarnos confundidos–, la segunda en Tesman, su tía, y la criada, Berta. El trato cercano, espontáneo, caluroso de éstos rechina con el trato frío, amanerado y elocuente de los primeros. Mientras que Tesman busca familiaridad, Hedda otea el reto de la altivez, a la par que busca personas de su clase que permitan esto y que hagan la vida interesante y entretenida. Así sucede que Brack y Hedda mantienen cuando conversan un tono repleto de ironía y dobles sentidos, gustosos de juegos frívolos pero hábiles en la forma, y no pierdan oportunidad de mofarse de Tesman y su tía, que paradójicamente no entienden dichas burlas. A su vez, la frescura de carácter de los dos últimos, que les permite la felicidad, no encajan con la personalidad de la hija del general, que se hunde en la infelicidad si no tiene con qué entretenerse, pues la familia no le basta ni de lejos. Pero la distancia que hay entre ambos mundos la refuerza Ibsen con la misma forma que tienen de expresarse; de esta forma dota a cada personaje de un sello distintivo al expresarse, dentro de los cuales el más evidente probablemente sea Tesman con sus «¿Eh?» y sus «¡Figúrate!». Se percibe asimismo la decadencia aristocrática, pues son los otros los que terminan prevaleciendo pese a su ingenuidad.





Henrik Johan Ibsen (1828-1906).



Conclusiones:


Ibsen destaca por romper con la tradición romántica en el drama y por imponer por fin la realidad social. Así, supone tanto un pilar fundamental de la escena moderna como uno de los principales percusiones del teatro simbólico que tanto daría de sí a lo largo del siglo XX. El estilo de sus dramas se caracteriza por su sencillez formal envolviendo un gran dilema social a través de la psicología y decisiones de sus personajes, complejos y de ambigua moralidad, lo que desencadena una batalla en la mente del lector, al que le resulta entre difícil e imposible condenar a ningún personaje por completo pese a lo graves que sean sus faltas, pues siempre tienen algo de justificable o de identificable.

Hedda Gabler es una orgullosa aristócrata hija de un general ya difunto. Su personalidad se debate entre la altivez, desdén y frialdad de la clase alta a la que pertenece y la fantasía morbosa que le suscita de forma inevitable sus pulsiones vitales reprimidas y no resueltas. Recién casada mitad por un acto de frivolidad personal mitad por estar condicionada por lo que la sociedad de la época esperaba de la mujer, aislada sin un marido que la representase, se casa con un hombre bueno pero pánfilo que le resulta ridículo, al cual no ama ni espera amar. Del contacto con la confesada angustia de la señora Elvsted, que, huyendo de su viejo marido, se relaciona íntimamente con Eilert Lovborg, un hombre talentoso pero desacreditado por su estilo de vida voluptuoso, Hedda Gabler, que mantuvo en el pasado una tensa relación con él, comenzará a dejar de contener su descontento y su vitalidad reprimida; pero su cobardía y malicia inherente tendrá resultados imprevistos para todos, incluida ella misma.


Así transcurre una obra que, al igual que «Casa de muñecas», fue en su día un escándalo, no solo por desvelar caduco y dañino un modelo hasta entonces sacrosanto de familia y las consecuencias legales y sociales que transcendía, sino por demostrar la falta de fundamentos que tienen los seres humanos que, metidos cada cual en su propia burbuja, imaginan un mundo que no es y que les defrauda constantemente, lo que les inspira actos irracionales, absurdos, a veces más identificables con el bien y otras con el mal, pero nunca inequívocos, nunca o negros o blancos.

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