miércoles, 12 de agosto de 2015

Bajada de ritmo del blog. Alguna confesión.

«Pero quiso el Señor aplastarle con padecimiento. Si haces de su vida un sacrificio expiatorio, verá descendencia, prolongará sus días y el designio del Señor por medio de él prosperará.» [Isaías 53:10-12]





Hace poco más de una semana este blog cumplió un año. Para mí ha sido un auténtico «de repente». El lector discernirá el acierto o desacierto que ha habido en él hasta el día de hoy.

En mi opinión, la mayoría de las entradas pueden leerse sin sentir arcadas, que no es baladí, pero tampoco, evidentemente, ningún triunfo. Dado que no tengo en mi cabeza teorías literarias, el 90% de lo que se dice aquí de los libros viene de mis propias conclusiones. A veces tengo la vaga impresión de atinar, otras la vaga impresión de patinar. En cualquier caso, es evidente un exceso de texto en muchas de las entradas. Ese ha sido mi truco y mi vanidad. Como no poseo la suficiente confianza como para exponer ideas generales, elaboro un meticuloso –¿porque es meticuloso, no?– muro de impresiones, opiniones, argumentos, a fin de pasar por todos los lados, y de repasarlos por si acaso no se me hubiera entendido bien a la primera. En cualquier caso, son libros que se leen cada mucho tiempo, y merece la pena dedicar el empeño que sea para elaborar una referencia útil con la que contrastar. Pues a mí, como imagino que a muchos también, se me olvidan los libros. Al cabo de un año apenas se puede decir un «me gustó» o un «no me gustó»; si se tuvo cierta afinidad con el libro, saldrán al rescate un par de escenas que brillan en la oscuridad; y si el otro te empuja a ponerte académico, aún se puede con un poco de esfuerzo exprimir un par de frases cultas sobre el estilo narrativo y demás (y sentir, dependiendo de la situación, una náusea en el acto).

He hablado de una mayoría de entradas. Eso está bien, pero también hay una minoría de ellas, una minoría que son francamente malas. Casi todas quedan retenidas, cual agua de cenagal, en el primer mes de actividad del blog, en el agosto del año pasado. El caso más doloroso es el «Hamlet» de Shakespeare. Tengo pensado releerlo y elaborar un análisis que al menos llegue a lo digno, pero del dicho al hecho hay un buen trecho, y puede ser que al año que viene me vea obligado a invocar a la misma determinación. En mi defensa diré que dichas entradas se realizaron como meros bocetos, sin estar en absoluto orientadas a la exposición del público; no solo eso, sino que desvelan a un "analista" –¡puede tomarse a broma!– novato y vacilante. Todavía soy, por supuesto, novato, pero seguramente no tan vacilante.

Se habla en el título de la presente entrada de una "bajada de ritmo". Con notable esfuerzo por mi parte, he querido mantener un número determinado y constante de entradas por mes. En 2014, subía entradas de siete en siete (salvo el mes de agosto, en el que quise incluir las siete de un julio al que no pude llegar), inspirado por las ganas iniciales por un lado y por la impaciencia de tener títulos plasmados por el otro. Ya en noviembre me di cuenta que ese ritmo era insostenible, y este año bajé las publicaciones a cinco por mes. Aún así, he tenido varios meses en los que he llegado por los pelos. ¿Por qué tanto sofoco? En primer lugar, soy una persona cuyo ritmo de lectura es relativamente lento. No paso de página si no he entendido y retenido el contenido completamente –aunque siempre existen en obras muy concretas algún que otro fragmento imposible–, esto ha llegado a provocar que me tire cuarenta minutos o más en leer diez páginas (véase «Fausto» o «Rojo y negro»). En segundo lugar, lo que ya he venido hablando, a saber, que pretendo una minuciosidad casi obsesiva. Así, me he llegado a tirar diez horas para hacer algunas de las entradas más largas. Incluso cuando he puesto el punto final, estoy unos días dándole vueltas al libro en cuestión, y me aparecen de súbito apreciaciones nuevas que enseguida incrusto como buenamente puedo en el análisis ya publicado. Y cuando veo un error garrafal (llega a ser desesperante el ver errores obvios después de tres o cuatro revisiones a fondo) o una redundancia, igual. Por último, están las obras pictóricas. Aquí también ha habido una obsesión. Mis conocimientos sobre historia del arte son nimios, así que no tengo una base firme sobre la que apoyar mis búsquedas. He querido complementar cada libro con pinturas que representasen con fidelidad –o al menos se acercasen de forma palmaria– la esencia que me sugirió el texto en sí. Estas búsquedas se han prolongado en algunos casos durante horas y horas para un solo libro, en poesía sobre todo. Encuentras obras curiosas que pueden servir para otro libro, las descargas también, esas descargas te llevan a conocer a un nuevo pintor, que no te pega con ningún libro pero que te atrae a nivel personal, y así sucesivamente, en círculo vicioso. Porque encontrar una imagen –cuando por fin se ha encontrado lo que se desea– a un tamaño grande, con alta resolución, y saber cuál es su título (a veces es literalmente imposible), y una vez hallado traducirlo todavía (a veces es literalmente imposible), es agotador.

Pero la reducción en el número de entradas subidas no se debe de forma esencial a todo lo dicho hasta ahora, por importante que sea. Hace un mes me dio un ataque de ansiedad muy agudo que se prolongó durante una semana, en la que apenas comí nada. Es en esos días cuando escribí una entrada describiendo con precisión mis sensaciones, mientras inevitablemente iba desvelando mis rasgos más íntimos en el proceso. El que una persona tan celosa de su intimidad como yo se propusiera semejante acto de irreflexión se debía, aparte de la enajenación que sufría en el momento, a un deseo de que alguien con el mismo problema leyera la entrada algún día y pudiera decir –en el caso de que no lo hubiera comprobado ya–: «¡Hay más!». Finalmente opté por no publicar la entrada, pues describía el problema profusamente, pero estaba lejos de dar soluciones (es curioso, porque suele dárseme bien dar soluciones a los demás, pero me cuesta horrores encontrar las mías). Dicho ataque de ansiedad, que estuvo precedido por otro tampoco nada desdeñable un mes atrás, se vio formulado por una crisis existencial. Para hacerme entender rápidamente, diré que me sentía como si estuviera completamente arrinconado, como si caminara por el patíbulo, y ello a pesar de que, paradójicamente –¡como me atormentaba y me confundía también ese hecho!–, tengo una vida tranquila y sin ninguna precariedad material, en comparación con los numerosos casos trágicos que pueden verse por doquier. No sabía qué hacer, porque nada que estuviera en el mundo de los hombre me llenaba. ¿Trabajar? Los sueldos son una miseria (250€ por ocho horas de trabajo, eso si se encuentra siquiera, etcétera), en empresas claustrofóbicas en las que casi todos están apagados, como bombillas mortecinas. No aborrezco lo que he estudiado pero, desde luego, está lejos de apasionarme. ¿Estudiar pues (otra cosa)? ¡Claro, una carrera! Pero sólo se me da bien leer y escribir (a fin de cuentas todo el mundo sabe leer y escribir, otra cosa es que la falta de práctica atrofie las capacidades de muchos), opinar. Eso saca del bolsillo perlas como literatura comparada, filología, filosofía o historia del arte. Pero en este punto surgieron dos terribles verdades. La primera, nada desdeñable desde luego, es la nula oferta de trabajo que penden de dichos títulos. Invertir cuatro años de esfuerzo en algo que no va a traducirse en nada práctico –dado que, por desgracia, para vivir hace falta que el conocimiento se amolde a lo práctico–, no es de entrada motivador. Pan para hoy y hambre para mañana (y las palabras de Fausto se repetían una y otra vez en mi cabeza, el conocimiento como inútil trasto que no llega a la verdad de la vida). Con dieciocho años podría haberme permitido una ingenuidad así, pero hoy por hoy, a mis veintidós, no, en absoluto. Así pues, me dije: «¿Y si trabajas y estudias a distancia?». Y pensé que gran parte de la gracia de estudiar una carrera es poder juntarte con otros alumnos que compartan pasión por la misma materia, y poder debatir y contrastar, extender círculos. Además, estudiar y trabajar a la vez es algo muy complicado. Pero, llegados a este punto, me di cuenta de que quizá ni siquiera me apeteciera debatir con nadie más de tres días seguidos. Y lo que es el quid de la cuestión y la segunda verdad: me di por enterado de que lo que sucedía es que no me gustaba lo suficiente ni la filología ni la filosofía ni las teorías literarias. Claro, la gente estudia eso porque le apasiona, y ello hace que le merezca la pena asumir el riesgo de no trabajar en lo que desea, pero, ¿y si ni siquiera te apasiona? «¿Qué es lo que mejor se te da?» «Escribir». Muy bien, pero puede ser, y de hecho parece ser, que lo que se te da "bien" no te gusta. Solo de pensar, si me tocase semejante lotería, en un escenario en el que pudiera vivir de mis opiniones, me entraba tedio y cierta repulsa: solo un ingenuo piensa que su propia opinión tiene elegancia e importancia, y cosas por el estilo.

En esa crisis tan aguda, que de hombre sereno, seguro y socarrón me transformó en una pálida llama zarandeada por vientos de puñales, tuve que acudir a ayuda espiritual, a la religión. Como la consecuencia de un proceso mantenido constante en un segundo plano durante meses –alentado sobre todo por la influencia de Dostoievski–, huí de los amables consejos de mis familiares, que eran como pan para el que moría de sed, pese a lo mucho que me sostuvieron, y corrí hacia los testimonios religiosos, lo único que me calmaba, hasta el punto de hacerme llorar de –¿cómo lo diré?– desahogo, pasión, como el que moría de frío en la montaña y en el último aliento encuentra un refugio inequívoco. Recuerdo un día en el que, zarandeado por una angustia insaciable, y tras no surtir en mí efecto debates con mis allegados, me tumbé en la cama y pensé repetidamente en aquella frase: «Amaros los unos a los otros como yo os he amado», y, de forma aparentemente inverosímil, inexplicable, quedaba sanado. No se me olvidará cuando cogí la Biblia y leí el Génesis. ¡Estaba todo tan claro en esas mágicas líneas! ¡No se necesita más! Ahí está todo explicado de forma magistral. Después de haber leído durante mi corta vida y desde bien temprano decenas de miles de páginas, esas fueron las primeras cuatro que me hicieron llorar, que hicieron un nudo en mi garganta, llegando el extremo de que las líneas impresas temblaron en mis ojos hasta el punto de que creí abandonar la realidad; tuve que dejar de leer y respirar hondo para volver en mí. A raíz de estas experiencias se sucedieron en mi mente pensamientos extraños, verbigracia: «Dios, hace mucho que no te niego porque es una estupidez negar lo indemostrable, pero tampoco te he afirmado. No sé si existes o no, pero sé que si no existes yo me tiraré tarde o temprano por un barranco, y que si existes podré sentirme amado, pues en comparación con tu amor, el de los hombres es una silueta ridícula y caprichosa. ¿Afirmaré, pues, lo indemostrable?» Y en base a la convicción de que la vida es el mayor de los milagros, y que la idea de que todo es fruto del caos me resultaba mucho más inverosímil respecto a un diseño inteligente, además de todo lo dicho, decidí aprender. Aprender a hacer algo que olvidé cuando se acabó mi niñez. Aprender a confiar. Miré a los Schopenhauer, a los Sartre y a los Beckett como se mira a un desierto baldío y me puse como objetivo a los Kierkegaard, a los Tolstói y a los San Agustín, repletos de esperanza y pasión. «Yo hago nuevas todas las cosas», dijo Jesucristo. En el punto en el que estaba yo, sólo él podía hacerme nuevo.

¿Cómo ha acabado todo esto? En un punto enteramente inesperado. Después de un mes de julio en el que la angustia y desesperanza se sucedían de forma continua, me surgió una oferta de trabajo en una importante empresa de comunicación. Hice la prueba sin demasiado afán (la desmotivación que he arrastrado siempre era una losa cada vez más pesada), y salí de ahí como quien sale de prisión. Al día siguiente me llamaron. Estaba contratado. «¿Y el sueldo...?» Mil doscientos euros al mes, así, sin apenas experiencia, nada más empezar. El contrato me dura prácticamente un año. Todo español sabe la lotería que me ha caído. Los viernes jornada intensiva para salir antes, los compañeros agradables y chistosos, los equipos de última generación.

Con esa expresión mitad pasmada mitad indiferente del que consigue algo importante sin haber luchado nada para merecerlo, me encaré a mi nueva meta. ¡Una meta! Estaba satisfecho. Cuando un camino se extiende, el mar de la angustia existencial se desvanece («La angustia es el vértigo a la libertad», dijo Kierkegaard). Y, lo que es aún más extraño, las horas se me pasan rápido allí. No soy feliz, pero estoy lejos de sentirme desgraciado. Con qué facilidad consigo tamaña suma de dinero. Aunque, después de todo, he estado estudiando cuatro años para que las tareas me sean lo más fáciles posible.

Solo me queda una duda, una duda que late lejos, pero que late a fin de cuentas. La experiencia me ha enseñado que si algo es demasiado bueno, no lo es; pero lo que tengo entre manos realmente puede agarrarse sin reparos. Así pues, esta es la duda: no sé si Dios me ha recompensado o si me está poniendo a prueba. Como no me considero digno de ninguna recompensa, me decanto por la segunda opción. Pero eso no es lo difícil. Lo difícil es: ¿qué quiere de mí? No lo sé, y estoy a años de concretarlo siquiera.

En definitiva, e hilando todo esto con el tema del blog, estos tres últimos años de lectura asidua han quedado en jaque. He estado dos meses sin leer nada ni tener la mínima gana de hacerlo. No voy a decir que la literatura haya sido perjudicial para mí a lo largo de toda mi vida, pues el mal provenía de mí mismo, y los libros solo han contribuido a matizarla. ¿Cuál es ese mal? La abstracción. Llevo, desde que tengo uso de razón, detestando con toda franqueza –de niño instintivamente, a partir de la adolescencia más racionalmente– la realidad, o al menos la realidad que conozco, que es la que se enmarca dentro de la cultura occidental. Nunca he soportado ni la pretensión ni la injusticia ni el interés, y tampoco el mucho movimiento en balde. Creo que, por desgracia, lo que mejor define a nuestra sociedad son todos esos rasgos. El bullicio de la ciudad me desconcierta y me repele a partes iguales. Su estructura –esas feas vías de asfalto rodeadas de altos bloques de ladrillo, como grandes panales en los que vivir hacinados, que tapan el horizonte, escoltados por enfermizas farolas que, al anochecer, esconden a las estrellas–, me desalienta. Tantísima gente junta y, paradójicamente, tantísima gente separada.

Así pues, he enfrentado la intoxicación por abstracción con relaciones humanas. Antes casi nada me sacaba de casa: leer era más importante. Ahora no pierdo ocasión, y he retomado contactos perdidos. Es cierto que no ha sido un cambio radical, después de todo uno es lo que es, pero me ha ayudado bastante este cambio de actitud. Ahora, por fin, gracias a la dosis de realidad que me ha regalado el hecho de trabajar y de estar muchas horas al día rodeado de compañeros, me he permitido retomar la lectura. Sin prisa alguna, pero sin pausa, a pesar de la escasez de tiempo y el cansancio diario. Empecé «Madame Bovary» –qué escritura más excelente, con esa musicalidad tan singular, la de Flaubert–, para pausar la lectura ante un sentimiento súbito. En efecto: «la cabra siempre tira al monte». Estoy con «El idiota» de Dostoievski, y me tiene enganchado. Cuando termine (espero tener la entrada para septiembre), quiero leer «Las olas» de Virginia Woolf, «Hadyi Murad» de Tolstói (ya que al final mi objetivo «Anna Karenina» se va a tener que retrasar un año más), «El Aleph» de Borges, «El llano en llamas» de Rulfo, «Mujeres» de Bukowski, y, probablemente, «Cien años de soledad» de Gabo (que dejé por la mitad en su día). Seguramente lea de vez en vez tanto la Biblia como las «Confesiones» de San Agustín, y alguna obra de Kierkegaard (nada me vendría mejor que «Temor y temblor», del que conozco el razonamiento pero no el cuerpo a cuerpo de la lectura). Por descontado, también terminar el primero citado, «Madame Bovary».

Basta de relecturas y de prisas. En consecuencia, y teniendo en cuenta mi estado de ánimo y mis nuevas obligaciones, mi presencia por aquí se va a ver muy mermada, aunque siga visitando algunos blogs (entre ellos, por supuesto, los de mis suscriptores). No creo que suba más de una o dos entradas por mes. La idea era mantenerme en cinco por mes durante todo el año para bajar a tres por mes el año que viene (ese ritmo permitía ponerme al día con todo lo ya leído/lo que deseaba leer), pero esa idea se ha desvanecido. Lo que sea, será.

En la adolescencia me tenía por extraordinariamente sagaz (acaso fuera solo extraordinariamente suspicaz), y en esta juventud que vivo me veo cada vez más como el idiota de Dostoievski, dejando atrás una mezcla de Raskolnikov y del hombre del subsuelo. Siento que mi horizonte ha de ser ese príncipe Myshkin que dice:
«He resuelto cumplir con mi deber honrada y firmemente. Quizá el estar con la gente me resulte aburrido y penoso. Para empezar, he decidido ser cortés y franco con todos; nadie puede pedirme más. Puede ser que aquí me tomen por un niño: ¡pues bien, que lo hagan! Todo el mundo, por algún motivo, me toma también por un idiota; y, efectivamente, en otro tiempo estuve tan enfermo que parecía un idiota; ¿pero que clase de idiota puedo ser ahora cuando yo mismo comprendo que me toman por idiota? Entro en cualquier sitio y pienso: "He aquí que me toman por idiota; sin embargo, soy inteligente y ellos no parecen sospecharlo...". Se me ocurre con frecuencia esa idea.»

Y para ello tengo en cuenta lo siguiente, y así concluyo:
«De verdad os aseguro: si el grano de trigo al caer en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.» [Juan 12:24] 
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